Aspiras las primeras líneas de El Santo del Crack, el efecto es inmediato: la euforia es un lector destornillándose de risa; cuidado: no te relajes, cuando ingieras por los ojos: “Debí recomendarte a Styron en vez de amenazar con orinar tu tumba”, caerás al suelo, luego del certero golpe.
Nos conocimos en la galería “Le Cirque”, eran mis primeros pasos en la literatura y de él ya se hablaba. Tengo que leerlo, lo supe al observar la envidia en el rostro, y la lengua bífida de un supuesto escritor que lanzaba veneno sobre Ricardo.
“Un Huach en X’matkuil”
Libertad de estilo, dominio de los hechos que se narran, la forma de abordar un problema social como la xenofobia y la manera en la que el lector adquiere conocimiento desde una perspectiva amena, hacen de esta narración, lo escribo y lo sostengo: una crónica de culto.
Cito:
“La falta de seguridad en los juegos fue de mal en peor. Al siguiente que nos subimos fue a una rueda que daba vueltas sobre su propio eje. Me sorprendió como los organizadores corrían por la estructura, que giraba a gran velocidad, para agarrar los carritos y darles más vueltas. Al subir quise ajustar la barra del cinturón. Ya iba a comenzar a andar y le pedí a gritos ayuda a un encargado.
–No abrochan güero la velocidad hace que no te salgas.
Increíble, ahora tenía que confiarle mi vida a la física. Estoy seguro de que mi pánico me delató como foráneo, ya que durante todo el juego el trabajador al que pedí auxilio no dejó de darnos vueltas. Sentí que se me bajaba la presión y exageré mi cara de sufrimiento para intentar que se detuviera, pero eso, solo lo incitó más.
–Es tu culpa por fresearte –alcanzó a gritarme Carolina pálida”.
La página cincuenta es un pájaro negro que se estampa en el panorámico; leo: “prometo que voy a orinar tu tumba si llegas a suicidarte”, luego, en la página cincuenta y uno; gancho al hígado: “la vida nos promete una batalla de redención en la muerte, para la que nos preparamos toda la vida”. Hay quienes, como tú, impacientes de luchar, se ponen una armadura y desaparecen.
Recuerdo a Ricardo, en la terraza de la casa, después de leer su novela, El inconcluso, le daba sugerencias, vi como se pasaba las manos por la cabeza, abría los ojos cada vez más grandes y de una mano temblorosa, la lumbre del cigarro amenazaba con quemar su pierna derecha; claro, sus textos son una extensión de él, es su cuerpo, piel y órganos vaciados en tinta negra. Ricardo, en cada línea nos regala un poco de sus visceras, piel y corazón.
De Garrick Wolf escribiré poco, tienen que leer el libro y encontrarlo; no he conocido nombre más poético para un suicida; el poema en el que aparece el personaje era uno de los preferidos de mi abuela Amanda, que me hacía declamar en cada cena familiar.
En vísperas de la presentación de este libro, lo vi emocionarse; he de confesar, y advertí, sin mayor extrañeza, que sería un éxito. La portada del libro en negro en la que se anticipa una corbata, confirma lo que narro. “Las corbatas de papá”, filigrana pura.
Vivirá el poeta maldito, la madre cantando furiosa las canciones de Yuridia, Carolina, personajes que agregué a la lista de amigos.
Es un verdadero privilegio ser testigo de la reencarnación del Quijote en un caballero adicto al crack.
El tono, no es banda sonora, es Girl you´ll be a woman, canción icónica de la película Pulp Fiction, que bailan Uma Truman y Jhon Travolta. Las voces se rebelan. Siempre hablan en lenguaje honesto, sin pretensiones. Los personajes siempre están en acción, los micro universos en los que nos atrapa se vuelven un laberinto del que no podemos escapar. Leer a Ricardo es conflicto inagotable: desde el niño que se encuentra a una mujer azul, hasta el hombre que advierte una mancha de sangre en medio de la calle y siente el peso muerto entre sus manos. Según Manuel Graña, lo que enaltece a la crónica es el sello personal que se advierte, porque va firmada, y su autor, además de enjuiciar, prioriza los hechos a su manera (Martín Vivaldi, 1998: 139), eso es lo que sin duda caracteriza a las crónicas de Ricardo: el estilo personal. Ese ¡Achú!, la anciana estornudando violentamente mientras su dentadura postiza vuela por los aires; obra de arte de Banksy sin firma, y no hace falta, todos supieron quien era el autor desde que apareció en Vale Street, Gran Bretaña, así sucede con los textos de Ricardo, su estilo original los hace únicos. Las habilidades del escritor que domina los géneros literarios: cuento y novela, confirman el estilo diferenciado. Para Martínez Albertos (1983: 363), el estilo de la crónica debe ser directo y llano, y eso es lo que vemos, en El santo del crack.
