Reguero de cadáveres: una orquesta de música triste, a veces terrible, pero música al fin
Ricardo Guerra de la Peña
¿Qué puedo decirles de Reguero de Cadáveres que no se ha dicho antes? El libro es un fenómeno editorial independiente. Va en su segunda reedición y más de dos años desde que el buen olfato de Los libros del perro apostaré en publicarlo, sigue dando de qué hablar.
Seré honesto. Lo primero que me llevo a comprar el libro, sin antes saber nada del autor, fue el morbo. Leí el titulo y el precio del libro digital me pareció razonable. El mismo morbo virtual que los de mi generación: pubertos que entrabamos al Blog del Narco para ver videos en los que después de torturar a personas hincadas, les cortaban las cabezas con un machete (lo cual podía demorar decenas de golpes, hasta que se ahogaban con su propia sangre) o si corrían con mejor suerte, una sierra eléctrica. Videos que nos marcaron pero que también fomentaron una idea que solo ha beneficiado a la clase política criminal: los videos nos parecían de la misma lejanía que los de torturas y asesinatos de Al Qaeda al otro lado del mundo, y peor aún, creíamos que los videos del Blog del Narco nos eran ajenos porque de alguna manera quienes rogaban por sus vidas, o aceptaban el filo del machete apretando los ojos, se lo merecían, que seguro “en algo andaban”.
Fue el morbo lo que me invitó a leer Reguero de cadáveres en el 2021 (no creo ser el único, el titulo es una provocación), pero me quede por la narrativa íntima y musical que solo había encontrado cronistas como Hugo Roca, el primer autor en publicar crónica en Los libros del perro. Aun antes de leer a Oswaldo Zavala, que cuenta con libros como Los cárteles no existen: Narcotráfico y cultura en México, en Reguero de cadáveres entendí que esta dicotomía entre Estado y Crimen Organizado, buenos y malos, es una ficción que favoreció a la clase política. A personajes como García Luna, recientemente hallado culpable de todos los cargos por un tribunal de otro país. Juan Eduardo no justifica al narco. En una de las crónicas un joven dice que no entro a ese negocio por necesidad sino por poder: Y que así entraban varios. ¿Eso los vuelve más malos? ¿Solo el hambre real justifica participar en actividades delictivas? ¿Querer acceder al poder es una ambición que solo se le permite a la clase política?
Hace unos días vi un tik tok en el que un anciano quiere cruzar una avenida. El joven que graba le dice: “No puede cruzar por aquí” y el viejo responde “En un país corrupto se puede todo” *entra música épica*. Aunque en los comentarios de la publicación la mayoría recriminaba al viejo cosas como: “por gente como tú estamos como así”, no pude dejar de pensar: Cuanta razón tiene ese pinche viejo.
Como parte de una beca del Pecda actualmente Juan Eduardo trabaja un libro titulado “Aquí perreaba tu mamá, aquí conoció a tu papá”, que pueden seguir su desarrollo en Instagram: @aquiperreabatumama. Allí lo define como: “Proyecto de escritura para construir historias sobre reggaetón jarocho”. Hace unos meses Juan Eduardo me comentó que le interesaba impartir un taller de crónica y reguetón en Mérida. El Centro Cultural José Martí aceptó la propuesta, dio todas las facilidades y el taller fue un éxito.
Desde que llegó a quedarse en mi depa, Juan Eduardo me comentó que no quería interrumpir mis actividades con su espíritu fiestero. Yo le enseñé mi trastero lleno de platos sucios (que no se lavaron durante toda su estancia), para dejarle claro que yo también tenía mi desmadre. A quién no le pareció su llegada fue a mi gatita Yogui, que se dedicó a huir de Juan Eduardo durante toda su estancia. Yo no entendía a Yogui, Juan Eduardo es el güey atascado más educado y ordenado que conozco. Este compa sí es un rockstar. La primera noche durmió afuera del elevador. “¿Tan pedo venía?” Pensé. No, la llave que le dije que usara era la llave equivocada. Me llamó una vez y en lugar de insistir acomodó su mochilita, que trae siempre cruzada en el pecho, (la que noté que en Mérida levanta miradas suspicaces) y la usó de almohada.
