¿Cuántos años necesitas para preparar una muerte, para disponer los bártulos, liarlos y acomodar las sandalias? No te hablo de la muerte natural, ni de aquella con ruegos para que los caballos bufantes en fatiga, fríos ante los fantasmas, espectros y la negrura, martillen al paso de cualquier carruaje la punta de harapos relucientes, las verdes pupilas y… hasta el violeta de los rostros.
Lo sé, para ti como para los que te susurran el centro del cráneo y cincelan el pensamiento del que no escapas, fueron cinco; dos, desde que abriste los ojos a la revelación del sueño, donde estabas y no, y eras y eras otra entre mosquitos y zumbidos que te impedían huir del miedo, de no ser, de andar sola equilibrante; y tres, de brinco a brinco sobre aguas negras, por frenético laberinto de antorchas, sin el fuego lumínico para aclarar la existencia y toparte de nariz con las razones de tu condición signada por uñas de huesudos índices.
¿Cuántos años dura preparar la muerte de una, de uno, de dos o más seres? Las estaciones de invocaciones febriles -mientras tatúas señales alargadas y estrechas- han propiciado que las hormigas, lombrices y arañas, pierdan su resguardo, su respiración y… la tierra pierdes.
Ojos a la defensa ese sueño has repetido 1,460 veces y del cuaderno de yerbas olorosas aprendiste el canto de las hiedras, de la ortiga, del ajo para activar el hechizo del talismán, la prenda entre seda y mariposa monarca con el cuero de venado en tintas de colores.
Las brujas te acechan siempre hasta en noche de lluvia, como ahora en el aguacero de caída torrente después de año y medio de sequía, porque cada hebra de gotas engarzadas talla surcos a sus rostros, perfectos en la espera para machacar lo que guardas de alegría y esperanza, entre la pureza que insisten vaciar del ánfora donde las depositas para el futuro.
Eran tres, pues una partió para recoger el velo del olvido. Otra queda mirando la vereda por donde apareces cada penumbra y te sabe objeto prisionero para sus garras ávidas del dolor a punto de la sangre. La tercera es la voz, ostentosa espina que vierte a tus oídos sentencias en conjuro, sin la risa estridente atribuida a ella.
Te dices que las amas porque así ha sido y, después de la recolecta de perejil y romerillo, de perfumar las ropas con albahaca, esperas cada aro de la cadena en tu tobillo y la plegaria para ahuyentar la noche de los búhos para que amanezca terciopelo en azul, en tenaz ciclo de insensato desamparo.
?No brinques, no corras, no mires los arroyuelos ni hundas las sandalias en la orilla de la luz. Cubre los costados de tu mirada. Aprende los escondrijos de los mapaches, fija la astucia en las flores blancas como sombrillas, no te distraigas ni aspires el aire demasiado -dicen cuando abres la puerta.
Tus brujas curan la sarna con la raíz de hierba de cuervo, el algodoncillo recolectado por manos castas. Curan.
?Útero de rata, músculo de cobayo, ala de búho, saliva de musaraña. Sorti Enmin Madrizal. Cumu Pedre Tación. ¡Torfender Plamo Brojk!
Alguna vez acunaron la brillantez que portas en los ojos, alguna vez. Antes de sus yertas vestiduras y corvas aguijonadas, solían caminar hasta el valle para llenarse de asombros, pero llegaste y ella se fue, y… otro verdor se cubrió de rocas.
Las brujas ya no tienen escoba pero remontan el aire y bañan con fétido aliento el barro exterior de su casa, la tuya, la de siempre y hasta cuándo.
En esta lobreguez de otoño intuyes, casi aseguras, el momento de su confianza para sucederlas sin que lo resientan. Crece tu fuerza, tu energía; puro es tu pensamiento. Y es el instante del ajo y glándula ponzoñosa de salamandra tigre, del besuqueo sin las colas de cuija, y aquí frente al letargo que les indujiste, ellas sabrán de tu sueño emancipado; lo crees y mientras viertes gotas ardientes por su garganta les musitas casi un canto: “Por el lodo me desprendo de sus brazos, como semilla que deja dejó la fruta al pájaro y los vientos, con este zumo de hojas secas que adormece para siempre, para renacer maíz, canela, agua bendita de los lagos.”
