Ciudad Boutique: El encuentro con nuestra realidad
Erica Millet Corona
Hace no mucho tiempo, tres meses quizá, en uno de mis recorridos cotidianos por las redes sociales, encontré la foto de un joven escritor quien orgulloso, sostenía un ejemplar de un libro titulado Ciudad Boutique. Me llamó la atención el nombre, la ilustración de la portada realizada por Mel Mena y la fotografía lograda con buen gusto.
No tenía el gusto de conocerlo personalmente, pero la publicación cumplió con el propósito de despertar mi curiosidad como lectora. Además, soy una firme creyente de que como escritores debemos apoyar a otros escritores locales adquiriendo su obra, prestando lectura.
A través del Facebook me puse en contacto con el autor, quien amablemente me informó que si quería el libro podía adquirirlo a través de Amazon. En ese momento hice mi pedido y en pocos días, ya tenía Ciudad Boutique en mis manos. La noche que comencé a leerlo, me deparaba todavía una sorpresa más: uno de los personajes lleva el nombre de una de mis hijas.
A ella le pregunté si conocía al autor y ante su negativa, decidí volver al Facebook para pedirle que me contara las razones que le habían llevado a elegir el nombre para el personaje, por pura curiosidad; me dijo que había sido al azar. Piensa que escuchó a su abuela mencionar el nombre alguna vez y le pareció adecuado para el personaje.
Platicamos y después de comentar lo peculiar de la situación, nos despedimos. Semanas después, Mario tuvo la gentileza de invitarme a hacer comentarios, junto con mi respetada amiga Teté Mézquita, sobre Ciudad Boutique en la presentación que se llevó a cabo en el Centro Cultural José Martí el pasado 27 de enero. Mario Galván se abre de capa en la primera página del libro.
Desde la bienvenida. A partir de la primera línea, su lenguaje, las imágenes literarias y los personajes no darán tregua al lector que se aventure a recorrer lo que él llama el trayecto “psico-geográfico” por Ciudad Boutique. Bajo el manto de sofisticación que ofrece el nombre de este lugar, conviven la sátira y la ironía que bombardean constantemente imágenes y situaciones que, a través de la fi cción, nos encaran con la realidad.
Uno no puede evitar preguntarse: ¿Estoy entendiendo lo que realmente creo que estoy entendiendo? Al enfrentarnos a sus letras, Mario nos confronta con nosotros mismos. Con nuestros vicios, con nuestras violencias, con nuestro pasado y con las mentiras que tenemos que escuchar todos los días para justificar los esfuerzos por seguirnos vendiendo como ciudad, al mejor postor. No hay quien logre escapar. Todos tenemos un lugar en estas páginas en las que somos villanos, sobrevivientes, entes mimetizados con el entorno o, en el peor de los casos, testigos tibios y complacientes de los vicios y las desigualdades con las que convivimos a diario.
La gentrificación, la folclorización de nuestras costumbres en la ciudad que habitamos los meridanos en la actualidad sirven de elementos para la propuesta distópica de una ciudad en decadencia. Nuestro día a día se convierte en anécdota y el “desarrollo” se vuelve una mueca, un intento; un conjunto de pretensiones estériles que no llevan a ningún lado, pero que sí acarrean situaciones delicadas de transitar.
La prosa de Mario es ligera, es fresca; brutal contraste con el subtexto de sus historias. En disconformidad con los retratos cotidianos de distintas realidades vamos recibiendo pistas para descifrar la realidad a través de elementos que nos provocan un agobio constante: el calor, el ruido, el asfalto. Lo cotidiano convive de la forma más natural con lo absurdo y de la mano de sus personajes (el policía, la niña privilegiada de escuela particular, el edecán en el teatro); nos damos cuenta de que los hemos visto ayer, esta mañana quizá, sin reparar en ellos y, sin embargo, su existencia cobra relevancia ante la mirada de Mario, en el desarrollo de los textos que nos mantienen prendidos al argumento preguntando ¿hacia dónde va esta historia?, cuyo final no es fácil de vaticinar.