Lo que nos revela el libro no lo percibimos con la mirada, sino con los sentidos. La literatura, en mi opinión, es precisamente eso: el tacto de lo invisible, escuchar tormentas en silencio, una cobija de líneas para cubrir a un lector desolado por la realidad. Estas páginas nos relatan mundos interiores, viajes por la mente; nuestro intelecto se congela por el frío de unos labios que besan el cadáver de la abuela, abren paso a las sensaciones que, a su vez, se diluyen, cuando aparece el humor, en un remolino emocional.
Ricardo es Sancho Panza, observaba en un mar de concreto al Quijote en un barquito de papel, luchar, contra molinos de polvo.
Coincido amigo: ambos escribimos para no destruirnos. Crear o destruirse, no hay más.
Debí recomendarte a Styron en vez de amenazar con orinar tu tumba
Al regresarnos de la playa, recuerdo que ambos confesamos nuestras ganas de morir. Durante el trayecto me cambié los calzones mojados y llenos de arena que minutos antes dejé en la orilla. Mientras me encontraba al volante, me estiré para palpar en la oscuridad los asientos traseros y encontrar algo con que cubrirme. Me daba la sensación de que mi desnudez te incomodaba.
En la camioneta de mamá no tuviste la necesidad de cambiarte, tu ropa no se mojó cuando nos la quitamos. En el último instante no quisiste nadar. En ese momento creí que te atemorizó la patrulla estacionada a unos metros. Traté de calmarte diciendo que no podían vernos. Ahora pienso que se debía a la vergüenza de la desnudez, porque cubrías con ambas manos el pubis rodeado de un vello tan tupido y negro que resaltaba por ser aún más oscuro que esa noche en Progreso de diciembre del 2014. El que no te animaras a tomar ese riesgo era señal de que en la caída en espiral de tu depresión ya no habría posibilidad de retorno.
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Al inicio de Esa visible oscuridad, Styron narra su agónica estancia en París, cuando viajó a recibir el Prix Mundial Cino del Duca; galardón otorgado a autores del tamaño de Borges y Carpentier. En las mañanas, Styron solía sentirse esperanzado, pero en el transcurso de la tarde la depresión se volvía tan insoportable que lo dejaba postrado en la cama con los ojos clavados en el techo. El sufrimiento cedía hasta llegada la media noche. Al menos lo suficiente para hundirlo en un sueño que era todo menos reparador: un sueño sin sueños.
La depresión de Styron ocupó poco a poco cada una de las habitaciones de su conciencia, pero también de sus atributos físicos. En esos meses envejeció súbitamente. Adoptó una manera de andar achacosa y un tono de voz que, según sus amistades, lo hacía sonar como un nonagenario. Al terminar la ceremonia de premiación, con su hablar torpe y quebradizo, rechazó asistir a la comida que Simone del Duca había organizado en su honor. Styron, al no saber cómo disculparse, dijo por primera vez: “Estoy enfermo, un problema psiquiátrico”.
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La noche de la escapada a Progreso, además de tus vellos púbicos y la manera en la que te doblabas para cubrirte, como si además trataras de empujar el pene a tus entrañas, recuerdo con exactitud la promesa que nos hicimos durante el trayecto de regreso. Yo había logrado cubrir mi pubis con una gorra. Al no encontrar otra manera de convencerte de no suicidarnos, después de tu regreso a la CDMX, dije:
—Prometo que voy a orinar tu tumba si llegas a suicidarte.
Reímos y dijiste que en caso de que yo me suicidara, harías lo mismo con la mía.
Alguna vez borracho, como siempre que te daba por hablar de estas cosas, me planteaste el dilema filosófico con el que inicia El mito de Sisifo de Camus, que rondó por la cabeza de Styron durante los días más agudos de su enfermedad: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no la pena vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”. Te recuerdo terminando la cita brindando al aire con una caguama; brindando con aquella ansiada nada que alguna vez te abrazaría como una madre amorosa, según presentías.
