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Unicornio Por Esto: Recuerdos Agridulces

Jose Cauich “Cac” presenta un cuento en el que recuerda la importancia de nunca perder de vista a los menores de edad y al mismo tiempo aborda los sentimientos de un pequeño con padres separados.
"El destello de la cámara me ofuscó y cerré los ojos. Al terminar me cantó  las mañanitas. Una pequeña lágrima se deslizó por su rostro".
"El destello de la cámara me ofuscó y cerré los ojos. Al terminar me cantó las mañanitas. Una pequeña lágrima se deslizó por su rostro". / Cortesía

A Luzia,  Ramón López Castro. Puedo recordar con más nitidez aquel día. Fue cerca de Navidad. Mamá y papá se agarraron a golpes y papá se fue de la casa, por eso mi madre me llevó al parque para que pudiera calmarse.

—Nada de esto es tu culpa, no te sientas mal por lo de hace rato—dijo mamá acariciando mi mejilla.

Su voz era átona, quebrada, y parecía que le faltaba el aire. 

Le sonreí. Hizo una pequeña mueca en forma de sonrisa y me besó la frente. Apreté su mano como si estuviera a punto de caerme al vacío y ella fuera lo único que me sostuviera. Nos soltamos y nos fuimos adentrando bajo la sombra de los flamboyanes rojos que se extendían por todo el lugar.

Miré fijamente las bancas y a unos niños que andaban en patines, mamá se dio cuenta y prometió regalarme unos en mi próximo cumpleaños.

Pensé que, después de todo, no iba a ser tan mala la ausencia de papá. Nos acomodamos en una banca solitaria, pero rodeada de palomas en espera de alimento. Las palomas caminaban junto a mis pies y emitían un sonido, luego se fueron volando. 

Saqué del bolso de mamá mi botella con agua. Bebí unos tragos y le ofrecí. Ella la guardó y se cercioró de que las bancas no tuvieran caca de las aves que se acercaron ronroneando, observándonos con sus ojos naranjas. Mamá se arrellanó  y sacó uno de sus libros gordos. Ella siempre leía cuando peleaba con papá y, a pesar de ello, nunca terminaba de leerlos.

—Ve a jugar, sólo no te ensucies tanto y no te alejes.

Me acerqué y le di un beso a su mejilla que estaba pegajosa, y corrí hacia el griterío de los niños que se divertían en el área de juegos. Me tomé un momento para mirar las pocas nubes visibles. El parque era grande, se extendía a lo largo de una cuadra completa. En medio había una fuente con figuras de flamencos  que expulsaban agua por la boca. 

Entré al área de juegos, los  niños se colgaban de los pasamanos. Otros se divertían en el sube y baja. Subí a la resbaladilla. Desde arriba busqué a mamá, pero los enormes troncos de los árboles eran como un muro infranqueable ante mi mirada intrusa.

Pensé en papá. Deseaba jugar con él, aunque fuera un ratito. El bullicio de los otros niños jugando con sus padres me dio ganas de llorar. Y me quedé  sentado hasta arriba para que nadie me viera.

Una niña me pidió hacerme a un lado. Quería resbalarse y la estorbaba. La ignoré y prefirió irse a jugar a las escondidas con los otros.

Desde arriba me sentía protegido. Deseaba estar solo. Cerré los ojos e imaginé  que todo el lugar era mío, que sólo quedamos mamá y yo.

Un rato después estaba más tranquilo y me deslicé una y otra vez.  Fue entonces cuando un hombre se acercó junto a mí. No me fijé de donde apareció, pero no lo vi llegar.

— ¿Te gusta mucho deslizarte?- preguntó con una sonrisa amable.

Lo miré con desconfianza. Deseaba salir corriendo del lugar. Luego pensé que, a lo mejor, me había confundido con otro niño.

— ¿Estás solo?

 Moví la cabeza de un lado a otro en negación.

— ¿Por qué no juegas con los otros niños? ¿Dónde está tu mamá?