Juan Eduardo estuvo días diciéndome que quería comer una sopa de lima, con una insistencia inusual. No podía sacárselo de la cabeza. Una tarde por fin frente a su sopa de lima, después de que mi novia Diana nos sorprendiera enseñándonos que el pedazo de lima que ponen en el plato se debe exprimir. Juan Eduardo me dijo que temía que el éxito de Reguero de cadáveres no fuera superado por su siguiente libro. Un libro que voy a leer no por morbo, sino porque tengo mucha curiosidad de conocer cómo dialoga su narrativa musical con el reguetón.
Reguero de cadáveres es un libro brutal, pero aún en lo más terrible puede encontrarse belleza: como en la palidez azulada de un moribundo. En este libro la belleza está en la música de su narrativa. Una orquesta de música triste, a veces terrible, pero música al fin.
Anoche soñé con Juan Eduardo. No sé si porque andaba con el pendiente de terminar de releer Reguero de cadáveres o angustiado de que por andar en la fiesta no llegará a su presentación “En voz de sus autores” de la José Martí. Tengo tan interiorizado la exigencia con la que escribe Juan Eduardo, que soñé que estábamos en una cabina de radio. Lo entrevistaban por sus dos últimos libros. Una chava y un chavo. Con sus audífonos frente al micrófono Juan Eduardo dijo que lo único que no le gustaba de Reguero de Cadáveres era que es un libro demasiado corto. Me valió interrumpir la entrevista y le dije que no se pasara de verga, que su libro tenía más del doble de páginas que el mío.
Ahora que escribo este texto interpreto el sueño y entiendo que hay muy pocas ocasiones en las que los libros cobran vida propia y se mantienen en la conversación con el paso de los años. No fue la temática, cuantos libros de narcotráfico no pasan desapercibidos aún los de editoriales grandes, es la capacidad de encontrar en la música de la narrativa un lenguaje universal que le da en la madre a la narrativa de Buenos y Malos que nos han vendido en todos los noticieros.
Hace unos días hablaba con Juan Eduardo de una rola que decía “Ya ves que el Kiko envidiaba al Chavo y él no tenía nada”. A ambos nos pareció muy literario. Juan Eduardo es capaz de encontrar música y literatura en todas partes, no porque no este allí, sino que no todos podemos escucharlo. Juan Eduardo convierte un reguero de cadáveres, en los instrumentos de una orquesta de música triste, sí. Pero que propone un dialogo, una nueva perspectiva, y a mí eso me llena de esperanza.
El día que leí este texto durante su presentación en el Centro Cultural Lorca, me sentí un profeta. Como en mi sueño terminamos charlando frente a micrófonos de un podcast que ya pronto debe rolar en Spotify (dense una vuelta para escuchar al mismo Juan Eduardo platicar acerca de la crónica y a Mateo Peraza, y un servidor, decirnos cosas chidas rayando en lo cursi): De ese encuentro llegamos a la conclusión de que los cronistas son seres muy sensibles.
Hace un par de días le respondí un tuit a Juan Eduardo para felicitarlo por una publicación en el Washington Post. Le dije que hasta mi gata Yogui le mandaba saludos.
“ja,ja,ja, ya me quiere Yogui”
Yo contesté: “Fui muy fan de tu relación con Yogui. Espacio y mutuo respeto ajaja”
Y esta fue su respuesta:
“ja,ja, aunque sí encontré pelos en mis pants”.
Yogui en secreto también disfrutó la visita de Juan Eduardo.
miau
El reportero del crimen, el reportero de verdad
Mateo Peraza Villamil
Rampas de concreto en un parque de skaters, en la colonia Brisas del Bosque.“El Garras”, un bato que se dejaba las uñas largas para tocar guitarra, forjó un porro con boletos de camión y se lo pasó a un grupo de adolescentes de entre 13 y 14 años, donde yo fui el primero en ponerme al frente y tomarlo entre los dedos.
Esa tarde, mientras alguien tosía exageradamente, “El Garras” habló sobre un sujeto que apareció decapitado en Chichí Suárez, a menos de diez minutos de donde estábamos. Era septiembre de 2008 y un mes antes las autoridades encontraron 11 cabezas con un narcomensaje dirigido al que se mantiene hasta hoy como secretario de Seguridad de Yucatán, Luis Felipe Saidén Ojeda. La prensa aseguró que era el primer “aviso” de Los Zetas. Antes habían lanzado amenazas contra la gobernadora, la priista Ivonne Ortega Pacheco, exigiendo que se quitaran los retenes para que pudieran entrar. De hecho, varios de los cuerpos fueron identificados como policías. El afiche rezaba: Para Saidén Ojeda: “Déjenos trabajar”.