Sabes, incluso has escuchado las murmuraciones a tu paso por la callejuela principal del pueblo.
?Quedó en soledad batiente. Nadie se explica lo sucedido, pero así pasó, lo juro.
?Y decían que eran unas brujas malas, pero amanecieron dormiditas, como las almas buenas.
Tan joven, tan rubiecita, tan sabia. Ya no mantienes el cerco en alambrada. Tus tobillos cicatrizan. Recibes el año con alcanfor en esencia de lavanda. Recitas a los vecinos aquellos conjuros para romper las maldiciones que los afectan y te obsequian ricas viandas, capas, pavos y ratas para tus culebras. Atraviesas el valle en exquisito empleo porque la necesidad te ha vuelto bruja.
Bruja, bruja blanca, blanquísima, inmaculada, estrenas conjuro: “Sidielón adormidera blanca. Yierbamo, yuca cimarrana. Arengle Prumia Hinoja Yedro, -y sonríes.
PIJAMAS DE MADERA
(Publicado en ¡Canta herida!, Paraíso Perdido, 2018)
Gabriel Rodríguez Liceaga (CDMX, 1980)
I
De un tiempo para acá a doña Trinidad le aterra la máquina con que rostizan a los pollos. Es un miedo que ella no puede explicarse, originado sabrá Dios por qué pesadilla o tropiezo de su agotada mente. Las aves muertas girando ante el soplo de las llamas del infierno, la presencia del armatoste como un hocico inhumano y giratorio, el fantasmagórico calor que emana tanto animal sacrificado.
Y ella que juraba que ya se había quedado sin imaginación. Se siente apenada y estremecida a la par.
Son las nueve de la noche, el rosticero lleva ya un rato apagado. Su esposo está de pie al lado de la caja registradora, hace cuentas mentales. Ella barre y piensa en dónde colocaría las trampas para ratas. La cortina de acero está abajo. El letrero luminoso que da a la calle está apagado. Pronto subirán ambos a la habitación donde les espera su catre iluminado por un foco de luz pajiza. Luego se recostarán hasta conseguir sueño. Casi no se hablan. Se comunican a quejidos, a miradas de pistola, a carraspeos y tos. La otra noche ella rompió el silencio:
–Harta pena me da estar viva.
Eso fue lo que dijo. Él no supo qué responderle. Hubiera querido abrazarla o medirle la temperatura, decirle que no están tan viejos, que setenta de cada diez viejitas exageran. En cambio, sacó la caja de galletas que esconde debajo de la cama y puso ahí las ganancias del día. Igual que todas las noches. Cierra la caja y la imagina un féretro en miniatura. Tanto él como ella saben que el dinero ahí contenido es para cuando uno de los dos tome la delantera. Para nuestras pijamas de madera, como les dice ella.
“Un ataúd de cedro elaborado y barnizado, con acolchado interior y ventanita, manilla de metal y abrazadera”, piensa él. Su esposa se duerme al instante. Es envidiable la facilidad con que se entrega a la dejadez. Prescinde del mundo nada más pegando los ojos. Él observa su pecho subir y bajar, parece una tripa, un globo que se desinfló sin reventar.
De la boca de ella salen flotando varias letras zeta. Una tras otra y escalonadas, crecen hasta tocar el techo. Las acompaña un silbido. Él ya se acostumbró a ellas. La primera vez que las vio incluso pensó que se estaba volviendo loco. Las sacude con un manazo, alejándolas como si fueran moscos intrusos.
Un repiqueteo interrumpe el desfile de letras zeta. ¡Están golpeando una moneda contra la cortina de acero! Apenas ubica el sonido cierra los ojos, haciéndose el desentendido. “Que baje ella”, piensa. Doña Trinidad se levanta de golpe. Un instinto de alerta la hace ponerse de pie, encender la luz, buscar un suéter en la bola de ropa sucia y bajar las escaleras. A él le asombra el repentino arranque de agilidad de su mujer. Palpa el hueco que dejó a su lado. Observa las cuatro esquinas de su techo, repletas de arañas y sus frágiles construcciones de red.
