Cultura

Jesús Peraza: El artista revolucionario (1955-2022)

Jesús Peraza fue un revolucionario en el más amplio sentido de la palabra, vivió y participó de la transformación social, y también la dejó plasmada en sus obras, que se encuentran ya en el camino a la eternidad.
El artista Jesús Peraza falleció el pasado 30 de septiembre a los 66 años / Especial

Desde muy joven, Jesús Peraza participó en diferentes movimientos sociales, fue líder por naturaleza e impenitente organizador de distintos grupos y partidos políticos. Radical en su esencia, no cejó en criticar los malos actos de gobierno y de trabajar siempre en favor del pueblo, lo que en los últimos años lo distanció de las prácticas del régimen. Sin embargo, nunca perdió contacto con sus amigos de partido, con artesanos y trabajadores de distintas comunidades, con los que a menudo laboró mano con mano. Lo sé porque lo viví desde que éramos niños y, después, ya adultos, como escultores en prácticas. Compartimos talleres, trabajamos muchas horas y conversamos sobre infinidad de temas y, aunque no siempre coincidimos, jamás dejamos de respetar nuestras diferencias.

Noticia destacada

UNICORNIO: La alternativa al Método Stanislavski

Noticia destacada

Reconocen 50 años de trayectoria del trovador yucateco Alfredo Bolio

Él se reconocía como “trotskista”, se formó en el Grupo Comunista Internacional (GCI) que posteriormente se convertiría en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). Sus vivencias tanto en el mundo rural como en el urbano le permitieron acceder a las más diversas expresiones de la cultura nacional e internacional. Seguramente, al ser heredero de la tradición escultórica de su padre, Andrés Peraza (1922-1998), supo combinar su talento estético con su experiencia político-social. A esta mezcla, que lo comprometía tanto en lo creativo como en lo político, la denominó Arte de Temple Regional, amalgamando lo individual a lo local y lo local a lo universal.

Noticia destacada

Unicornio Por Esto!: Prohibido tirar cadáveres aquí

Demostró ampliamente una manifiesta imposibilidad de callarse, tenía que decirlo todo de todo, de inmediato y con fuerza, con rotundidad en los argumentos. En sus pinturas y esculturas encontramos siempre rastros y huellas de su ideología liberadora. Usaba materiales naturales para las texturas de sus pinturas, arena de playa refinada mezclada con resinas sintéticas, los pigmentos también los fabricaba él mismo, todo ello daba a sus imágenes una fuerza particular. La temática campesina era característica de su figuración, especialmente la de los migrantes conocidos como golondrinos, sus rituales, bailes y costumbres cotidianas, muy a su manera, quedaron plasmadas en cuadros de diferentes formatos que, al día de hoy, y a pesar de él mismo, forman parte de colecciones tanto públicas como privadas.

Mérida, la capital de Yucatán, fue la ciudad que escogió para criar a su familia y desarrollar plenamente sus capacidades artísticas. Durante las tres últimas décadas, una parte destacada de su trabajo se fue hacia la escultura, sobre todo a la talla directa en piedra. Utilizó nuevamente los materiales de la región, en este caso las variedades de caliza características de la península. En Dzityá, colaboró con los talladores oriundos para conjuntamente realizar trabajos con variedades de rocas como la macedonia de tierra adentro o la conchuela de más cerca de la costa, ambas constituidas por restos de coral y otros organismos que vivieron en el fondo del mar antes del impacto del meteorito de Chicxulub hace 65 millones de años. Debemos destacar que son los mismos materiales que utilizaron los antiguos mayas para erigir las pirámides, las estelas y los edificios de sus ciudades y que siguen utilizándose en la construcción y el arte, por lo que hoy en día son un diálogo permanente entre presente y pasado.

A Jesús Peraza le inspiraba mucho el hallazgo de rastros artísticos humanos de tiempos muy pretéritos, como la venus Berejat Ram datada entre 230 mil a 700 mil años antes de nuestra era, mucho antes de lo que se suponía la aparición del Homo Sapiens, cuya venus de Willendorf era el vestigio artístico conocido más antiguo, con apenas unos 35 mil años.

Jesús, amante de la pintura rupestre, sentía que con su trabajo daba continuidad a una línea cultural que se remontaba a la noche de los tiempos, que sus manos representaban esas otras manos anónimas que formaron la base de la creación espiritual humana. Con el claro sentido social de un humanista trataba de desentrañar un origen común de toda cosmogonía humana.