Además de decapitar y torturar a una docena de narcomenudistas y policías, los sicarios marcaron sus cuerpos con la última letra del abecedario, se grabaron riendo mientras los desmembraban en un baño y circularon el video para generar temor. La noticia marcó mi adolescencia: en los alrededores todos hablaban de las cabezas, rolaban videos de las torturas a través de bluetooth o infrarrojo. Un compa de mi colonia aseguraba que sus primos de 8 y 9 años las descubrieron camino a la primaria y que por ello no dormían, que escuchaban voces en el monte. Un camionero de ruta me pagó cien pesos para que le consiguiera las grabaciones. Me dijo: “Quiero ver cómo les mochan la chola a esos batos”.
“Pero si ‘El Chino’ solo movía mota y vendía garrafones de agua purificada. No se lo merecía”, dijo “El Garras” pellizcando una bacha. Yo, bajo la hipnosis de los primeros toques, me sentí culpable.
La realidad nacional se agravó —quizá no en Yucatán, estado reconocido por ser la vivienda de los capos y sus familias, sitio complejo para ejercer el narco a nivel operativo por su topografía— y la vida nunca fue la misma; se volvió un espacio minado: noticieros y periódicos fueron los lienzos en donde se retrataban descabezados y desmembrados; el morbo se hizo rutina. Mirar levantones y homicidios en páginas como El Blog del Narco o Mundo narco era lo normal, lo que los morros hacíamos sin entender cómo la vida se transformó en una tasa de cambio. Contemplábamos desde el espejo retrovisor los hechos de una guerra que dejó al menos 350 mil muertos. Apenas y entendíamos el impacto que una decisión presidencial, absolutamente ridícula, tuvo en las periferias. Arruinó la vida social. Esparció el temor como consigna. Empoderó a un grupo con fuerza paramilitar, una empresa multimillonaria, un poder fáctico que, cual bestia, devoró todo a su paso: la vida, las identidades, la posibilidad de ser felices y de reconocernos, incluso en la muerte.
Sobre esa marea de sangre habla Reguero de Cadáveres (Los libros del perro, 2021) de Juan Eduardo Mateos Flores, reportero de Veracruz que vivió lo más crudo del periodo 2006-2012. Su obra, plasmada en un libro que sintetiza diez años de trabajo, narra los acontecimientos ocurridos en los barrios en los que creció, los que se vieron más afectados. Mateos cuenta la transformación de la periferia desde las voces de quienes sufrieron o, como apuntó Julio Villanueva Chang en un ensayo, la narrativa de lo glocal: el trasfondo de las estadísticas, las historias particulares que cifran una realidad nacional, las traiciones entre gente que creció en las mismas calles para luego matarse por trabajar, entre comillas, para diferentes empresas. Hundidos en un país marcado históricamente por la pobreza, el afán de de sobresalir, de traer nextel y las trocas del año, trastocó cualquier principio de empatía o humanidad.
Pero todos ellos, los victimarios, son, a su vez, víctimas de un contexto que no eligieron. Tras leer Reguero de Cadáveres, queda claro: en la guerra solo hay perdedores.
Como escribió Diego Enrique Osorno, el combate a la delincuencia encabezado por Felipe Calderón Calderón y Genaro García Luna (actualmente preso en Estados Unidos) fragmentó a los grandes carteles. Ante esto, y con la aparición de los Zetas, se comenzó a lucrar con la vida humana: trata de blancas, secuestros, extorsiones. Fundados en sus tiempos como militares bajo la lógica de ser un grupo armado que extinguiría los movimientos de izquierda, entrenados con fuerzas israelíes y kaibiles, Los Zetas llegaron a ser tan fuertes y temidos que el gobierno de Estados Unidos los calificó como amenaza global, denominación también aplicada a los Yakuza, la Mara Salvatrucha y la Camorra Italiana.