Un teatro cerrado, la fachada de un hotel, la glorieta de una escuela, la sala vacía de un museo. Con la lectura, Mario me llevó a lugares en los que yo había estado antes y en los que pude encontrar incluso a mi propia hija, sin nunca haber realmente estado en Ciudad Boutique, sin entenderla como la entiendo ahora, después de haberme sumergido en sus páginas. José Emilio Pacheco nos dice: “no leemos a otros, nos leemos en ellos”.
En las letras de Mario Galván nos encontramos, le damos lectura a los problemas que aquejan el lugar en el que vivimos y, por lo tanto, nos agobian a nosotros como sociedad. Sin la intención de darnos una lección, sin afán moralizante, somos encarados con la ciudad que habitamos y estas imágenes dejan sin duda un gran espacio para la reflexión.
NOBLEZA OBLIGA
Mario Galván Reyes
En Ciudad Boutique, ¡los sueños de una casa propia se vuelven realidad!
Si no, pregúntenle a Brenda, una chica encargada de los aparadores de Obligué, la tienda de ropa más exclusiva de Ciudad Boutique, quien con sumo empeño vestía y desvestía a los maniquíes que portaban las prendas de temporada.
Obligué se encontraba en la plaza comercial más importante y bonita, ambientada por fuera con un montón de palmeras altísimas que alcanzaban los siete metros, fuentes de piedra de cantera y manantiales de agua de cenote, toda aclimatada por dentro con aire acondicionado para resistir los embates del permanente calor butiqueño. La ropa de su colección se maquilaba a lo fast fashion en algún país asiático, con mano de obra barata, pero esos pormenores eran ignorados (por no decir desconocidos) por los empleados de la tienda.
Gracias a ello se vendía por montones y la gente de la plebe se peleaba por adquirir las prendas, sobre todo en las rebajas, cuando aparecía la oportunidad de vestirse como una persona de alcurnia. Sin duda era un trabajo excitante para Brenda, pues siempre tenía algo qué hacer. Era también su momento para codearse con la gente pudiente, observarles, saber algunos datos vagos sobre su vida, e incluso, conversar sobre algunas trivialidades que le hacían sentir iguales, y que su aspiración era posible. Sin embargo, no estaban al mismo nivel. Formaban parte de distintas realidades: al término de la jornada laboral, el desencanto aparecía, pues Brenda debía abordar dos autobuses para atravesar la ciudad y llegar al barrio antiguo donde estaba la casa de sus padres.
Durante la cena en el comedor de siempre, delante del vitrolero con la vajilla familiar antigua, sus padres le recriminaban constantemente que hubiera abandonado los estudios universitarios. Ella respondía que no servían para nada, mientras jugueteaba su plato sin comerlo.
Brenda era flaquísima, para caber debajo de esa segunda piel que era su uniforme negro de trabajo. Su papá chasqueaba con la boca y la contrariaba diciendo que si quería dedicarse a las ventas montase algún negocio, pues en sus tiempos, estas se hacían casa por casa.
Sin embargo, no eran las ventas lo que le fascinaba a Brenda. A pesar de los malos tratos, aguantaba vara porque lo que de verdad le gustaba (hasta entonces) era el estilo de vida de un encargado de piso de tienda departamental, acostumbrado a la música lounge, la iluminación ambiental, el olor de la ropa cara y la aparición de nuevas tendencias en la industria de la moda. Meses después de una noche de juerga con sus compañeros de trabajo (un peligroso desfogue: criticar con rabia al gerente y despotricar contra la violencia estructural que recibían desde arriba), Brenda se embarazó de un hombre irresponsable. Conforme su panza creció y no pudo ocultarla fue inmediatamente echada de la tienda. O por lo menos, conspiraron lo suficiente en contra suya para que voluntariamente renunciara.
Sus papás no quisieron ayudarle. Es más, fue su mamá quien quiso reprenderla de la manera más severa, dándole un ultimátum para salir de casa. Se sintió abrumada Brenda, pero salió con dignidad de casa de sus padres. Agarró todo lo que cupo en su mochila y partió. Siempre le había chocado vivir en un barrio antiguo y portar un apellido maya. Sus papás habían migrado de un municipio del interior del Estado a Ciudad Boutique en busca de un mejor estatus social. Al salir de la oficina de recursos humanos con su cheque de indemnización, Brenda sintió tristeza y un creciente rencor por todo el cariño y el tiempo que le había brindado a la empresa. Pensó que por los cinco años trabajados desde sus dieciocho conseguiría alguna promoción, pero no generó antigüedad ni cotizó lo sufi ciente para hacerse de un crédito de vivienda.