II
–Viejo, viejo –dice Trinidad mientras le zangolotea un hombro con suavidad–; levántate un segundo.
–¿Qué traes, tú?
–Era la vecina. La de los caldos.
–No son horas...
–Mira, viejo; le dejaron esta carta.
–Tengo la vista cansada, léemela, qué dice.
–Lo secuestraron… se robaron al niño que barre.
–¡Ese ojete! –responde él por instinto.
–No digas. Lo secuestraron y dicen que si no pagan cinco mil pesos lo van a matar.
–¿Quiénes lo secuestraron?
–No pues eso no se sabe.
–A ver, pues…
Él le arrebata la carta, la lee en silencio.
–Qué letra más fea. Seguro se trata de un juego. Además cinco mil pesos no son nada. De lejos se ve que es pura guasa.
–Le dije que te iba a convencer de cooperar con algo. Está de puerta en puerta juntando el dinero.
–Qué cooperar ni qué una chingada.
–Está desesperada.
–Que no. Cada quien se las arregla como puede.
–Nada nos cuesta, viejo. Ándale. –Sí nos cuesta. Y era obvio que ese gañancito andaba en malos pasos–, le da la espalda y jala la manta hacia sí.
III
Al día siguiente Trinidad encuentra la caja registradora cerrada con llave. Cada que es necesario entregarle su cambio a un cliente debe de ser bajo supervisión. Ella sabe que su esposo le tiene poca estima al niño desaparecido. Güerito mal portado que barre afuera de los negocios para reunir un dinero con qué ayudar a su abuela. Nadie sabe si tiene un retraso mental o sólo se hace. Destierra el polvo de la cuadra. A veces, justo a la hora de mayor clientela, el niño entra a la pollería y grita con todas sus fuerzas: “¡Aguas, esos pollos son de perro!”.
El marido sabe que aquello es sólo una travesura. Los clientes rara vez se asquean o reaccionan. Habría que estar muy pendejo para confundir la carne de pollo con la de perro. Ni siquiera tiene nada que ver una cosa con otra. “Si en cambio dijera que la salsa es agua del caño…”
–Dame dinero para comprar trampas para las ratas –le dice su esposa en voz baja, interrumpiendo sus pensamientos. –Urgen.
–El domingo las compramos juntos –le responde él tajantemente. Y le indica que regrese a su sitio detrás del mostrador.
Ella obedece. Ora en voz bajísima. Sólo sus labios se mueven casi sin querer. Intenta no pensar en el niño. Trata de evitar observar a los pollos girando. ¡Esa boca del lobo! Ya algunos clientes se han quejado de que los pollos no están saliendo tan suaves. Se debe al miedo que Trinidad ha desarrollado por el rosticero. ¡Esas fauces! Ya no los moja en sus propios jugos, no los escucha ni huele ni voltea.
IV
Ella le dice:
–Te lo suplico. También parte de ese dinero es mío.
Pero por respuesta él sólo pone una mueca arisca y se cruza de brazos.
–Es sólo un niño.
–Ya deja de estar chingando, mujer. Vístete, ándale.
Trinidad cierra los ojos, apretando ambos párpados como si fueran puños. Se coloca su camisón. Se acuclilla para rezarle al clavo en la pared donde antes estaba un Sagrado Corazón.
–Ya vente a la cama. Le haces mucho al cuento.
Ella acata la orden. Boca arriba, en su flanco de dama, rezara hasta quedarse dormida. Tú eres el perro, alcanza a pensar.
No tardan en brotar las zeta de su boca. Una tras otra, cuesta arriba. Él las observa con malhumorado encanto. Las letras flotan pacientes y formadas por estaturas, en interminable procesión. Él escucha los sonidos de su propio cuerpo, reconoce los latidos de su corazón repercutiendo en ambos lados de la sien, en el centro de su pecho, en la cúpula de su cráneo. Está inquieto. Sabe que está a punto de estrellarse una moneda contra la cortina de acero. Todo el día sintió que en cualquier momento aparecería el niño desprestigiando sus pollos a gritos.
