Pedro de la Hoz
Cuando circuló la noticia de la proclamación de Ennio Morricone y John Williams como merecedores del Premio Princesa de Asturias de las Artes 2020, muchos revivieron en sus memorias las contribuciones de estos músicos a bandas sonoras de películas que forman parte del imaginario popular.
Uno cierra los ojos y escucha, mientras transcurren escenas antológicas de los western spaghetti de Sergio Leone, las melodías que Morricone puso a Por un puñado de dólares, El bueno, el feo y el malo y Érase una vez en el oeste, y en el caso de Williams es fácil identificar ciertos pasajes con tan solo escucharlos en la distancia para decir ese tema pertenece a La guerra de las galaxias o ese otro va con la saga de Indiana Jones, o por ahí anda Harry Potter.
Aunque sabemos que al italiano se deben otras partituras ejemplares para filmes notables como Los cuentos de Canterbury, de Pier Paolo Pasolini; Los hijos del día y de la noche, de Sergio Corbucci; La batalla de Argel, de Gillo Pontecorvo; Los intocables, de Brian de Palma; Frantic, de Roman Polanski; Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore; Novecento, de Bernardo Bertolucci; y La misión, de Roland Joffe. Ni qué decir del estadounidense Williams, repitente con su compatriota Steven Spielberg en la conmovedora La lista de Schindler, y sutilmente evocador en Memorias de una geisha, de Rob Marshall.
El Premio español distingue la labor de cultivo y perfeccionamiento de la cinematografía, el teatro, la danza, la música, la fotografía, la pintura, la escultura, la arquitectura y otras manifestaciones artísticas.
Para ello, tuvo en cuenta el abultado palmarés de Morricone: Caballero de la Legión de Honor de Francia y Comendador, Gran Oficial y Caballero de Gran Cruz de la Orden al Mérito de la República Italiana, 27 Discos de Oro y 7 de Platino y numerosos galardones: varios BAFTA, Globos de Oro, Grammy, David de Donatello, el León de Oro a toda una carrera en Venecia (1995) y el Polar de la Música (Suecia, 2010). En 2007 se le concedió el Óscar honorífico a toda su carrera y en 2016 ganó el Óscar y su tercer Globo de Oro por la banda sonora de Los odiosos ocho, de Tarantino, y estrenó su estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood. En 2020 recibió el Premio Camille de la Alianza Europea de Autores y Compositores a los logros de una vida.
El currículo de Williams registra las 52 nominaciones en el cine y la discografía que ha recibido a lo largo de su carrera; los títulos honorarios de varias universidades, la Medalla Nacional de las Artes (EE. UU., 2009) y el AFI Life Achievement Award del American Film Institute (2016), que recayó por primera vez en un compositor.
Sería un error, sin embargo, encasillar a Morricone y Williams en el cine. La obra de ambos es mucho más amplia y sobre ello esta nota quiere llamar la atención.
Cierto que Morricone acumula la friolera de 500 películas en su haber pero hay que recordar que es un compositor formado con todas las de la ley, discípulo de Gofredo Petrasi, representante de la vanguardia italiana, y que influido por éste, al término de la Segunda Guerra Mundial, escribió dos obras vocales muy bien perfiladas, Il mattino e Imitazione.
Entre Cinecittá y Hollywood halló tiempo, entre 1964 y 1980 para involucrarse, como compositor, trompetista y flautista, en el Grupo de Improvisación Nuova Consonanza, junto al pianista Franco Evangelista y el percusionista Egisto Macchi, el cual sumó diversas colaboraciones de otros avezados instrumentistas para desarrollar líneas experimentales.
De esa etapa datan dos singulares obras de cámara: Suoni per Dino, para viola y cinta magnetofónica (1969) y Prohibido (1972) para ocho trombones. En lo sucesivo siempre ha hecho espacio para componer al margen de la pantalla. Escuchar Monodia (2009) para violonchelo, equivale a un viaje al interior de ese instrumento. En cuanto a las grandes formas, recuérdese la misa que en 2015 dedicó al Papa Francisco.
La serie de conciertos escritos por Williams para solistas instrumentales y orquesta clasifica como uno de los más serios y logrados ejemplos de recuperación y renovación de esta forma clásica en la música contemporánea.
Mucho tuvo que ver el director Leonard Slatkin al frente de la Sinfónica de St, Louis, con estimular esa vocación de Williams, pues al frente de ese organismo estrenó el Concierto para flauta (1969, solista Peter Lloyd) y el Concierto para violín (1976, solista Mark Restanov).
En 1985 animó la celebración del centenario de los Boston Pops –agrupación consagrada a ofrecer presentaciones veraniegas para amplios públicos en esa ciudad estadounidense– con la primera audición mundial del Concierto para tuba, a cargo de Chester Schmitz, toda una rareza, pues escasean los papeles protagónicos para el más grave de los instrumentos de cobre. En Alemania, el tubista Hans Nickel grabó después un disco con la obra de Williams y otras similares compuestas en el pasado siglo por el inglés Ralph Vaughan Williams y el armenio Grigori Arutinian.
Al fagot también lo colocó en primer plano con un concierto de contenidos aires románticos y reminiscencia de la mística celta, Los cinco árboles sagrados (1995), inspirado en un poema de Robert Graves y estrenado por Judith Le Clair y la Filarmónica de Nueva York, bajo la batuta de Kurt Masur.
Una de las más fascinantes propuestas de John Williams en los últimos tiempos se produjo a raíz de celebrarse en 2018 el centenario del nacimiento del célebre autor y director Leonard Bernstein. Este, medio en broma, medio en serio, le había contado a Williams que en una propiedad en las cercanías de Highwood, pequeña villa en Illinois, los vecinos hablaban de la existencia de un fluido fantasmal.
Así nació el concierto para chelo, arpa y orquesta Highwood’s Ghost, pensado para que la primera ejecución estuviera a cargo de uno de los mejores chelistas de nuestra época, Yo Yo Ma, y la arpista Jessica Zhou.