Cultura

R.A.P. o el auge de vivir para contarlo

El biznes del rap, guiado por el MC (master of ceremonies), surge a finales de la década de los 70`s
En las batallas de freestyle, la habilidad para la improvisación verbal sobre una instrumental da un ganador / Especial

En un flyer especialmente artesanal, escrito con pluma y marcador negro, se aprecia: “A DJ KOOL HERC PARTY”, un pequeño evento del tipo back to school pactado el 11 de agosto de 1973 en el Bronx neoyorkino, lugar y fecha en que nace lo que para muchos es el movimiento cultural y artístico más influyente de todos los tiempos.

En esta ecuación, el biznes del rap, guiado por el MC (master of ceremonies), surge a finales de esa misma década; previo a ello se da un enlace entre el grafiti, la figura del DJ y las propias de b-boys y b-girls, es decir, lo que todos conocen como breakdance. Los nombres base en la cultura, aquellos que abrieron las puertas y marcaron con especial trascendencia este hito, son demasiados, aunque a la cabeza suelen ir el propio Kool Herc, Afrika Bambataa y Grandmaster Flash. Nadie duda, ahora, que el golpe certero del HH fue atestado, precisamente, por el rap o la música del hip hop. Quizá es en este punto que el aura de exclusividad se rompe: lo sustancial (keep it real) tiende a democratizarse por su inevitable adscripción a la industria del entretenimiento. Y es ahí, pues, donde aparecemos nosotros, los nuevos escuchas de rap.

Ahora, en ese laberinto intricado de accesos, hay algunas entradas evidentes. Usted conoció el rap gracias a: 1) aquella película de Eminem; 2) las batallas de freestyle; 3) GTA San Andreas, o bien, 4) “fue un conocido-amigo-familiar quien me presentó al Señor R.A.P.”. Y no debe usted preocuparse porque no hay respuestas incorrectas, tampoco deberá mentir.

Pero aclaremos algo: en una versión venida a menos de esta cultura hay un status validado por el derecho de antigüedad (mientras más antiguo, más “real”), y seguramente algunos clasificarían jerárquicamente estas sencillísimas categorías de inmersión. Aunque no hay que tomarse en serio esta postura caricaturesca: quizá los únicos con ese derecho son los habitantes primigenios del movimiento -porque los purismos son válidos en las grandes disciplinas exclusivamente-, y los practicantes de antaño. Posterior a ello y a ellos, todos somos nuevos consumidores de un fragmento de HH. Es una isla, pequeña y torneada, lo que nos toca.

Lo que me importa aquí son esos accesos, el estado actual de auge y valoración de un elemento (ya sabrá usted que una postura supone cuatro elementos en la doble H: rap, breakdance, dj-beatmaking y grafiti, por decirlo a la ligera). ¿Cómo están funcionando estos accesos en el mundo de Internet? ¿Cuál es el papel de la  “calle” en todo esto? ¿Qué es ser real? ¿Puede el rap cambiar vidas? Preguntas válidas, aunque algunas ligeramente abstractas.

Como resulta necesario para librar tensiones, quiero iniciar estos apuntes con una historia personal. Ahora mismo soy un consumidor habitual de la música de este género, especialmente en español: SFDK, Toteking, Original Juan, Kase.O, Lou Fresco, Dano, Chyste, Juaninacka o Acru, por mencionar algo. Me acerqué a todo esto, formalmente, con batallas de freestyle y gracias a un amigo; tendrá eso unos 3 o 4 años.

Hay, eso sí, un antecedente que explica mi amor hacia la obra de Vico C: mi hermano perteneció a una pandilla en sus años mozos; al regresar a casa y meditar todos los asuntos organizacionales propios de la defensa territorial, reproducía hasta el cansancio un cd (“quemado”, claramente) del puertorriqueño. Se estableció entonces un himno y una máxima: de tomar el camino incorrecto, todos podemos ser Tony Presidio. Tendría yo unos siete u ocho años, quizá menos. Primera lección: el rap es un conocimiento de vida a largo, mediano y corto plazo.

Ese otro asunto, el de los battle rappers, que entiendo provoque urticaria a los puristas, es al menos interesante: se trata sin duda alguna de la mayor puerta de acceso a los saberes y experiencias de la cultura. Por hacer una estadística generosa, quizá uno de cada diez consumidores de batallas se interesa por el rap como campo de lectura. En los primeros años de la afamada Red Bull Batalla de los Gallos, “la madre de todas las batallas”, era habitual que los participantes pertenezcan a la estirpe de los MCs en el sentido más estricto del término: raperos que se apuntaban al evento con el fin de improvisar con sus similares y, cómo no, hacer de esto una plataforma de exposición para su prioridad: la música. Por ejemplo, Zatu, quien participó en la edición española del año 2005 bajo el aka de “El niño wey”, o el mismo Canserbero en la final nacional de Venezuela en 2007.

