Joaquín Tamayo
Nunca se supo a ciencia cierta quiénes de los polémicos personajes de la vida pública italiana, que el escritor y periodista Alberto Bevilacqua (1934-2013) solía denunciar en sus investigaciones con respecto a las corruptelas del sistema, pudieron haber emprendido la persecución y escarnio en contra suya a principios de los años noventa del siglo pasado.
La espiral de acusaciones y ataques en los que terminó involucrado resultó una cacería impulsada por un oscuro aparato dispuesto a acorralarlo, a desollar moral y penalmente una solitaria presa que, por instinto de supervivencia, solo encontró refugio en su única defensa disponible y lógica: la escritura.
Carta a mi madre sobre la felicidad (1995) es el testimonio de ese momento, de las condiciones de la perturbadora vida en Italia (años del terrorismo más acendrado; el asesinato de Aldo Moro es una muestra) y del escritor que entonces era Bevilacqua y que dejó de ser luego de los inquietantes acontecimientos de los que fue objeto. Primero, a través de la palabra difamatoria, y después cuando intentaron eliminarlo.
El caso del cineasta y novelista Pier Paolo Pasolini todavía no cicatrizaba. Se había dicho que su asesinato fue producto del arrebato de un amante ocasional y no de una conspiración, pero intelectuales y artistas jamás creyeron esas versiones. Pasolini era un crítico incisivo, determinante, y había puesto en evidencia la hipocresía, los convencionalismos y parafernalia de gente encumbrada, lo mismo de la mafia que de la alta burguesía y de algunos políticos poderosos.
Guardadas las debidas proporciones, había paralelismos entre la delación del cine de Pasolini y los señalamientos periodísticos y literarios de Bevilacqua.
De repente, como en la guerra, este último sufrió una embestida paulatina pero constante, implacable.
Inicialmente, la prensa amarillista de mayor circulación pretendió exhibirlo en calidad de depredador sexual, de agresor inclemente, de drogadicto violento, todo ello a raíz de la supuesta filtración de los documentos de su divorcio.
Esas acusaciones no figuraban en las actas del trámite, según se comprobó más adelante. Nunca la exesposa del escritor le imputó semejantes calificativos. El segundo golpe convulsionó aún más a la opinión pública cuando dos mujeres declararon que Bevilacqua era un asesino serial conocido entonces como “El monstruo de Florencia”.
El homicida había cometido sus más salvajes crímenes sobre parejas a las que atacaba mientras sostenían relaciones amatorias. Esto sucedió durante un periodo de diecisiete años. Siempre hombre-mujer hasta que quizá, por equivocación, “el monstruo” ultimó a dos varones. El patrón de comportamiento parecía el mismo.
Las mujeres fueron a juicio porque no aportaron pruebas y se demostró que en realidad habían entresacado pasajes de los libros de Bevilacqua para construir el entramado de los asesinatos. Ambas acabaron en presidio por calumnia y perjurio.
Pero los cazadores ocultos no claudicaron. El escritor logró escapar de distintos atentados.
La novela testimonial o, mejor dicho, el ensayo autobiográfico contenido en Carta a mi madre sobre la felicidad, explica los entresijos de esa etapa y recrea la tensión y la crisis que el autor vivió a partir de que se puso en marcha la estrategia para aniquilarlo. Sin embargo, el meollo de este libro, articulado mediante el género epistolar como refiere el título, no solo se concentra en las intrigas y el amargo proceso que padeció Bevilacqua. En el largo monólogo que ocupa la novela subsiste una crónica aún más vigorosa y edificante en comparación con su desolador contexto.
Se trata de una serie de meditaciones acerca del sentido de la existencia y del significado de la felicidad; Bevilacqua cuenta a su mamá, es decir, le repite muchas de las cosas que ella le inculcó en su niñez y adolescencia, aplicadas ahora como pararrayos contra la tormenta de aplastamiento que él debía soportar.
Un ejemplo está en el diálogo, sin atribución de declarante, que aparece a modo de prefacio.
“–¿Y su madre?… ¿Sigue viva?
–Oh, sí, muy viva. Es mayor. Ella ha sido quien me ha enseñado que el sentimiento de la sonrisa puede ser un arma invencible. Ella me ha enseñado cómo se puede conocer y vivir la felicidad incluso cuando el mundo se derrumba a tu alrededor. Por eso, a pesar de todo, y aunque ustedes no me crean, la felicidad es la única compañera que comparte conmigo estos días…”.
Pero no confundamos. Carta a mi madre sobre la felicidad no es una obra de autoayuda.
El portugués José Saramago decía que los libros de autoayuda solo ayudan a quien los escribe y a las editoriales que los publican. La novela de Bevilacqua, en cambio, es un examen de conciencia, un análisis sobre el valor y su némesis, la cobardía; retoma, de alguna manera, la tesis de Michel de Montaigne en torno a que la cobardía es la madre de la crueldad. Y nos hace ver que la venganza es diferente a la maldad, porque el cobarde no castiga por la espalda únicamente para acabar con su enemigo, sino para preservarse a costillas del otro.
Por el contrario, la felicidad y la emoción del gozo será siempre el contrapeso gracias a las atenciones que se le presten a las nimiedades y a las pequeñas presencias de la cotidianidad.
“Cuando nuestra vida, por diversas causas, pende de un hilo, y nuestra libertad depende del arbitrio de los demás, nos damos cuenta de que caminamos como acróbatas por ese hilo tratando de no mirar el vacío que se halla bajo nosotros, pero ese vacío lo ven todos los órganos de los que disponemos, aunque no tengan ojos. Y de este ver el abismo por parte del cuerpo, que sustituye a la vista, nace el miedo. Y lo pequeño, los detalles de lo cotidiano, adquieren grandes proporciones, dado que la única posibilidad es medir con cuenta gotas la vida que nos queda”.
Hacia el desenlace, el escritor dice que el destino equivale a un epílogo. Irónicamente, el ataque a Bevilacqua careció de uno; no tuvo un cierre, una conclusión, una clausura definitiva. Acaso quedó en el suspenso, en el misterio artificial que hay en el fondo de la cobardía de algunas gentes.