Pero, ¿qué pasó en las provincias?, ¿quiénes vivieron los escarnios de una política pública lanzada desde la investidura presidencial? Reguero de Cadáveres lo explica. Desde antes de estudiar periodismo, la vida de Juan Eduardo estuvo atravesada por la violencia que inundó su barrio. El deslave provocado por el narco se llevó a sus amigos al fondo (viendo ese fondo como la muerte o las adicciones), así como la alegría del puerto en el que creció; del griterío jocoso se pasó al susurro, o, como él escribe, al eufemismo:
“Esta es la tierra del susurro, del eufemismo, donde las cosas pierden su nombre. A Los Zetas, por ejemplo, no se les dice así, “Zetas”; a ellos se les dice aquellos, Los de la Letra. Y aquí no existe el Cártel de Jalisco, sino Los malandros. Es como si los nombres fueran una conjura, una invocación que tiene que evitarse a toda costa. Hace tiempo que a las muertes tampoco se les dice ya con ese término. Los asesinatos, aquí son ejecuciones. Y cuando alguien muere, decimos que ‘ya fue’. Si alguien pregunta a cualquiera: oye, loco, ¿qué pasó con Tavo Rumbas? Le responderán que nada, que ya fue, que ya mamó”.
Más allá del contexto, Juan demuestra ser un cronista que ejerce los pilares fundamentales del género: trabajo de campo, datos y escenografía, veracidad e interpretación y, el más importante, el riesgo de experimentar: juegos de tiempos así como un trabajo profundo con el argot del Puerto de Veracruz. La grandeza del libro estriba, a su vez, en la estructura: entre las crónicas se imbrican estampas de coralidad, historias dispersas, oscuras y bien contadas, que tejen el entramado deleznable no sólo de narco, sino también de las fuerzas policiales y militares del estado. Al final, desde la frontera institucional y la delictiva, predominan tres cosas: la muerte, la desaparición y la tortura.
Un trabajo de 10 años cuyas primeras versiones rechazaron los medios tradicionales por temor a represalias. Sin embargo, motivado por las y los periodistas que lo formaron, Juan creó su propia narrativa sobre los acontecimientos bajo el nombre del Reportero del crimen, blog en el que se publicaron las primeras versiones de estas grandes crónicas.
Otro dato importante al respecto, mismo que discutí con él hace poco, es que el cronista que vive del periodismo se enfrenta a procesos difíciles de revisión. Por la premura que impone la temporalidad (literatura bajo presión le dice Villoro) algunas crónicas deben de ser publicadas en versiones no terminadas, exhibirse y cosechar críticas para luego ser editadas en silencio, siempre con el temor de que el tiempo las reduzca o las matice. En fin, pues, el miedo latente de que el trabajo no valga la pena.
Sin embargo, Juan Eduardo, el reportero del crimen, el reportero de verdad, sabe que tras asumir la posibilidad del fracaso, rendirse ante la crónica y su absoluta trascendencia, lo único que puede surgir son libros como este, libros excelentes, parados sobre el escalafón de la mejor literatura.
La desaparición del aficionado número 1 de los Tiburones Rojos
(fragmento)
Juan Eduardo Mateos Flores
Cuentan que dejaron el auto encendido. Marca Polo, modelo viejo. Tenía unos arañazos en el tablero: la marca que dejaron sus uñas arrastradas al resistirse a sus captores. Cuentan que le llamaron por teléfono a uno de sus mejores amigos y una voz misteriosa le ordenó que ya no lo buscaran, porque jamás volvería.
Le dijeron a Vidrio que informara a la familia que les iban a dejar el auto para que se callaran. Que no se iban a meter con ellos, sólo debían no denunciar. Que no era ningún secuestro y que iban a dejar las llaves en una dirección. Pero cuentan que dejaron el auto aún encendido, ahí por la avenida Pino Suárez, dice un chico sobre la desaparición de su amigo Carlos Alberto Perla Pérez, cuya identidad no será revelada por seguridad.
La historia sobre la desaparición de Carlos Alberto Perla Pérez es contada casi siempre de la misma manera por quienes lo conocieron: sólo cambia el lugar donde fue interceptado. Unos dicen que en avenida Cuauhtémoc, otros que en avenida Veracruz, otros que ahí mismo donde quedó el auto, en Pino Suárez.