Con el paso del tiempo, afirman los especialistas, las batallas de rap se quedaron sin el adjetivo. Sólo son batallas. Por lo tanto, los consumidores de batallas no consumen rap, no consumen Hip Hop sino la superficie. No sé, a fondo, si esto sea cierto. Creo fielmente en los sentidos críticos de los conocedores del lenguaje y la cultura, aunque haya sesgos mediando la cuestión. Me parece que en las batallas, eso sí, hay rapeo, pero no precisamente rap. Hay técnica y ejercicio mental, hay soltura para driblar sobre la base y ciertos momentos donde el idioma, en este caso el español, encuentra matices cercanos a la experiencia estética.

Las batallas pueden ser una experiencia estética. Así, los escuchas de batallas, “el público”, suele atribuir una cualidad a esos momentos que hacen de los battle rappers raperos auténticos: una especie de sentido poético, que en realidad es un tratamiento lingüístico, un descubrimiento del lenguaje; en sus palabras, tal momento del espectáculo “parece una canción [de rap]”. A menudo esto tiene que ver con la musicalidad, pero la mayoría de ocasiones con una especie de imagen, metáfora o alguna licencia literaria que, en el impacto de una frase, noquea al oponente y amplía su sentido incluso más allá de la disputa. Más lejos aún: los analistas del freestyle (asumidos casi siempre como creadores de contenido en redes sociales) alaban el uso de recursos literarios en la batalla. Parece haber de fondo un angustioso deseo: que las batallas, en su escénica interpretación improvisada, obtengan naturaleza de textualidad, que no de texto escrito. Segunda lección e hipótesis: el rapeo es un modo, una retórica; el rap es una sustancia del lenguaje.

Las batallas explican, finalmente, el inmenso auge que ha tenido en diversas redes sociales la cultura. No hay culpa en aquellos que disfrutan de las batallas sin escuchar rap a posteriori, como no hay consagración en aquellos que se vuelven partícipes activos de la cultura (productores o consumidores).

¿Qué pasa entonces con este “producto de la calle”? ¿Se traicionó? Pienso en Dange AK, uno de los culpables de la masificación del rap, al menos en México. Rapero de nivel y figura indiscutible, Danger tiene una especie de columna en el programa De Buena Fe, para el Canal Once: La opinión rapeada.

Una de las últimas, por ejemplo, consistió en una serie de líneas que cuestionaban a Salinas Pliego respecto a su [no tan] reciente polémica frente al fisco. La opinión rapeada, agrego como pequeño comentario, es valiosísima. Además de esta y otras actividades de promoción cultural, Danger imparte talleres para instituciones públicas y privadas; Academia Oralitura, por otro ejemplo, oferta el curso “Rap: Ritmo y Poesía”.

No es complicado imaginar algunas opiniones puristas. En uno de los comentarios del promocional puede leerse: “Está bien, buen proyecto, pero si quieres saber y aprender, debes saber sobre hip hop antes de “aprender” Rap, sólo sal a la calle y vive el Hip Hop, Dios”. Este usuario de Facebook se confunde y esquiva lo pragmático, pues sucede que el curso de Danger se enfoca en cierto análisis de la retórica del género (el rap como hecho escrito), y por eso mismo las nociones de “ritmo” y “poesía” son todo menos gratuitas.

Aprovechando esa cita de Internet, especialmente en su uso de la palabra-expresión “Dios”, comento otra situación de estas: hace aproximadamente un año lanzamos, en una revista literaria, la convocatoria de nuestro número especial con temática Hip Hop. En ella, colocamos una cita extraída del maravilloso libro El evangelio del Hip Hop, de KRS-One, un par de líneas que apelaban a Dios y a ciertas aptitudes espirituales de un miembro real de la cultura.

Al respecto, alguien comentó: “Amo el hip hop, pero ¿son una revista cristiana? Qué horror que lo usen para estas cosas”; no reírse del sujeto es dificilísimo, no sólo por su absoluto desconocimiento de la inmensa figura de KRS-One como “amante” del HH, que por sí sola amerita cuestionamientos si obedecemos a su actitud purista, sino también por su rechazo absoluto hacia las cuestiones espirituales dentro [o fuera] de la cultura que abordamos.

Esta cerrazón, este amor ciego y dionisiaco hacia la parte más superficial de una cultura, no sólo da como resultado puristas de caricatura sino que abona a los manidos discursos y prejuicios con los que toda concepción de este tipo se enfrenta. Pienso, por hacer un ejercicio de comparación, en la cultura del Metal o la música extrema.

