Luciernagas
somos ese quimérico museo de formas inconstantes,
ese montón de espejos rotos.
Jorge Luis Borges
Te levantas de tu hamaca y ves por la ventana cómo las luciérnagas vierten su luz. La noche hace que regresen a ti los recuerdos de tu infancia. Parpadea una luz. Parpadea otra. Miles de luciérnagas te acompañan.
Recuerdo que cuando cumplí catorce años no tuve pastel ni regalos ni dulces. Ese día, mamá recibió una llamada que hizo que brotaran lágrimas de sus ojos. Ella me miró y tomándome de la mano, me dijo: “Tu abuela no podrá venir hoy. No se encuentra bien”. Su voz se quebró, luego vino el silencio directo y transparente.
Yo no sabía nada hasta que ya estaba por acabarse la semana y mi abuela no recordaba dónde ponía sus cosas. Nunca olvidaré que una tarde se acercó a mí y me dijo quedito, al oído, “hija, no encuentro mi anillo de bodas. Ayúdame a buscarlo”. Jamás la había visto tan triste. Tardé varios días en hallarlo, se encontraba dentro de una crema para manos encima de su tocador.
Miras cómo siguen brillando. Siguen de pie. Siguen vivas. Te preguntas si tú podrás permanecer igual que ellas, pero sabes que la noche no es eterna.
Ya había terminado el mes y mi abuela en ocasiones recordaba a mi mamá, otras veces veía en mí a su hija. Cuando sucedía esto, su pasado se deslizaba por sus mejillas mientras decía: “Hoy no podré ir a verte al festival, mi niña. Mamá tendrá que quedarse a vender merengues”.
Te sientes atraída por sus destellos. Deseas poder tocarlas pero tienes miedo de que se vuelvan polvo. No quieres que desaparezca lo único que te pertenece, lo único que te hace sentir viva.
Ya había terminado el año y mi abuela me contaba una y otra vez sobre el día en el que su padre se olvidó de todo. Ella tenía diez años. Le gustaba perseguir grillos, saltar junto con ellos y mirar cómo desaparecían entre la hierba y las flores, hasta que una tarde, al igual que los grillos, su padre se adentró al monte junto con su machete y no regresó. Lo encontraron al día siguiente, sentado a la orilla de la carretera sin saber su nombre.
Observas cómo se posan en el pasto. Te maravilla ver que sus cuerpecitos guardan una parte de tu existencia. Te maravilla saber que solo ellas pueden ofrecerte una luz ante la falta de tu propia luz.
Recuerdo que una mañana le mostré a mi abuela una fotografía en la que ambas aparecíamos con los pies sumergidos en un cenote. Ella me respondió: “Esa no soy yo. Esta no es mi casa. ¿A dónde me trajiste? Quiero ver a mi mamá”. Su rostro palideció y me miró como si fuera una extraña. Se alejó de mí y luego se escondió debajo de la mesa de la cocina.
Te sientes triste cada vez que las ves volar. Para las luciérnagas el tiempo no significa nada, pero para ti lo es todo. Suspiras y se desprende de tu boca el vaho de la edad.
A los veinte años entré por primera vez a un cementerio. Me acuerdo de la lluvia, de las lágrimas, de los rezos, del lamento de mis padres, de la tierra húmeda y de las flores. Me recuerdo a mí misma de pie, con los ojos fijos, mirando el grabado de la lápida y deseando que todo fuera una pesadilla. No me sentía preparada para despedirme de su sonrisa, de sus ojos grandes y cansados por la vejez, de su olor a lavanda cada vez que me abrazaba. En el fondo quería que mi abuela se moviera, empujara la tapa del ataúd, sostuviera mi mano y me dijera: “Inés, mi pequeña, mañana iremos a comprar tu dulce favorito, pero no le digas a tu mamá. Este será nuestro secreto”. Pero pasaron las horas y nunca más la volví a ver.
Te encuentras cerca pero a la vez tan lejos de ellas. Sientes envidia de que vivan en el presente, en el hoy, sin temor a perder su rumbo. Tú, por el contrario, escribes en una libreta cualquier cosa que te remita al pasado. No puedes evitar hacerlo. Algo dentro de ti se escapa hacia la nada cada momento y es esa la única manera en la que puedes regresarlo.