Nos sorprenden sus esculturas con rostros enormes, pies y manos desproporcionados, separados por palos y a veces por hilos, que se despliegan ante nuestros ojos entre el primitivismo más puro y la vanguardia recalcitrante. O los dedos de arcoíris que dibujan la iconografía fantástica de un arte sincero, emotivo, campo abierto a la imaginación y la sensibilidad.

Peraza fue un revolucionario en el más amplio sentido de la palabra, vivió y participó de la transformación social, y también la dejó plasmada en sus obras, que se encuentran ya en el camino a la eternidad. Jesús no hizo escultura para aprender a fabricar esculturas, como diría Jorge Oteiza, hizo escultura para saber de qué se trataba la escultura, y hasta donde puedo entender, lo logró.

La humilde piedra y el gran Peraza

Por: Josu Iturbe

La diferencia entre la belleza de expresión y el poder de la expresión es la función. La primera aspira a complacer los sentidos, la segunda tiene la vitalidad espiritual que es mucho más conmovedora y va más allá de los sentidos.

Henry Moore

En Dzityá los cortadores de piedra lamentan la desaparición de un compañero, un compañero artista que trabajaba codo a codo con ellos, que se ensuciaba las manos, que se cubría de polvo, que perdía oído por el estruendo de la maquinaria que rebana, que rompe, que devasta, que transforma la piedra en objetos de refinado arte decorativo cuyas raíces se hunden en el pasado más remoto, un pasado glorioso y terrible que permea hasta el presente en un continuo devenir de lo que cambia y también de lo que permanece. Jesús Peraza Menéndez, sociólogo, activista, artista, pintor, que dedicó los últimos años de su vida a transformar las piedras comunes, que no lo son tanto en la península de Yucatán, en objetos artísticos de desbordada expresividad, hizo un discreto mutis por el foro el pasado 30 de septiembre. 

Desaparecido en el plano físico quedan para nuestro deleite sus escritos, pinturas y esculturas, pero también sus ideas y sobre todo su talante, su postura ante la vida. Verborreico y apasionado en su comunicación con el mundo tenía el optimismo como bandera, y estaba convencido de que la historia de la humanidad estaba por escribirse, ahí adelante, en el mañana siempre potencialmente mejor; para mi sorpresa todavía confiaba en que la capacidad dialéctica del Homo Sapiens nos sacaría del atolladero. La verdad es que era de poco quejarse, jamás lo oí criticar a la juventud actual, tal vez porque sentía que nunca había dejado de formar parte de ella, todo un chaval de sesenta y pico de años.

Hacer escultura a inicios de la segunda década del siglo XXI es ya de hecho una heroicidad, pero para quienes conocimos y queremos a Jesús Peraza Menéndez sabemos muy bien que él poseía cierta apasionada heroicidad al afrontar las inconsecuencias de la vida común, pues pese a su amplio conocimiento de la historia mantenía la esperanza en la capacidad de cambio de la humanidad, y pese a la comercialización, la banalización absoluta de lo creativo, se empeñaba en hacer un arte significante. Arte bruto, naíf incluso, rústico si se quiere, pero nunca anacrónico, aparentemente simple pero rebosante siempre de significados, de diferentes niveles de lectura.

Sí, nuestro buen Jesús estaba vacunado contra el virus pop que ha fagocitado el mundo de las artes plásticas desde la segunda mitad del siglo XX. Entre los absurdos récords de ventas en las subastas internacionales y los aún más ridículos intentos de virtualizar el objeto artístico, entre la paulatina transformación del artista en empresario y a la vez en showman, con los museos reconvertidos en nuevas iglesias para rituales desacralizados, el arte jamás ha tenido menos influencia sobre la gente. Aunque esté más cerca que nunca de ese público, su efectividad se ha debilitado, su poder transformador se ha minimizado. Al buscar la forma de popularizar el arte, de predigerir la cultura, se ha empezado a alterar su esencia, su potencial revulsivo. Si el arte plástico, como el arte cinematográfico, o el arte musical, o cualquier otro arte, solo busca el éxito numérico, es decir, que guste, que atraiga al mayor número posible de espectadores, ¿qué margen de verdadera creatividad le queda al artista? Cómo en un mundo multicultural y plurinacional les va gustar a todos lo mismo, qué clase de producto puede sintetizar el interés de toda la humanidad sin perder densidad, intensidad, originalidad, capacidad subversiva, sin convertirse en algo mondo, liso, tal vez brillante pero seguro del todo intrascendente, producto de consumo estético, pero nada más. No, no es nuestra contemporaneidad el tiempo ideal para dedicarse al arte, pero aun así Jesús lo hizo no dando crédito al pesimismo aunque este fuera producto de la evidencia; él pensaba que todo seguía estando por hacer, porque somos parte de un ciclo perpetuo, porque la cultura, eso que ponemos en palabras e imágenes para guardarlo porque no lo podemos transmitir mediante la genética, es un continuo en el tiempo, información y conocimiento acumulado durante miles de años e incontables generaciones que como un palimpsesto que escribe sobre lo escrito, nos ofrece la mejor obra del ser humano como especie: su evolución cultural, todo eso que mantiene su sentido pese al tiempo y las modas.