Antes de escribir este texto pasé varios años huyendo de la obra de Camus, en especial del Mito de Sísifo. Creí que al terminar de leerlo me convencería de colgarme de algún ventilador. Después de unos acercamientos titubeantes, descubrí con sorpresa que malinterpretaste a Camus, o más bien, lo leíste a tu conveniencia. En el libro no dejo de encontrar motivos para no matarme. Camus escribió: “El salto no implica un peligro extremo. El peligro está por el contrario en el instante sutil que precede al salto. La honestidad consiste en saber mantenerse en ese borde vertiginoso y lo demás es subterfugio”.
Hoy entiendo que saltar a las vías del metro fue lo menos peligroso que podías hacer. La vida nos promete una batalla de redención en la muerte, para la que nos preparamos toda la vida. Hay quienes, como tú, impacientes de luchar, se ponen una armadura y desaparecen. Solo eso: desaparecen, porque la única batalla real es la que se pelea en el borde, la trinchera desde donde te escribo.
Además de Camus, tu literatura relacionada con el suicidio favorita era El lobo estepario de Hermann Hesse. Otra de las lecturas que dejé pendiente hasta escribir este texto. Te identificabas tanto con ese personaje ermitaño y depresivo, que en tu foto de perfil colocaste la imagen de un lobo blanco de ojos azules y te cambiaste el nombre a Garrick Wolf. Hasta hace unos minutos descubrí que el “Garrick” lo sacaste de un personaje de un poema de Juan de Dios Peza, publicado en 1890. Me fue fácil encontrarlo, solo tuve que goglear: «Garrick suicidio». En él, un hombre llega con un doctor para decirle: “Nada me causa encanto ni atractivo/ no me importan mi nombre ni mi suerte/ en un eterno spleen muriendo vivo/ y es mi única pasión la de la muerte”. El doctor, alarmado por la confesión, le receta a su paciente, como único remedio capaz de sacarlo de esa profunda desesperanza, acudir al show del payaso Garrick, conocido por ser infalible para hacer reír a cualquiera. A lo que el paciente contesta: “—Así no me curo; ¡yo soy Garrick!… Cambiadme la receta”.
No voy a fingir que este hallazgo fue del todo una sorpresa. El “Garrick” de tu nombre de usuario es uno más de los cientos de señales que avisaban lo que venía. No fueron tus lecturas las que te llevaron al suicidio. Romantizar tu propia depresión, verla como una supuesta cuestión filosófica y no un problema médico, como lo aborda Styron, te dio un motivo para vivir los últimos años. Me refiero a esa vida de poeta maldito que en cualquier estudiante de Letras me habría parecido impostada, pero que a ti te sentaba bien. Y lo sabías, en la semblanza que escribiste para la antología Químicas Sanguíneas te autodenominas «bohemio». Romantizar tu depresión también impidió que recibieras el tratamiento que necesitabas. En tus borracheras, cuando gritabas extasiado que para crear arte con verdad había que estar dispuestos a morir, la palabra muerte, en contraste con tu piel aún joven, era hermosa de la misma manera en la que a alguien puede resultarle hermosa la palidez que se dibuja en el rostro de los moribundos, o la belleza en algunas fotografías de nota roja.
Los poemas que te publicaron en la antología, como todo en tu vida, eran un llamado de auxilio, pero que no logramos advertirlo, hipnotizados por esa rara belleza kamikaze. “La cura es la muerte/ vivimos enfermos de vida”; “Es momento de sacar la colt .45/ ponerla en la sien / y no poder morir/ tengo miedo/ Una vez más, unas horas más de odiar al mundo” . No eran “pistas”, sino la continuación de un discurso que repetías tan a menudo que nuestros amigos comenzaron a decir que solo buscabas llamar la atención. Me duele aceptar que a veces pensé lo mismo. Tristemente preferimos no escuchar. Te perdimos en una muy visible oscuridad.
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Al regresar de su viaje a París, Styron comenzó una dura travesía psiquiátrica con el doctor Gold, en la que desde un principio lo desalentó saber que las medicinas solo surgirían efecto después de varias semanas. Han pasado más de treinta años desde la publicación de su crónica y los medicamentos aún tardan un par de semanas en comenzar a mejorar la sintomatología. Un tiempo con el que, lamentablemente, muchos de los pacientes con depresión avanzada no cuentan. El doctor Gold también le recetó a Styron un sedante y le indicó que podía tomar cuantos quisiera. Más adelante, Styron descubriría que como depresor, el sedante en altas dosis fue probablemente lo que ocasionó que su condición se agravara.