Como no hay denuncia ni mucho menos una investigación ministerial, no hay narrativa jurídica a consultar al respecto. Sus familiares, por razones obvias, no hablan ni hablarán de ello. En el Puerto de Veracruz es común que la gente llore a sus ausentes en completo silencio.
Por esto, sus familiares sostuvieron durante mucho tiempo que Carlos Alberto Perla Pérez había sufrido un accidente en su auto y que estaba en el hospital recuperándose. Mantuvieron esta versión hasta que no tuvieron otra opción que confesar la verdad a sus amigos más cercanos. Luego la verdad se esparció de boca en boca por los integrantes de la porra de los Tiburones Rojos.
En la cuenta de Facebook de Perla Pérez, escriben casi a diario que lo extrañan mucho, cuentan anécdotas y, sobre todo, le piden que vuelva pronto de donde esté.
Carlos Alberto Perla Pérez no se perdía jamás un partido de los Tiburones Rojos del Veracruz.
Con su pelo relamido, sus pronunciadas entradas de cabello que resaltaban su frente ancha y lentes de sol que usaba hasta de noche se convirtió en un ícono dentro y fuera del estadio Luis “Pirata” Fuente por ser el tipo de aficionado que ama más a su equipo que a su propia vida.
Un registro de ello son sus redes sociales en las que subía fotos y videos relacionadas con su pasión futbolera. Un vídeo muy comentado por sus amigos es uno que subió durante un viaje para alentar a los Tiburones Rojos a la Ciudad de México hace un par de años. Él y unos amigos ascienden en una montaña rusa en Six Flags. Él graba con la cámara frontal a todos los que están detrás de él coreando cánticos, haciendo la señal de los hinchas cuando alientan a su equipo: la mano derecha levantada hacia el frente repetidas veces al ritmo del canto.
Señores yo tengo huevos, yo tengo aguante y sigo a mis Tiburones a todas partes…
Por su amor al equipo fue entrevistado por varios medios de comunicación locales. En internet está el registro de unas entrevistas hechas por un par de televisoras locales, en uno de ellos un conductor consideró su casa como el primer posible museo tiburón. Perla Pérez presume en esas entrevistas boletos de los partidos de cada temporada que guarda desde 1989, cuando empezó a seguirlos. Los tenía protegidos en cuadros de cristal. También presumió su colección de alrededor de 80 playeras del equipo, cada una de una temporada distinta desde el año 89, así como otras que él se había mandado hacer con su apellido para jugar en equipos amateurs.
También enseñaba con orgullo souvenirs como llaveros, muñequitos en forma de tiburón, bufandas que adquiría en cada viaje que hacía. Uno de sus grandes recuerdos adquiridos es un cuadro original del cuadrangular que anunciaba el día en el que los Tiburones Rojos vencieron al Real Madrid con un marcador de 4-2, en el “Pirata” Fuente.
Yo comencé cuando tenía 19 años decía casi siempre sobre cómo empezó a ser hincha de los Tiburones Rojos. Corría el año de 1989. Él no le iba a ningún equipo, pero eran los tiempos de la Tiburonmanía, cuando aquel equipo liderado por Jorge Comas inspiró y logró lo que ningún otro equipo con esos colores ha logrado: convertir a cientos de aficionados sin equipo, o hinchas de algún otro, en aficionados “del Tibu”.
Uno de los recuerdos que siempre contaba es el de aquella caravana en que más de veinticinco mil aficionados de los Tiburones Rojos llegaron al Estadio Azteca para ver jugar al equipo, una hazaña que los aficionados locales consideran digna de un récord Guiness.
Ese partido del Azteca [al] que fuimos más de 25 mil aficionados, era una caravana de cientos, de cientos de cientos de camiones, ahí en la carretera de Xalapa- Perote no nos dábamos abasto, íbamos todos los jarochos yendo a ese partido dijo a una televisora local antes de mostrar su tatuaje en el brazo izquierdo, por el cual algunos de sus amigos lo tachaban de ‘loco’.
Carlos Perla siempre tenía suerte para salir en transmisiones en vivo. Por ejemplo, en un partido contra Tijuana, hace unos dos años, ya que era uno de los únicos aficionados que había hecho el viaje; en una transmisión de Tv Azteca se lo encontraron y le dijeron que era el clon del presentador André Marín, en “la nota de color” que una televisora nacional hizo sobre el descenso del año 2008, se ve a Carlos Perla, durante unos 4 segundos, llorar recargado sobre una reja una de las derrotas más grandes que ha sufrido el equipo de sus amores.