Curiosamente, las expectativas de los chicos de su generación eran permanecer en casa de sus padres, pues esto los eximía de pagar luz, cable y agua. Jubilarse era una opción remota e invertir en una afore era otra posibilidad, pero a muy largo plazo, y además no era disciplinada para ahorrar. Rumbo a la salida, se sintió muy triste mientras caminaba entre todo aquello que representaba su propia identidad.
Observó los ademanes solemnes, perfectos y altivos de los maniquíes. Su perfi l patricio, el mentón cuadrado, los labios pequeños y el cuello bien trabajado. Más de una vez había fantaseado con portar esas prendas y con ser modelo, pero su corta estatura se lo había negado. Desde el umbral del acceso para empleados se veían a unos maniquíes que permanecían arrinconados y desvestidos, descontinuados por pertenecer al canon de belleza de la década pasada: musculosos y tonifi cados, de espaldas anchas, y no largos y espigados, casi andróginos.
Al verlos ahí, Brenda sintió pena e impotencia. No tenía ya nada qué perder, así que, en un arrebato de venganza, tomó consigo uno de los maniquíes masculinos (sorprendentemente ligeros) y salió huyendo de la tienda. Una mínima pérdida para la empresa. Para cobrar el cheque fue víctima de varias miradas lascivas, que la tomaban por fetichista. Después de ello, Brenda se lanzó por una esperanza: una casa pequeña, o un departamento.
Pedir asilo a un compañero no era opción, pues todos ya eran roomies o compartían la casa con sus padres. Además, desde el embarazo, la gran mayoría de ellos le habían dejado de hablar por aceptar tener al bebé y no tomar el consejo de abortar prematuramente con pastillas de Misoprostol. —Qué poco progre, vas a traer a ese niño a sufrir —sentenciaron. Con la seguridad del dinero en mano, su caminata la llevó hacia los nuevos fraccionamientos en las afueras de Ciudad Boutique. Ahí seguramente habrían mejores probabilidades.
El problema es que estaba súper lejos. Eran las tres y media de la tarde. Al bajar del autobús, con la mochila al hombro y el maniquí en su costado, lo primero que sintió fue la aridez de ese sitio: casi no había árboles, la sombra era delgada y los rayos del sol la cegaban tras rebotar en el pavimento y en el blanco uniforme de las casas. Todas las casas eran de molde, con la misma fachada, y se parecían en exacto color y proporción.
“Esto está en pañales”, pensó. Además, una corriente de aire trajo hacia ella un pestilente olor de la fábrica de cochinos que yacía a las afueras del fraccionamiento y pensó que era el colmo. El maniquí era pesado y se sintió cansada, por lo que, sin escrúpulos, le quitó brazos, piernas, y hasta la cabeza. Solo se quedó con el torso y con la nostalgia de regresar a casa,ante esa pérdida obstinada de glamour. En una sola tarde recorrió dos veces la misma trayectoria. No había ninguna casa anunciada en renta, y a causa de la similitud de las mismas, no se percató de ello. Sin embargo, un detalle en una de ellas llamó su atención. La reja de la entrada estaba cubierta por las ramas desordenadas de algo que parecía un arbusto, y no solo ello, al fondo se extendían plantas enredaderas que trepaban por los muros, ocultando parcialmente la pintura roja asoleada de la fachada. Brenda observó a detalle y refl exionó “Una casa tan nueva y tan descuidada… debe estar abandonada”.
Su presencia levantó la sospecha de algunos vecinos, quienes ya asomaban por las ventanas preguntándose quién era ella. “¿Qué carajos hago aquí? Mejor me largo”, pensó. “Pagar una noche de motel con wi-fi es mucho mejor que estar de vagabunda”. De pronto, una frase le llegó al oído, como un susurro al viento —Noblesse oblige... La cercanía del sonido la había espantado. Volteó a ambos lados y no reconoció la fuente de semejante susurro.