De esa cultura y de ese arte era y es representante fiel Jesús Peraza Menéndez, que aportó su individualidad y su compromiso con los demás, su estética particular y su deseo de agradar, su sabiduría nunca exenta de esperanza, su optimismo a prueba de bombas, su bonhomía de inestimable ser humano, todo ello con sus contradicciones y su dosis de sombras y hasta tinieblas, era y seguirá siendo Jesús. Saludos a quien ya encontró la última verdad, el último velo que caerá ante nuestra mirada.

Empiezo a preparar un pequeño espacio en mi jardín para poner un huerto y de momento solo cosecho rocas, surgen, entre la pálida tierra como pétreos tubérculos, raíces truncadas de un antediluviano fondo marino, costra cárstica que otorga a la península yucateca su particular textura geológica. Piedras al fin que, a menudo, en su silencio dicen más que nosotros con tantas palabras.

Arte orgánico existencial

Por: Mateo Peraza

Papá caminaba sobre las rieles abandonadas en busca de los clavos oxidados que las fijan a la tierra. Caminaba con una vara hacia el frente, como si escalara, y con esa vara tocaba los clavos para ubicar los flojos, sacarlos y luego soldarlos para hacer figuras. Todas fueron figuras femeninas, danzantes. Otras, mujeres en movimiento. Yo lo ayudaba. La sensación de algo metálico, vibrando caliente entre mis manos, me recuerda a él, a su fiereza.

Cuando era niño, papá me hacía juguetes de alambre. Los armaba, como él mismo dijo, de un chingadazo. Modelaba las hebras para crear buzos, marineros, luchadores, monstruos arácnidos con apariencia humanoide, Mujeres guerreras. Caballos.

Acompañaba mis ratos de juego como lo hizo con Natalia, mi sobrina, a quien le pensaba construir una pista para coches. Años atrás me diseñó un teleférico. Papá recibía los juguetes del otro lado del cable, en la planta baja de la casa. Reía y bailaba (un baile característico de mi papá, que, de chico, llegó a desesperarme y por el cual hoy, si existiera una posibilidad, daría lo que sea por bailarlo con él). Era feliz porque las cosas salían bien y funcionaban. Era feliz porque yo era feliz con lo que construía.

Papá pasó por la tinta china, la arena con acuarela, el monoprint; pero en sus últimos años se enfocó en el desarrollo de lo que definió como Temple Regional: piezas creadas desde materias naturales cuya adquisición y descubrimiento eran parte del proceso orgánico de su creación. Hizo barcos con hilo de henequén, velas de palma. Talló piezas con la base meteórica, rocosa, sobre la que caminamos. “El Canek”, un referente maya conduciendo una bicicleta, una pieza que podría formar parte del espacio público de no haber sufrido la desidia de las autoridades, es la punta de lanza de su éxito, del estilo que instauró.

La idea del material efímero aplicado a un resultado trascendente lo apasionaba. Papá creaba con lo simple para apuntar hacia lo profundo. Y no solo eso: el proceso con la piedra, un conocimiento que adquirió con los talladores de Dzytiá, como con Eric Ismael, también tuvo un trasfondo social e ideológico. Quiso que los artesanos vendieran sus piezas como artistas. Y se los dijo en cada jornada. Caguama tras caguama, siempre respirando polvo.