A los veinte y cinco años dejé de pensar en mi familia. Me fui de casa con un poco de dinero y muchas ilusiones. Creí que podría ser feliz… Pensé que rentaría un hermoso departamento, con muebles, cuadros y repisas, y que tendría tiempo de caminar por las calles, de ver los árboles y de escuchar el sonido de las calandrias. Pero las cosas no resultaron como imaginé. Me levantaba a las seis de la mañana, casi siempre con insomnio. A las ocho le preparaba café a mi jefe. A las nueve, escribía entre un montón de papeles. Entre las diez y once, tenía que escuchar sobre dinero, facturas y más trabajo. A las dos, volvía a mi departamento y me tiraba encima del sofá. A las tres, hacía sopa instantánea. A las cuatro, deseando olvidar el cansancio y el tedio, agarraba el frasco de aspirinas. Más tarde, descubrí que las pastillas tienen el mismo sabor que la amargura. Y yo, de manera errada, terminé por tragarlas. No las escupí ni las vomité. Ojalá lo hubiera hecho. Escogí la opción más fácil pero también la más dolorosa. Me despedí de mis padres y de las visitas regulares y le di la bienvenida a ese círculo interminable de lo cotidiano.
Piensas en las cincuenta lunas y noches que están guardadas en tu memoria. Piensas en cómo se han ido desvaneciendo a lo largo de los años al igual que tu cuerpo. Sólo que no lo dices, lo callas. Quizás porque de esa manera puedes imaginarte igual que antes; antes de que el tiempo te fuera carcomiendo lentamente, sin tregua.
Cuando cumplí treinta años recibí una llamada. La misma que mi mamá recibió años atrás. La misma que me hizo pensar que vivir es levantarse cada mañana sin tener certeza de nada. Puse el altavoz de mi celular y una voz ronca, mezclada de melancolía, se extendió por toda mi habitación. El minutero del reloj se hizo cada vez más agobiante y yo permanecí con la vista baja, sintiendo cómo las palabras se diluían en mi oído. Antes de que finalizara la llamada, papá paró de hablar de golpe, luego vino un minuto de silencio hasta que decidió decirme: “Lo siento, hija. Tu mamá me dijo que no dijera nada, que sólo era algo pasajero. Pensamos que todo se resolvería con el tiempo, pero ahora ya ni siquiera sabe quién soy yo. Tengo que colgar. No puedo dejarla sola”. Y yo sólo pude contestar, conteniendo mis lágrimas: “No te disculpes. Iré a verlos”. En ese entonces era demasiado ingenua, ignoraba todo lo que sucedía a mi alrededor. No me daba cuenta de nada. No miraba nunca al cielo y el verde para mí no existía, me la pasaba viendo, inclinada, el asfalto y escribiendo letras y números en una computadora. Ya ni siquiera recordaba cuándo había sido la última vez que fui a visitarlos.
Piensas que si tu familia no tuviera esa maldición, quizás tú podrías vivir y sentir sin miedo a olvidar. Ir y regresar, de un lado a otro, sin temor a que tus recuerdos se queden tirados a lo largo del camino. Pero lo cierto es que te sientes incompleta, como una luciérnaga con un ala rota y con el brillo a punto de apagarse. Sabes que no queda mucho tiempo para que se desmorone la noche y se levante el amanecer. Cada segundo lleva consigo incertidumbre. Cada minuto avanza sin detenerse. Cada hora se despide de ti.
Hoy es sábado y he vivido décadas sin poder superar la ausencia de mi abuela. Hoy tengo la misma edad que mi mamá tenía cuando se enfrentó a aquella maldición, sólo que ya nadie podrá ser testigo de ello. Desde hace años, decidí ser la última en caminar sobre este delicado vidrio que la gente llama vida.
Contemplas el espectáculo luminoso que tienes ante ti y te das cuenta de que la noche tiene sueño. Las luciérnagas lo saben y se van hacia algún lugar que no puedes alcanzar. Se despiden de ti, sus luces se van extinguiendo poco a poco, y tú cierras la ventana mientras escribes una y otra vez.
Estas son mis memorias.
Sólo son mías, mías, mías.
No quiero descubrir en mí esa maldición.
No quiero ver desde los ojos de los otros mis recuerdos.
No quiero escuchar desde la boca de los otros mis anécdotas.
Caracola
El mar se esconde en la ventana de la estancia. Sólo que pocos se asoman.