El rap y el Metal encuentran parentesco en sus esencias underground y en consecuencia su absurdo rechazo hacia “lo comercial”. También comparten los prejuicios de aquellos que miran desde lejos sus trayectorias y modos expresivos.

Por mencionar una situación pública y grave: durante este 2021, la plataforma Netflix lanzó la seria documental Escena del Crimen: Desaparición en el Hotel Cecil, que relata los hechos e investigaciones derivadas tras la conocidísima muerte de Elisa Lam en el año 2013.

Esto nos interesa en tanto que la serie, en uno de sus capítulos, da cuenta de la situación vivida por un músico de black metal; el sujeto es acusado por miles de internautas y periodistas de ser el asesino que buscaban. ¿La evidencia? Simple: su música, totalmente adscrita a los cánones del género musical, respetaba y usaba la retórica y temática en turno (asesinatos, situaciones límite, violencia explícita), provocando una rajadura en la moral de aquellos que desconocen la naturaleza lírica y sonora en cuestión.

Pero, a todo esto, ¿son todos los raperos integrantes de pandillas, ladrones y asesinos? La pregunta es retórica. En realidad se trata, y siempre se trató, de otra cosa.

El lema Thug Life, por ejemplo, sello eminente de 2Pac, suele traducirse erróneamente como “vida de matón”, siendo que su sentido auténtico deriva de una especie de insulto o término discriminatorio hacia los afroamericanos, que, a la manera de las mejores luchas, termina integrándose al acervo de resignificaciones culturales del movimiento. En tal sentido, existen los denominados G. Codes (o códigos gánster-códigos de la calle) con sus respectivas variaciones -estos códigos son visiones de mundo-. El Thug Life posee su propio código, y en algunas de sus normas puede leerse: “el daño a los niños y los mayores no será perdonado”, “nada de disparos en las fiestas”, o bien, “nada de venta de drogas en escuelas”.

Hay, sí, un tufo de amplio respeto en sus expectativas de vida para con los gánsteres (no entendamos esta palabra como “asesino a sueldo” sino como representante de la calle, y portador verdadero del HH; a este respecto se les llama “O.G.” u Original Gánster). Este crecimiento, esta onda expansiva, genera formas distintas de entender la cultura puesto que la realidad social, las bases iniciáticas y los objetivos han cambiado, posicionado el rap como una masa crítica que se adecúa a los estándares regionales o nacionales determinados. En el código también se da luz verde al robo de autos, que sí, es un delito, pero se configura, allí -y no aquí- como un modus vivendi, una forma de sobrevivir mientras logra escaparse el G de las formas más infaustas de la marginación.

El ya mencionado KRS-One establece no cuatro sino nueve elementos del HH, entre los que se cuentan el Street lenguage (ciertos modos de habla o regiones lingüísticas de la cultura), el Street entrepreneurialism (o bien: el espíritu de ser tu propio jefe), y por encima de todos está, evidentemente, el Street knowledge o el conocimiento (sabiduría de la actualidad, el rapper como estudioso de lo contemporáneo y de su tradición).

Incluso va más lejos KRS cuando delinea los estados del HH -la doble H, por cierto, supone comprender la primera como el conocimiento y la segunda como la acción; HH, entonces, significa poner en acción un conocimiento específico, vital-. Nos dice, por ejemplo, que el “Hiphop” es un estado de conciencia colectiva, un aura metafísica a la que debemos devoción; del otro lado está el “Hip-Hop” o lo que concierne a las acciones donde se manifiesta la cultura de manera tangible.

Existen otras categorías, como el Celebrity (lo más bajo y deleznable en esta escala), es decir, aquellos agentes que usan el HH para explotar sus raíces y conseguir fama, dinero y poder. Así que, claro, hay una tercera lección: el HH posee estados de la materia (o del espíritu), y su aparente criminalidad no es tan simple como parece. Cómodos, frente a una computadora, denunciamos sus características sin interesarnos por su directriz.

En este momento, mientras nos acercamos al sonido y el carácter del rap, más de 55 mil personas reproducen “lofi hip hop radio - beats to relax/study to”, esa transmisión que pervive desde hace unos años en YouTube. Esa percusión (boom-bap) característica del rap, con sus líneas de bajo y sus samples, se enmarcan bajo una estética “Lo-Fi” o de baja fidelidad. En buena medida, según lo hemos repasado, quienes escuchan esta música de alguna forma rozan una capa superficial del rap, aunque no precisamente de la cultura. Es curioso: en este formato, el carácter del rap se traslada a estados básicos y ampliamente sensitivos que no buscan representar el movimiento, sino servir como estaciones para el chill. El sonido estruendoso, violento, termina en esta puerta digital en su versión más digerible. Que a nadie sorprenda que los escuchas de esta “radio” lleguen, en su momento y guiados por el interés auténtico, a productores como J Dilla, Nujabes o el vivísimo Cookin Soul.