En uno de sus libros más icónicos, Stefan Sweing escribió que “ningún artista es durante las veinticuatro horas de su jornada diaria ininterrumpidamente artista”. Con papá esto no aplicaba: él era artista cuando desarrollaba su rol como abuelo, padre, maestro, amigo o amante. Los hechos cotidianos tenían para él un impacto vital capaz de llevarlo a la cima de una idea, idea, por supuesto, sustentada en la ideología. Porque eso fue  durante su existencia: un artista y un militante. Por encima de todo: un ser humano excepcional que empatizaba, incluso a través de la furia, en cualquier proceso que diera pie a la justicia. Papá luchó por un mundo más justo. Y hoy, lo sabemos, el universo es menos interesante sin él, menos intenso. El artista salvaje nos ha dejado. Tras de sí hay dolor y frustración, pero también aprendizaje y esperanza.

Mi hermana, Andrea, escuchaba a papá por las mañanas. Hablaba con los pájaros, los gatos y los perros, antes de encender las máquinas e iniciar una jornada de 12 horas respirando polvo, sordo por el rugido atronador, acompañado en ocasiones por mi sobrina, una artista en potencia. Por la tarde, escribía largos artículos sobre su desencanto con el sistema. En los últimos años esos textos se volvieron más punzantes y apegados a la formación política y económica de su militancia trotskista. Papá murió creyendo en la revolución permanente. Yo moriré, lo digo con firmeza, compartiendo su manera de pensar. Lo último que firmó, como parte de una retahíla de reflexiones que publicó la última semana de su vida, se titula: “De matemáticas y dialéctica materialista, la “M” de Marx”. 

Tuvimos miles de conversaciones que subían de tono por nuestro  apasionamiento compartido. Durante muchas de ellas criticamos la decadencia de ciertos personajes que, asumiéndose como viejos, abandonaron los principios transformadores que guiaron sus vidas. Papá sostuvo su palabra: nunca dejó de crear, no cedió al poder y, mejor aún, nunca actuó como un viejo decadente. A darle, hijitos. A darle hasta que las manos revienten. A darle hasta que el corazón nos pida lo contrario. A darle aunque caminemos descalzos sobre el fuego. A darle porque de eso se trata la vida, porque la vida es dura. A darle, carajo. A darle.

Papá nació prematuro. Llegó con prisa al mundo, brincando de la oscuridad del cosmos a una sala de monjas donde creyeron que era un aborto. Él, el más ateo y llamado Jesús, respirando por primera vez en las manos de un grupo de monjas. Qué ironía. Si estuviera aquí, soltaría una carcajada estrepitosa, característica.

Y sobre esa línea digo que si la vida no hubiera cerrado el ciclo de su existencia,  si un infarto no nos lo hubiera arrebatado, papá se habría levantando al día siguiente, habría saludado a su nieta, habría ido a la puerta de mi hermana a ofrecerle un licuado o a contar en menos de diez minutos las cien ideas que atravesaban su cabeza esa mañana. Inmerso en un torbellino mental a veces incomprensible, cabalgando el mundo bajo el peso de la pasión, papá nunca se hubiera detenido. Pediría, de hecho, que ninguno de nosotros lo hiciera. Orgánico existencial, su definición de la creación artística significa apostar a la trascendencia desde la constitución simple pero la tecnificación compleja. Observar los elementos del entorno para transformarlos tras el filtro subjetivo. Orgánico existencial significa temple regional, significa la vida de mi padre.

Desde su partida, cada hora, cada segundo, es un momento nuevo sin él. Duele un chingo, pero lo siento aquí conmigo. He aprendido a interpretarlo a través de los hechos cotidianos o como él diría: orgánicos existenciales.

Hace un par de días entré al mar embravecido y frío por un norte. Las oleadas que me azotaban hacia la orilla eran él: un abrazo, un empujón, un espaldarazo. No paren, hijitos, no se detengan, chingado. Hacia adelante, siempre hacia adelante. Aquí estoy con ustedes en la lucha. Hasta la victoria siempre.

Andrea todavía habla con él. Mi papá le indica dónde encontrar libros, cómo manejar las cosas. Yo lo he visto en sueños. Soy un niño que lo acompaña en el asiento de copiloto mientras tarararea un disco de Grand Funk que compramos en Tepito y que escuchábamos hasta el hastío. Viajábamos a las montañas. Era un hombre de grandes alturas.