Tuve deseos de correr hacia donde estaba ella, pero al mismo tiempo quería estar deslizándome todo el día. Sentí los pies temblorosos. El hombre revisó sin premura su mochila y sacó  dos paletas de caramelo.

— ¿Quieres una?

Le respondí que mamá no me permitía comer dulces, porque provocaba que se cayeran los dientes.

—Una paleta no hace que se te caigan los dientes. Además, te los lavas cuando llegues a tu casa y listo.

Busqué a mamá entre los cuerpos de los niños que se movían como una masa amorfa de un lugar a otro.

—No gracias, no me deja mamá.

Moví mis manos de un lado a otro, miré hacia los lados y descubrí que ningún otro adulto se encontraba cerca. Permanecí en silencio.

Él le quitó la envoltura a una de las paletas y se la llevó a la boca.

—¿Sabes? —dijo mirándome con sus ojos claros—tengo un hijo de tu edad y come muchos caramelos y te puedo jurar que tiene los dientes más blancos y limpios que cualquier niño de aquí.

En ese momento deseé la paleta. Él lo notó y estiró su brazo para dármela. Sonrió.  La tomé.

—Olvidé decirte que tengo de diferentes sabores— dijo y extrajo más de dónde había sacado las otras.

Sentí temor al pensar que mi madre podría descubrirme comiendo “porquerías”.

— ¿Te gustan las fiestas navideñas?

—Nunca he tenido una fiesta.

— ¿Cómo es posible que nunca te hayan hecho una fiesta?

—A mis papás no les gustan las fiestas— al terminar de pronunciar estas palabras caí en la cuenta de que ya no pasaría mi cumpleaños con los dos juntos.

Él se quedó en silencio. Luego sacó un celular de su bolsillo y me pidió que lo disculpara porque su hijo lo estaba llamando.  Sin alejarse mucho, musitó unas palabras y colgó.

—Disculpa la interrupción. Me acaba de llamar mi pequeño. Está triste ya que hoy iba a hacer su fiesta de cumpleaños navideña y nadie quiere venir. Le he dicho que invitaría a alguien. ¿Quieres venir?

Dudé de lo que decía. 

—Sólo rompemos la piñata, partimos el pastel y regresamos—dijo y me señaló hacia dónde caminar— ¿Vienes?—sonrió como papá. —Ya hay regalos en el arbolito, puedes llevarte uno si te portas bien.

Salimos del área de juegos.

—Le pediré permiso a mamá

—No, no es necesario. Además, no le diré que comiste dulces. Así santa si podrá dejar que te lleves el regalo que te gusta. Será nuestro secreto—agregó y me guiñó el ojo.

Sus palabras me dieron confianza. Me pidió seguirlo y guardar mi distancia. Caminamos hacia afuera del parque.  Atrás se fueron quedando los árboles, el sonido del gorjeo de las palomas, los niños gritando. Nos adentramos entre las arterias de las calles, hasta detenernos frente a un inmenso muro con una puerta de colores.

Él se apresuró a abrir y se dibujó una vereda hecha de rocas de río, que se abría paso en medio de un jardín.

— ¿Cuántos años tienes?

No respondí por estar mirando los arbustos en forma de renos. El hombre se dio cuenta, me dio una palmadita en el hombro y mencionó lo mucho que a su hijo le gustaba mucho la Navidad. Luego repitió la pregunta.

—Siete—respondí lacónico 

La puerta chirrió al abrirse y al entrar a la sala sentí el olor a algodón de azúcar y descubrí con asombro los globos, las luces de colores, las figuras de renos. Me condujo al comedor donde tenía una mesa con un pastel en el centro.

—Voy a subir al cuarto de mi chiquillo para pedirle que baje.

Me quedé admirando el pastel y la pila de regalos alrededor del arbolito. No tenía duda de que estaba en una auténtica fiesta navideña. Esa que nunca había tenido en mi vida.