Nuevamente, le llegó el eco de esa voz masculina, casi como salida de un fashion fi lm de un perfume Prada, que resonaba desde algún aparato cercano a ella. Pronto encendió su celular y corroboró que estaba en modo silencioso. Quizás deliraba por el calor y el hambre. Suena descabellado pensar que dicha voz surgiera del torso del maniquí, pero así fue. Hubiera tenido que desarmar el torso para adivinar de donde venía esa voz ronca y profunda, pero cuando Brenda se decidía a abandonar el lugar, la voz surgía de nuevo, imponente.
Esa voz seductora, quizás por una especie de hipnosis de las frecuencias graves, la impulsó a abrir el cerrojo, que cedió fácilmente, y luego a entrar al predio, como quien merece hacerlo. Ni siquiera tuvo que forzar la entrada. La cerradura no tenía seguro. Entró y trató de encender la luz, pero no funcionó. La casa por dentro no estaba amueblada. Solo se escuchaba el eco, y la reverberación de sus palabras eran lo único que habitaba la casa. No estaba sucia, ni nada, por lo que, agotada, Brenda se quedó dormida en el suelo, abrazando el torso del maniquí.
Al día siguiente, medio extrañada, se asomó temerosa por la ventana. No se veía nadie. Salió y compró algo en la tiendita de la esquina. Comió y se sintió mejor. Pensó que le devolvería algo a ese refugio que le permitió pasar la noche y limpió la maleza de la entrada. Unos recibos de luz y agua pendientes aparecieron. El pago era mínimo. Hizo cálculos y podría pagarlo con su liquidación, al ahorrarse la renta y el contrato de una nueva casa. —Noblesse oblige —susurró el maniquí. Ahora comenzaba a entender. La vecina, una señora ama de casa y madre de familia acechó a averiguar. Brenda memorizó el nombre del propietario en los recibos y dijo con convicción: —Sí, Róger es mi tío.
La vecina no mostró sospecha alguna, e incluso se mostró contenta. —Qué bueno, ya nos preocupaba que fueran a robarla. La prueba de fuego había pasado. Motivada por ello, Brenda pasó la tarde maquinando un plan. Se arriesgaría a cambiar candados y cerraduras, e hizo la inversión con un cerrajero discreto que le recomendó una amiga suya. Ya con las llaves, pagó los recibos. No era tanto dinero, por lo que tuvo luz y agua, aunque tuvo que conformarse con comer poco.
Por las siguientes noches durmió en alerta. Su única compañía era el maniquí, que le brindaba la sensación de protección que solo un hombre creía podía darle. Lo ponía en la ventana, detrás de la cortina, confi ando en que su silueta creara la ilusión de un guardián protector. Al principio, éste era el único objeto que decoraba o poblaba el espacio. —¿Y ese maniquí? —preguntó la vecina en una de sus andanzas.
Sus oídos acariciaron nuevamente un Noblesse oblige. —Es para mis prácticas de corte y confección —respondió con seguridad. Y miren cómo, oportunamente, la vecina le encargó el remiendo de unas prendas. Para no verse mal, Brenda tuvo que invertir en hilo y agujas. Fue lo último que pudo gastar porque se quedó sin dinero, pero soportó el hambre y trabajó rápidamente para recuperar su inversión. Gracias a esa entrega se ganó la confi anza de la vecina, quien incluso le sugirió que pusiera un letrero, ya que podría trabajar para los vecinos.
Y así lo hizo, aunque fuera de simple cartulina… La misma vecina, con su facilidad de palabra y popularidad, se encargó de presentarle a los demás vecinos, y los encargos fueron cayendo poco a poco: dobladillos, botones, remiendos, parches. Luego vestidos, sacos y hasta pantalones. Al poco tiempo Brenda se hizo de una mesa de trabajo, en la que el maniquí portaba y lucía todas las prendas en proceso. Luego pensó que si iba a permanecer en esa casa, tenía que ambientar la recepción un poco. Así dispuso algunos guacales a manera de repisas, recicló botellas de vino como fl oreros de planta teléfono, improvisó algunas cortinas y colocó su hamaca en la otra habitación.