Ante la muerte todo lo demás se vuelve relativo, poco importante. Lo concreto pierde corporeidad. Los sabores son insulsos. El paisaje es monótono e insuficiente, pero el arte se enaltece bajo el efecto contrario; se vuelve indispensable y en el caso de nuestra familia se establece como una vía de comunicación. Los objetos del panorama natural han adquirido otra lógica para mí. En cada uno de ellos veo a papá, lo imagino construyendo sus obras. ¿Qué hubiera pensado? ¿Cómo los utilizaría? Al observar sus esculturas una mano atraviesa nuestra dimensión para llevarme al pasado y verlo mientras esculpía. Estoy al lado de él, casi no respiro por el polvo de las piedras. ¿Qué te parece esta chingonada?, pregunta Jesús Peraza. Reímos, bebemos café y nos palmeamos las espaldas, nuestro mayor gesto de cariño.

Papá luchó por salir adelante, amó cada ráfaga de felicidad. Era un hombre pequeño y fuerte, iracundo, con dos ojos como llamas que marcaban el instante previo a la transmigración de una idea para volverse un hecho oral. Hablaba mucho y bien, con fundamentos. Frente a los embates de una realidad que insiste en tenernos contra el suelo, en especial a los revoltosos, a los subversivos, mi papá levantó un rostro de tolok supremo. Su resistencia es como la piedra de sus obras: firme, intransigente, pero suave al tacto. Hermosa a la vista, admirable.

Las piezas las talló con macedonia, cantera, roca Ticul y roca Toc. A su vez insertó objetos de origen multitudinario. Sus influencias para estos proyectos fueron, entre muchos otros artistas, Oteiza, Chillida, el biólogo Maturana y su ensayo fundamental: “El árbol del conocimiento”.

Así como con las artes plásticas, las lecturas también son exposiciones, decía papá. Y esta exposición es un fragmento de su vida y de las emociones que pugnan en mí cuando pienso en él. No creía en los  pregoneros del recuerdo póstumo, de lo nunca dicho, de los instantes acabados. En cambio, creía en el arte como elemento de transformación social. Piensen en eso mientras ven sus obras. En conjunto, no pesan más que su ideología. En conjunto, no pesan más que su amor por la vida. Pero son el producto más claro y hermoso de lo que fue.

Tras su muerte se manifestaron los camaradas de su época militante en el PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores). Algunos fueron al velorio y rindieron homenaje en posición marcial y levantaron el puño izquierdo cuando lo despedimos. Otros escribieron en redes sociales o se comunicaron con Andrea, mi hermana, y conmigo.

Una compañera de militancia nos contó que mi papá le dio asilo mientras escapaba de una situación de peligro. En dicha pieza, donde convivieron artistas, troskos y campesinos, mi papá la ayudó a cuidar a su hija, quien dio sus primeros pasos en medio de discusiones políticas encarnizadas.

Un militante del extinto PRT escribió que mi papá se robó una combi por accidente. Había dos estacionadas afuera de un mitin; una de ellas, pulcra y sin calcomanías, era de un compañero burócrata; la otra, oxidada y similar a la que usaría una banda de rock , era la que mi papá debía trasladar. En el interior había pinturas, objetos para botear, panfletos.

Papá manejó un par de kilómetros hasta que notó el error. Miró la limpieza del interior, que había cinturones de seguridad. Cuando regresó todos rieron. El compañero militante también recordó la capacidad de oratoria de papá, así como una conciencia tan firme y afilada que lo hacía partir grandes amistades por diferencias políticas. Me consta que esas relaciones navegaron por otras rutas durante décadas; sin embargo, se reencontraban y reparaban en que dichas diferencias eran, a fin de cuentas, coyunturas del pasado. A veces el conflicto tenía lugar en casa. La disputa terminaba con alguien saliendo intempestivamente mientras mi papá, de pie, insistía en fundamentar sus puntos a gritos.

Se debe valorar a mi papá como lo que es: uno de los artistas plásticos más importantes en la historia cultural del Estado y del país. Le cerraron puertas que él abrió a patadas junto con mi hermana Andrea. Por mi parte, basta con que vean sus piezas y entiendan que su lenguaje, su estética, trascienden cualquier superficialidad. Su discurso va directo hacia el cosmos desde donde nos mira.

Síguenos en Google News y recibe la mejor información

AA