Emocionado, me acerqué a la mesa para admirar el pastel y se me derritió la boca al descubrir que era de chocolate. Arriba se escuchaban murmullos y un escándalo de cajones abriéndose con violencia.  Las pisadas del hombre retumbaron al bajar las escaleras  y pararse frente a mí.

—Mi pequeño se siente enfermo, no puede bajar, pero quiere saber cómo eres. Así que te tomaré una foto y, además, me ha dicho que no le importa si te toca la rebanada más grande y el regalo que quieras.

Sonreí. No podía creer lo que me estaba diciendo.

 —Ponte junto a la mesa.

 Obedecí su petición. Él caminó con la cámara en mano. Me dio un gorro navideño y me pidió que sonriera.

—Ahora con las velas encendidas—dijo y fue a la cocina por  los fósforos.

Puse las velitas y las conté. El hombre regresó con la caja de cerillos.

— ¿Su hijo cumple doce años?— pregunté

—No— respondió y se acercó a contar el número de velas— voy por más—agregó.

Regresó con otras cuantas y las colocó.

Conté el número de velas. Eran veintidós. Las encendió. Tomó la cámara.

— ¡Pide un deseo!

El destello de la cámara me ofuscó y cerré los ojos. Al terminar me cantó las mañanitas. Una pequeña lágrima se deslizó por su rostro. También quise llorar de la emoción al imaginar que era papá.

No tuve que pensar en mi deseo. Así que apagué de un soplo las velas. El hombre aplaudió y fue a la cocina por el cuchillo para partir el pastel. Me ofreció la rebanada más grande.

Al terminar de comer me sentí empalagado y deseé beber un poco de agua. Le dije que tenía sed, pero él estaba distraído mirando las fotos, así que me señaló la cocina.

Llegué a la cocina. Las cortinas de las ventanas repelían la luz de afuera. Encendí la bombilla y descubrí que la puerta del refrigerador estaba tapizada con fotografías.

 Las observé, eran otros niños que, al igual que yo, posaban ante un pastel como el que había comido. Algunos posaban junto a un hombre vestido de Santa Claus. En medio de todas esas fotos había una de mayor tamaño. Era un niño más pequeño y el hombre lo cargaba en sus brazos.

Me acerqué para contemplarla mejor y descubrí que había sido tomada en la sala. Sentí escalofríos al darme cuenta que el niño tenía la cara de adulto pegada.

— ¿Qué haces?— preguntó el hombre y se acercó nervioso. Apagó la luz y me sirvió agua.

—Ya es hora de ir a jugar—dijo y me condujo a la parte trasera de la casa.

Tenía un inflable y un trampolín. Olvidé el miedo y corrí y brinqué por todo el jardín hasta que oscureció. Escuché villancicos y bebí ponche de manzana.

 Quería quedarme, detener el tiempo en ese momento. El hombre se acercó. Sonreía, me dijo que su pequeño ya se iba a dormir. La fiesta había terminado. Se acercó al árbol navideño y me dio un regalo. Las luces rojas y azules de la sirena de una patrulla iluminaron la calle por un momento. Pensé en mamá, en lo preocupada que estaría al no encontrarme por ningún lugar.  Él  me entregó otras paletas y salimos por la parte trasera de la casa.

Entonces por primera vez sentí miedo, como si saliera de una fantasía. Asustado le solté la mano y me eché a correr. Ya no recuerdo más. Quizás lloré al no encontrar a mamá.  Jamás abrí ese regalo, lo perdí en mi desesperación por volver a casa. Papá no volvió, ni siquiera un buen recuerdo pudo regalarme como aquel hombre que ni siquiera fue mi padre.

Semblanza

Jose Cauich “Cac” (Mérida, 1996) Ha colaborado en; Punto de Partida, Ágora, Fábula, Espora, delatripa, Enchiridion, Revista Alcantarilla, Página Salmón, Monolito y Hora Libre. Actualmente radica en Nuevo León y tiene dos gatas.

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