No tenía cuadros ni pinturas, pero la simple presencia del maniquí en la casa le daba un aire de arte contemporáneo, un toque chic, un poco minimalista, surreal. Un gesto escultórico y grecolatino. También se compró una bicicleta de medio uso y hasta adoptó un gatito. Estaba contenta. Por la carga de trabajo, ya estaba muy delgada, casi anémica. La vecina le sugirió comer más, pero su gasto se había incrementado.
El futuro prosperaba... Un día llegaron a la casa unos ejecutivos de ventas bien uniformados y pidieron hablar con el dueño. Brenda dijo que era su tío, pero que ella estaba habitando la casa en su ausencia. “Noblesse obligue”, dictó el maniquí. Y todo se le cumplió, porque quien se proclame noble, debe conducirse como tal. La chica parecía confi able y el sitio se veía limpio, así que el ejecutivo y su ingeniero técnico lanzaron su oferta: —Sucede que, por lugar estratégico, nos gustaría colocar en su domicilio una antena de internet 5G. Si usted acepta, podremos proveer a la colonia de mejor recepción, tendrá servicio de conexión gratis, y además, le pagaremos un renta mensual de mil quinientos pesos por uso de suelo. Solo tiene que firmar para proceder con una breve instalación en el patio.
Ella aceptó sin chistar. Los vecinos estuvieron muy agradecidos con ella, pues la recepción sí mejoró. Desde entonces, Brenda se volvió tan necesaria con sus remiendos, que ningún vecino cuestionó su procedencia. Conforme mejoraron sus ingresos, adquirió nuevos maniquíes y relegó a su antiguo maniquí a una bodega, pero a los días, la casa se pobló de un mal olor, como a materia orgánica pútrida. Brenda buscó por todos lados y no encontró ningún animal muerto. Se le ocurrió acercarse al maniquí, y al examinarlo, notó que de ahí provenía la fuente de la pestilencia. Lo lavó con cloro y lo puso a secar. La exposición al sol, a la vista de los vecinos del segundo piso de la casa de al lado, detuvo la peste y mejoró el aspecto del maniquí. Todo marchó bien mientras el torso del maniquí permaneció siendo el foco de atención y acompañado.
Pero el día que Brenda dejó la casa unos días para darse unas vacaciones dictadas por el geriatra, pasaron cosas extrañas en la casa: la luz se fue, el frigobar se descongeló, la hierba ingresó por las comisuras de las puertas y distintas alimañas poblaron la casa: lagartijas, cucarachas, grillos y cuclines. Harta de sucesos paranormales, decidió ponerlo a la venta en un bazar vecinal. Así conoció a un expatriado norteamericano, rubio, con pancita y barba de candado, que quedó cautivado con ella.
El gringo, Ralph, preguntó por el maniquí. —¿A cuánto? Noblesse oblige… Lo que empezó como una felicitación por el bebé en camino, se transformó en una relación sentimental, fraguada en las cantinas botaneras de los barrios gentrifi cados del centro histórico. Ralph y Brenda recibieron entonces a la bebé y la registraron con el nombre de Sandra. Juntos regularizaron la casa de Brenda, que se encontraba intestada, la adquirieron y la convirtieron en una lujosa residencia. Luego, abandonaron esa casa para ponerla en renta y bajo el mismo método, ya probado, ingresaron a una propiedad del centro histórico por mera adrenalina y se apropiaron de ella.
Con el tiempo la remodelaron a su gusto hasta dejarla instagrameable, y al lado pusieron una boutique de moda consciente y responsable. Ralph y Brenda decidieron tener otro bebé para mejorar la raza y Brenda sanó así sus complejos de belleza. Respecto al maniquí, primero fue una escultura, luego un porta collares. Fue un objetivo de tiro al blanco, pareja de baile y escenografía de los niños.
También fue espantapájaros. Mientras estuviera expuesto a la vista de alguien, no causaba ningún problema. Desde entonces se inició en Ciudad Boutique una campaña ciudadana de paracaidismo, o de apropiación de predios baldíos. Al gobierno no le quedó mayor remedio que motivar a los propietarios originales a darles un uso. Gracias a su lema lograron motivar a muchos ciudadanos sin hogar: “Cuando te permites lo que mereces, obtienes lo que necesitas”.
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LV