Recuerdo que ya había pasado una hora y media y el estadio ya se había quedado solo y yo todavía seguía ahí… dijo sobre aquel día en una de sus últimas entrevistas, producto de la disputa del campeonato Copa MX, que los Tiburones Rojos ganaron al Necaxa en abril de 2016, un mes antes de que Perla desapareciera.
Uno de mis sueños es poder besar la Copa MX también dijo en esa entrevista. Sueño que se le cumplió. De ello hay varias fotos. Una de ellas la cargó como foto de perfil: alza la copa con sus dos manos mientras sonríe alegremente. Esa foto sigue como perfil en su Facebook.
Un episodio negro en la vida de Perlita fueron los años que pasó en el Centro de Readaptación Social (Cereso) Morelos de Cosamaloapan, acusado de los delitos de abuso erótico y sexual y extorsión al hijo de un policía federal.
Según las notas de prensa de la época, Perlita usó el extinto MSN Messenger para engañar al joven. Consiguió que se grabara desnudo.
Con el video en su poder le confesó al muchacho que en realidad era un hombre al que le gustaban los niños. A cambio de no divulgarlo, le pidió una laptop y saldo para su teléfono, entre otras cosas. También se las ingenió para que el chico se desnudara frente a él en su casa y pudiera así, según las notas de prensa de la época, abusar sexualmente de él.
El chico robó una joya a su madre quien notó que se había extraviado el PSP de su hijo; en realidad, el joven se lo había entregado a Perla para que no divulgara el video. Al enterarse los padres denunciaron a Perla ante la Agencia Primera Especializada contra la Libertad, la Seguridad Sexual y la Familia. Armaron, usando sus relaciones, un operativo con la extinta Agencia Veracruzana de Investigaciones, capturandolo en Chedrahui Coyol un 14 de febrero de 2009.
Las notas de prensa del siguiente día como el del periódico Imagen de Veracruz lo tacharon de degenerado y libidinoso. Incluso el Notiver con su peculiar estilo, en tono de sorna, tituló su detención como “Perlita dice que es colegiala inocente”.
Mediante fuentes anónimas, como suelen hacerse las notas de policíaca, se refirió que el chico que denunció no era su única víctima, que se tenían indicios de que podría haber más:
En una revisión de rutina le hallaron en su poder diversas fotografías de menores de edad, una agenda de direcciones, nombres, correos de internet de más de 30 niños, dinero en efectivo y otros objetos que indican que no era su única víctima se lee en una nota de Imagen de Veracruz que aún se encuentra en internet.
Como Perlita era muy conocido en el mundo del futbol amateur del Puerto, donde incluso fue entrenador, algunos murmuraron que Perlita llevaba años haciéndolo: muchos lo daban por sentado porque se rodeaba de puros chamaquitos, pero también como era muy “amiguero” y “llevadero”, el prototipo del jarocho que sabe hacer buenas relaciones por su carisma, otros creían que eran historias exageradas, hasta, claro, el día que se metió con el hijo de un policía federal.
En aquellos años aún no entraba en vigor en Veracruz el nuevo Sistema de Justicia de Penal Acusatorio, por lo que en ese viejo sistema penal inquisitivo Perlita debió probar su inocencia y no defenderla. Perlita tramitó un amparo para no llevarse los 9 años de condena que le habían impuesto, sin embargo, por las ilegalidades del proceso y por un tecnicismo que no está del todo claro, recobró su libertad.
Durante su tiempo en la cárcel jugó futbol y quedó líder de goleo en el Cereso con un equipo llamado Cruz Azul. Marcó 37 goles. Incluso se dio el lujo de engañar a un reportero de la Cuenca, diciéndole que él había sido un exjugador de los tiburones rojos entre 1992 y 1994, años en los que nunca tuvo suerte por el chingón equipo que había. De sus años en la cárcel, Perlita rara vez hablaba. En la misma entrevista con ese reportero de la Cuenca, dijo que si salía iba a limpiar su nombre. Al parecer eso hizo, porque volvió a ganarse la confianza de las directivas de los Tiburones Rojos y se hizo de amigos rápidamente al salir. Incluso, en varias ocasiones, llegó a manejar los camiones que la directiva a veces pone a disposición de algunos aficionados para que alienten al equipo en otros estadios de la república y también presumía de su amistad con Fidel Kuri Grajales, dueño del equipo y en ese entonces diputado local por el Partido Revolucionario Institucional.