Ante la incompetencia de su psiquiatra, Styron dedicó las pocas horas que la depresión le permitía concentrarse para leer literatura médica relacionada con su padecimiento. Necesitaba encontrar respuestas para hacerle frente a la oscuridad que continuaba ganándole terreno, cada vez con mayor velocidad. En sus lecturas descubrió que el suicidio era más propenso en los artistas, sobre todo en los poetas. Y que podía estar explicado por un trauma de pérdida no resuelto en la niñez , generalmente la pérdida de algún padre. Styron había perdido a su madre a los trece años. Un suceso que desestabilizó a su padre hasta terminar ingresado en un psiquiátrico por un diagnóstico de “melancolía”, al que años después se conocería como depresión.
La tarde en que Styron perdió cualquier resquicio de fe en el especialista, horas antes de estar al borde del suicidio, el doctor Gold le recetó otro antidepresivo advirtiéndole que como efecto secundario perdería la libido. Así fue como Styron confirmó que el doctor no tenía ni idea de lo que era estar deprimido, en su condición era inconcebible tener interés en tener sexo por las mañanas.
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La noche en que me platicaste cuál fue tu temprana pérdida, de la que habla Styron, nunca había escuchado a nadie llorar de esa manera. Los espasmos te doblaron, igual que años después te doblarías en la playa para esconderme tu desnudez. Tuve que sujetarte al barandal de mi balcón. Dijiste que yo era a la primera persona a la que se lo contabas. Esa noche, tu dolor dejó de parecerme hermoso. Algo se había roto y no había manera de remediarlo. La mayor parte de tu vida habías cargado con el peso de tu propio cadáver. No diste el salto solo, te empujaron
Además de la pérdida a temprana edad y ser poeta, habría que sumar que no contabas con los medios para recibir ninguna de las tres opciones de ayuda que Styron sí tuvo: terapia, medicinas y, mucho menos, internarte en un psiquiátrico por un tiempo, lo que finalmente salvó a Styron. Desde el día de tu pérdida estabas condenado.
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A Styron le parece absurda la obsesión con la que analizamos los últimos instantes de vida de quienes son víctimas del suicidio. Creo que nos empeñamos en buscar un motivo suficientemente sólido para justificar que alguien tome esa decisión, si es que en ese grado de locura somos capaces de “decidir”. Buscamos algo que nos tranquilice ante la siniestra idea de que cualquiera puede elegir suicidarse de un momento a otro. Por eso durante un tiempo me aferré a las últimas siete llamadas que escuché que hiciste antes de aventarte a las vías del metro. Nos obsesionamos con estos datos porque en la cordura no hay un motivo suficiente para que un joven aparentemente sano en sus tempranos veintes decida quitarse la vida. Para Styron, alguien deprimido y al borde del suicidio no es otra cosa más que un enfermo experimentando una de las más crueles de las locuras: creer que el mundo siempre fue este lugar cruel y hostil del que queremos escapar, pero que nunca habíamos tenido la lucidez suficiente para verlo. El último engaño que vive el suicida es creer que al matarse se está salvando.
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Perdí contacto con casi todos nuestros amigos. A veces pienso que se debe a una culpa compartida. A pesar de tus abiertas ganas de morir y las marcas en tus muñecas que dejó tu primer intento suicida, no supimos ayudarte. Con mucha vergüenza confieso que esas marcas no me parecían lo suficiente profundas como para haber amenazado tu vida. Ahora reconozco que es una idiotez que necesitara que ya te hubieras suicidado antes, para creerte capaz de hacerlo.
En los mensajes de Facebook que intercambiamos, encontré que antes de que vinieras a Mérida estuviste meses tratando de convencerme que te recibiera en casa. Recuerdo poco de tu viaje porque en ese entonces, al igual que Styron, mi psiquiatra me recetó tomar todos los sedantes que quisiera, alegando que, de no ser así, mis probabilidades de suicidarme eran mayores. Además de autorizarme combinar alcohol y sedantes, lo que me dejó muchas lagunas mentales. No había vuelto a verte desde que abandoné el tercer cuatrimestre de la universidad donde nos conocimos, después de la segunda ocasión en que a consecuencia de mi depresión fui a dar al hospital por lo que volví a Mérida. En los mensajes también me hiciste saber que algunos de los amigos de la carrera te habían hecho a un lado. Para muchos de quienes te rodeaban, incluyéndome, llegamos a la conclusión de que en realidad nunca lo harías. Nos desgastaba escuchar a cada rato tus supuestas ganas de morir. En mi caso, temía que tus ideas empeoraran mi depresión o me convencieran de saltar por el mismo balcón en el que te consolé toda una noche.