Pero el niño sigue secuestrado.
Evoca su infancia, pocas cosas permanecen más de un instante. Es como un talco arrojado al aire. Le sorprende que la vida lo ha ido encerrando cada vez en espacios más hoscos y diminutos. Cierran la pollería y tanto el barrio como la ciudad y el país dejan de existir de golpe. Luego suben a la habitación y la pollería también cesa de existir. Luego su mujer duerme y sólo le quedan sus delirios y las arañas allá arriba y el dinero reunido en una caja de galletas abajo.
“Mejor que sea de roble, el ataúd… ¡eso! De roble”.
V
–¿Qué pasó con el billete falso con que nos pagaron hace unos meses? –le pregunta doña Trinidad a su marido.
–¿Otra vez con eso?
–Estaba aquí, doblado en el espejo. Pero ya no lo encuentro.
–Me deshice de él.
–¿Cómo?
–Pagando el gas. Los del camión no se dieron cuenta.
–Ah –responde ella y baja la mirada.
No hay clientela esa tarde, día flojo. Él abandona el local, se queda parado a la mitad de la calle. La banqueta luce más sucia que de costumbre. Es por culpa de tanta construcción alrededor. ¡No, no es culpa de las obras! Mira a la gente que pasa, observa el piso lleno de cucarachas muertas y colillas de cigarro, chicles aplanados o basuras de inexplicable origen. La gente que pasa. El mundo girando a su propia velocidad alrededor de un Sol inclemente. Ya quiere que se haga de noche, ya quiere que todo se esfume excepto su pequeña habitación arriba del negocio y su esposa durmiendo. Una lágrima le parte el cachete en dos. Todo lo que le queda en esta vida es su Trinidad.
Y ahorrar para la muerte. Al regresar toma un billete de doscientos pesos. Se lo entrega a su esposa.
–Y que se den de santos…
Ella no sonríe. Toma la cifra y apresurada cruza la calle rumbo a los caldos.
A las nueve de la noche bajan la cortina, apagan el letrero luminoso, suben las escaleras y se colocan sus atuendos de dormir. En esa ocasión él no guarda billetes en la caja de galletas. Ella duerme sin inconvenientes. Manan las letras zeta. El entiende que ya sus huesos y músculos no le darán la posibilidad de matar a las arañas que habitan las esquinas de su techo.
VI
Quiebra a la noche el sonido reiterativo de una moneda contra la cortina de acero. Él se arrebuja en la cama, está sudando frío. Despierta a su esposa. “Tocan”, le dice al oído. Ella se incorpora, alcanza a santiguarse antes de bajar por las escaleras.
Regresa al poco rato. Pálida como una luz cansada de ser luz. Se sienta a su lado, enjuta y reponiéndose de un temblor general que inicia en su barbilla y se extiende por sus manos heladas. A doña Trinidad le cuesta trabajo hablar, siente como si todo lo que ha aprendido en la vida se le olvidara a barridos de escoba. Piensa en los pollos girando en la máquina. Dorándose lento y con violencia. No son pollos. Tampoco son perros. ¡Son otra cosa! Son corazones inmensos, podridos, ensartados. Ancianos fetos de demonio, crujientes y ambarinos. La piel se le pone de gallina.
–Lo encontraron muerto –susurra; casi deletreando–… lo ahorcaron con un alambre de púas. Muerto –repite y cada letra en esa palabra surge torcida de entre sus labios.
–¡P*ta madre! –responde él, honestamente sobresaltado.
Ella tarda en recuperarse. Pasan un buen tramo de noche en silencio, observándose a los ojos. Buscando ahí dentro sabrá Dios qué cosa extinta.
–No se reunieron los cinco mil –dice ella antes de meterse abajo de las sábanas–. La de los caldos anda devolviendo el dinero que juntó. A la mensa no se le ocurrió anotar cuánto le dio cada quién.
Ella, temblorosa, le entrega a su marido un raquítico taco de billetes. Él lo desenrolla. Sonríe con naturalidad macabra. Son setecientos pesos.
Para el barniz de nuestras pijamas de madera.