*
Carlos Perla era conocido en una ciudad donde la gente ama saludarse en la calle, donde la gente se conoce directa o indirectamente. Era bastante amiguero. Fue de esos jarochos que cuando saludan son demasiado expresivos corporalmente: el pulgar hacia arriba, la mano extendida, el grito de calle a calle, el abrazo efusivo.
Te decía hijo de cariño. Como era bien llevado, te decía Perraco. También hacía un juego de palabras con la terminación ‘ícola’. Perrícola, güerícola, negrícola, gordícola.
Siempre lograba colarse a los vestidores para pedir autógrafos, en eventos importantes, como cuando el equipo presentaba sus uniformes. La directiva incluso le regalaba boletos que él siempre regalaba a sus conocidos. Solía llamar a la gente de la prensa deportiva sus amigos. La misma prensa que, por supuesto, también ignoró su desaparición. El expresidente de la mesa directiva de los Tiburones Rojos de Veracruz, y otrora diputado, Fidel Kuri Grajales, al igual que los periodistas, no han publicado declaraciones sobre su desaparición.
De los últimos viajes que hizo el Tiburón como visitante hay una nota en internet. Se trató de un viaje a Monterrey que duró 18 horas. En la foto salen Perla y sus amigos de la Porra Brava, un grupo de cuarentones que regularmente se sientan, en medio de una batucada, en una esquina del estadio Luis “Pirata” Fuente cuando el equipo juega en casa. La desaparición de Carlos Alberto Perla Pérez sucedió el 6 de mayo de 2016. Cuatro días antes de que las madres del Colectivo Solecito marcharan por el centro de la ciudad de Veracruz, el 10 de mayo, para pedir por sus hijos desaparecidos.
En esa marcha, Lucía de los Díaz Genao, una de las líderes del colectivo, declaró a medios que hasta ese entonces existían en el Estado 1550 desapariciones con averiguación previa. Dijo también que el Puerto era una tierra peligrosa donde familiares no las denuncian ante las autoridades por miedo.
El día de la desaparición de Carlos Perla, los Tiburones Rojos jugaron su última fecha contra Morelia, equipo con el que se jugaron el descenso en aquella temporada. Todo mundo se extrañó de no verlo en las gradas porque nunca se había perdido un partido, ni siquiera cuando el equipo jugaba en la liga de ascenso.
La mayoría de sus amigos, debido a la sentencia de esa voz misteriosa al otro lado del teléfono, no hablan desde entonces sobre lo que le pasó a Perla. Prefieren callarse o mirar a otro lado. Veracruz es una tierra que desde hace tiempo condiciona a sus habitantes al silencio. Ellos, por la impunidad que existe, prefieren hacer caso para no quedarse sin lengua.
Algunos de sus amigos cuentan, entre susurros, que su desaparición se debe a una venganza por sus actos pasados. Quién sabe. Cuestionado al respecto, el fiscal Jorge Winckler no quiso hablar sobre ello. Y en el Registro de Personas Desaparecidas que creó la Fiscalía a principios de 2017, el nombre de Carlos Alberto Perla Pérez no aparece.
En ninguna temporada subsecuente nadie hizo notoria su desaparición. No hay registros ni siquiera en notas informales de internet.
La vida del equipo que alentaba Carlos Perla siguió hasta su desafiliación como si nada. Los Tiburones Rojos de Veracruz enfrentaron la pelea por el descenso con el plantel más extenso de toda la liga MX, pero también, muchos jugadores lo hicieron sin recibir sueldo, teniendo una de las peores rachas de derrotas a nivel mundial, causando así su desafiliación.
De su aficionado más fiel sigue sin decirse nada. No se dirá nada en mucho tiempo. Nadie quiere terminar sin lengua por decir que a Carlos Perla lo desapareció el Cártel de Jalisco Nueva Generación.
Síguenos en Google News y recibe la mejor información
AA