Me escribiste que viajarías a visitarme para el día de tu cumpleaños, pero no te tomé en serio. La noche que me marcaste para que pasara por ti a la central camionera sentí pesar, ni siquiera recordaba que vendrías. Era tu cumpleaños y, además de las doce horas de viaje en camión, te hice esperar otras dos mientras trataba de convencer a mamá de que te quedaras conmigo. Cuando por fin llegué, olvidé felicitarte.
Nunca supe si ibas al psicólogo o tomabas algún medicamento. Quizá en un momento de lucidez, como el de Styron, entendiste que, si no salías de tu entorno para mudarte unos días a un ambiente controlado y amoroso (como el que quizá pensaste que encontrarías en mi casa) no sobrevivirías a tu cumpleaños. Según Styron, tener a un amigo o familiar que nos recuerde incansablemente que lo que percibimos cuando estamos deprimidos no es real, puede en buena medida salvarnos la vida. Debí haberte cuidado como alguien enfermo, pero yo solo pude amenazar con orinar tu tumba.
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Al terminar el viaje, del que recuerdo solo unas cuantas tristes borracheras y la ida a la playa, ofrecí a pagarte tu boleto de regreso en avión con la tarjeta de crédito de mamá. Quedaste en pagármelo poco a poco, pero no volviste a escribirme. Después de tres meses escribí: “inche desaparecido. tan mal te la pasaste!?” Quizá más preocupado por el dinero que me debías que por cómo te encontrabas, no estoy seguro. Me contestaste: “cálmese. es que ando ya en la school”.
Casi dos años después volví a saber de ti cuando me enteré que por la noche dejaste de existir en alguna estación del metro. Quizá la ciudad era demasiado caótica y entre tantos acontecimientos dispararte en tu habitación con la colt que mencionas en tu poema te habría hecho pasar desapercibido. Pero la ciudad es tan grande que ni siquiera los titulares cubrieron tu nota, al menos nunca logré encontrarla.
Pasaste de joven promesa, a quien sus padres lo acompañaron a su primer día de clases por ser de los primeros en la familia en ir a la universidad, a poeta maldito en ciernes, a amigo incómodo con el que nadie quiere salir, a borrachito que se aventó al metro y que ningún medio se molestó en cubrir.
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La noche antes de tu regreso a la CDMX te quedaste parado en la playa cubriéndote el pene con las manos, encargado de alertarme si se aparecía algún policía. Esa noche decidí desnudarme frente a ti porque era lo único que pude hacer en ese viaje para comunicarte que estando juntos podíamos ser honestos. Quizá lo que te cubrías con tanto empeño con ambas manos era la dolorosa verdad de que, a pesar del viaje, habías descubierto que aún querías quitarte la vida.
Pasarían varios años antes de que una amiga me recomendara Esa visible oscuridad. El libro de Styron es un texto al que regreso cuando los medicamentos dejan de funcionar, justo como este último mes en el que duermo dieciséis horas al día. Ese libro es el amigo que me recuerda que el mundo que percibo, del que siento una urgencia en huir, no es real.
Esa noche en el trayecto de regreso, debí recomendarte a Styron en vez de amenazar con orinar tu tumba.
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Mientras yo me adentraba al frío mar de diciembre y me sumergía en las pequeñas olas, la oscuridad de la noche terminó por comerte. Confiaba en que si algún policía se acercaba gritarías para que saliera a tiempo. Ahora te veo en esa misma noche, para escucharte tengo que escarbar en mis recuerdos y bandeja de entrada de Facebook. Yo sigo prefiriendo el mar, aún el más picado. Los últimos años continué escribiendo acerca de mis deseos de dejar de vivir, y aprendí que no son lo mismo que los deseos de morir. Justo ayer dediqué el día a hablar con todas las personas que quiero. Muchas se alegraron de que después de meses volviera a buscarlas. Lo tomaron como señal de que me encontraba mejor. Yo tuve la sensación de que en realidad me estaba despidiendo. Siendo honesto, mi papel de suicida romántico ya ha comenzado a ser tedioso para mis amistades.
A veces me preguntó si tú sí hubieras cumplido tu promesa y orinado en mi tumba. En ese escenario te imagino organizando una celebración anual para orinar mi lápida, mientras citas frases fuera de contexto de Camus y brindas al aire con una caguama.
Tal vez debiste ser tú quien escribiera este texto.
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LV