Tienen miedo de que el sonido del agua corte de tajo la cotidianidad.
A nosotras nunca nos importó.
Porque sabíamos que un paso afuera de la casa significaba volverse parte de la playa. Aceptar que las piernas desnudas se convierten en granos de arena y que el sol traza con su luz sombras de nuestro cuerpo.
I
Todavía recuerdo cuando nos sentábamos debajo de las palmeras para comer pescado frito y beber agua de coco.
Nunca faltaban tus historias sobre los animales marinos ni tampoco sobre el Dios que creó al hombre a su imagen y semejanza.
Cuando te preguntaba cómo era ese dios primigenio, sólo sonreías.
La respuesta siempre fue el silencio.
Pero ahora que te veo de nuevo, abuela, estoy segura de que es parecido al mar.
II
En las noches, te levantabas de tu hamaca para salir a caminar y yo sólo seguía las huellas de tus pies descalzos.
Siempre te encontraba en el mismo lugar,
en la misma roca,
junto a las lapas.
Me acuerdo de tus conversaciones con el océano.
Tus palabras flotaban sobre el agua.
Aquí estoy
La brisa traía de vuelta murmullos,
Ella no, sólo yo
respuestas.
Dame un poco más de tiempo.
Lo prometo.
Algún día estaré…
Pero yo nunca las pude terminar de escuchar. Me dormía en tus brazos.
III
Estuvimos juntas seis años hasta que una tarde dos extraños, quienes decían llamarse papá y mamá, irrumpieron en nuestra vida. Al verlos, supe cómo eran los rostros de quienes, durante mucho tiempo, sólo había visto en fotografías e hice garabatos con una ramita de madera en la orilla.
Nunca podré olvidar cuando te dijeron que ya no era necesario que me cuidaras, que habían conseguido un trabajo y una casa fija en la ciudad. Me escondí detrás del desayunador de mármol de la cocina y recé,
inútilmente,
para que no me llevaran lejos
de nuestro santuario azul.
IV
Nuestro adiós se selló con una caracola. Cada vez que la pegaba a mi oreja, te sentía cerca, como si nunca me hubiera ido de tu lado.
V
Pasó el tiempo y la ciudad vertió en mí su niebla de cansancio y trabajo. Dejé de visitarte y lo único que nos mantenía unidas eran nuestras pláticas por teléfono.
Cuando cumplí veinte años me llamaste. Sólo que ese día tu voz clara de mar se había vuelto temblorosa y melancólica. Me explicaste que no podías dormir en las noches. Soñabas que te convertías en una caracola de mar. Que tu cuerpo dejaba de ser tu cuerpo. Que tu espalda se alargó y dio vueltas en espiral. Que tus huesos se curvaron pero no sentiste dolor. Todo tu ser había cedido a esa extraña metamorfosis y tenías miedo de que no nos volvieramos a ver.
Me duele pensar en que no te creí ni tampoco mis padres cuando les conté todo. Qué ingenua fui al creer que los sueños son sólo eso. Pero ahora sé que no podemos evitar que se desborden y floten hacia la superficie.
VI
Luego de esa llamada ya no hubo otra más. Nos preocupó tu ausencia repentina y viajamos hasta la costa. Mis padres te buscaron en cada rincón de la casa, le preguntaron a vecinos y pobladores sobre ti. La policía hizo averiguaciones pero no logró hallarte, así que cerraron el caso alegando a un posible ahogamiento dentro del océano a causa de la frágilidad de tu cordura. Pero nada de eso era cierto.
Yo sí te reconocí.
Siempre estás aquí,
reposando en esta orilla junto a las conchas.
Durmiendo en una espiral de sueños.
VII
Veo cómo las gaviotas vuelan con sus alas de tristeza y la luz de la mañana se posa en el regazo del mar.
Dentro de ese azul, todo vive y todo muere.
Hace visibles los recuerdos.
Se mueven como peces.
Intento atraparlos pero se van a algún lugar que no puedo alcanzar.
Meto mi mano en el bolsillo de mi pantalón y saco una carta.
La sumerjo en el océano y la suelto, esperando a que te transmita lo que no te pude decir.
Doy vuelta y me acerco a ti.
Cierro los ojos.
Imagino que las olas regresan las palabras.
Llegan en forma de espuma, se convierten en viento y luego se filtran dentro de tu cuerpo de caracola. Acerco mi oído y te escucho.
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