El rap, entonces, tiene un terreno que es útil para aquellos que no están precisamente apegados a la sustancia del HH. Como aquél uso, tan certero y reciente, del tema de N.W.A. Fuck the police. Y esto nos recuerda otra cosa: en la cultura vale la pena indignarse por cosas reales, por cosas de verdad, y no hacerlo por disputas en redes sociales, por discusiones vacías cuyo argumento principal es la descalificación y la ignorancia. Keep it real, que no hay de otra.

Quizá, y digo quizá en serio, la forma más útil para ampliar la cultura, e incluso practicarla, es generar espacios: ¿cuántos centros de cultura ven al HH como una manifestación válida y no caricaturesca? Siendo que el elemento rap está en auge y masificación -mediante todas estas expresiones evidentes del entretenimiento-, y sus capas más propias y conscientes van diluyéndose conforme lo masivo gana terreno. Pero no debe esto ser motivo de escándalo, sino campo minado de posibilidades para su correcta expansión. No es raro, pues, ver a los autodenominados “reales” (en el Metal, por cierto, los presuntamente auténticos reciben el estatus de true) en batalla constante contra la masificación; no me atrevería a decir que es esto una forma del egoísmo, sino de la conservación, pero, en verdad, mal entendida. ¿Qué haces tú para que esto se solucione? No basta con negar con la cabeza lo que es ya una certeza: el rap está de moda, y en el peor de los casos: el rap está a la moda.

Las bases del movimiento nos señalan que el objetivo, en sí, no es hacer de la calle un templo de sacralidad sino hacer de ella un espacio habitable y seguro, esto gracias a la autoridad propia de las “voces del barrio”. No se trata de llamar a la policía, se trata de no requerir de sus servicios tan oscuros, opacos. Incluso en esos códigos establecidos, como en los orígenes de la cultura, el objetivo trascendental es generar un espacio donde la consciencia y la empatía para con el otro alivien la necesidad de guerra.

Existen ya raperos billonarios, existen ya enormes listas o tops donde se leen nombres de diversos rappers autorizados y otros denostados. Están ahí, conviviendo, los límites del underground y la necesidad de salir de la pobreza (vencerla es un objetivo, pero no olvidarla) junto con las sumas millonarias y el despilfarre, el rap más puro con el trap. La mayoría del tiempo esto se descubre por fanáticos (digo se descubre porque son quienes sienten sorpresa), y estos se cuestionan su papel dentro de una mal comprendida masa religiosa, que no es religiosa sino espiritual en el mejor de los casos.

Basta, pues, con abrir las puertas y, aunque suene extraño para algunos, educar a quienes buscan esta educación. El rap es una disciplina de estudio, y no lo digo avalando los estudios antropológicos, muchas veces llenos de superficialidad, sino al propio HH y rap como forma de estudio. Más que música, más que sonido: visión del mundo. Los dogmas tienen que morir, en tanto que ahora mismo es posible encontrar a los escuchas recientes de rap despotricando contra su némesis: el trap, ese “género urbano” que lidera las listas, mismo que ni es nuevo ni es precisamente “urbano”, porque la etiqueta “música urbana” por sí misma nació de una tarea de simplificación, y eso nunca acaba bien. Lo nuevo no mata lo viejo, y lo fake no opaca lo real. 

No quiero decir, con todo esto, que sé lo que es el rap game y sus extremidades, sino que externo mi intención de compartir un retazo de experiencia. No sé si el rap salva vidas, pero sí sé que las ordena. Hay cientos de libros y documentales, miles de discos y materiales que dan cuenta de la evolución de la experiencia estética. Si quien lee esto se interesa, no demorará demasiado en adquirir alguna vía de conocimiento del HH, aunque sea la más elemental (y nunca mejor usado este vocablo).

Si el rap es conocimiento, si el HH es capaz de alcanzar gamas espirituales, hablar de él sin respeto y a la ligera sólo provoca malentendidos. Es necesario cargar con uno mismo, hacerse responsable de la práctica para poder ejercer esta conciencia colectiva, o en palabras KRS-One, tras develar el valor de Bruce Lee para la cultura: “un artista marcial tiene que asumir la responsabilidad de sí mismo y de aceptar las consecuencias de su propio hacer”, y remata: “Mi grupo no tomaba el micrófono, o hacía breakin, o eran DJ primero, sino que estábamos más preocupados por las verdades ocultas, el logro de la libertad y la injusticia, por cualquier medio necesario”. Una última lección: necesitamos establecer nuestras prioridades si pretendemos cumplirnos.

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JG