El pálacio de los puros
(Capítulos I y II)
Describe personajes repulsivos y escenarios de grandeza marchita como un mural de vida cotidiana entre malditos. Es la mirada de un autor y su alter ego, Abel invierno, lúcidos y autodestructivos. Panyagua es realista sin saturarnos de realismo descriptivo. Corresponde a los escritores que habitan una urbe inagotable en sus miserias. Como en toda trama que merece desarrollarse con oficio, El palacio de los puros es un retablo de cegueras y crueldad. La respiración del autor a través del lenguaje viaja al borde del vacío, angustiada y desoladora.
Un aire viciado procedente de todas las capas sociales se concentra en la penitenciaría, donde cohabitan los monstruos de la sociedad afuera como legión maldita. Dentro, Abel invierno pasa por su propia pesadilla. Presunto multiasesino de mujeres, narra como a susurros el pasaje de su vida que lo convirtió en un proscrito patibulario. Defiende su verdad necesaria para entender su propia vida, arrancándose la mordaza impuesta por la ley y la sociedad, falacias que castigan a los más desposeídos. Abel es un artista treintañero que poco a poco fue aceptando amargamente que la vida de bohemio tiene muy pocas recompensas y sí muchas penitencias y condenas.
Reflexivo pese a su mente seducida por los excesos, Abel es suficientemente pícaro para perseguir sus terrores nocturnos sobre el arte y los personajes que cruzan por su vida en un universo poblado de abusadores, farsantes y fracasados.
Acéfalo
Para entonces hacía mucho que había perdido la cabeza. Veía a través de la ventana los árboles del camellón pringados de lluvia, gotas resbalando en los cristales. Pedí al mesero un par de huevos fritos y un café mientras organizaba los pensamientos en una especie de álbum fotográfico que iba reproduciendo los hechos recién acontecidos, podía olerles la frescura, su goteante humedad. No experimenté pánico, pena o culpa alguna, y hasta el día de hoy no han venido a pasearse sobre mí los fantasmas del remordimiento, eso que mi doctor llama consciencia. Por el contrario, aquel 22 de marzo del 2009, según consta el acta de aprehensión, lo que me acaeció fue sentir una liviandad y una tranquilidad plenas, reflejadas en el pulso firme de mis manos, en mi rostro sereno.
En el transcurso de la tarde recorrí barrios enteros tratando de despejar la mente, pero siempre llegaba la imagen de sus ojos suplicantes, asaltados por la sorpresa de siete estocadas, para luego recubrirse con un brillo sublime; aún podía observarme en sus pupilas que se dilataban sosteniendo un cuchillo que goteaba su propia sangre. Caminé mucho, impulsado por una inercia involuntaria, y me detuve dos calles antes de volver a su departamento, lugar del crimen. Mi médico dice que fue un acto realizado por el subconsciente y acabé por aceptar que así había sido. Al ver desde lejos el azul y rojo de las torretas policíacas que continuaban anunciando la desgracia, decidí irme a casa.
Había anochecido, la luz de los postes iluminaba el asfalto mojado por la llovizna. Tendría que haber sospechado que algo raro pasaba cuando entré a la panadería y don Alex no me saludó como siempre, sino que me despachó como a cualquier desconocido, pero atribuí el hecho a que había peleado otra vez con su esposa.
Entré al edificio con la sensación de que alguien me seguía. Cuando giré la llave en la puerta de mi departamento, una cuadrilla de gendarmes cayó sobre mí. Entre la retahíla de gritos y golpes de los policías, los ladridos del perro tras la puerta contigua y la mirada de desprecio de los vecinos, alcancé a escuchar un: Queda detenido por el asesinato de seis mujeres y... más ladridos. Tiene derecho a permanecer en silencio y cualquier... interrumpido por él: ¡No mames!, de otro policía que me agarró por los sobacos y me levantó como a una almohada; este me propinó un cabezazo que terminó de desacomodarme los pensamientos. Sus ojos llenos de rabia, de indignación, fijó en los míos. ¿Sabes lo que les pasa en la cárcel a los mata policías?, dijo sin dar importancia a la acusación de los otros crímenes, mientras me azotaba como a un bulto contra el suelo.
A través de los vidrios empañados de la patrulla observaba al enjambre de curiosos que se agolpaba sobre la acera. Quiero llamar un abogado, dije al oficial que se encontraba sentado a mi lado, que solo rio y me cruzó dos puños por la cara. La unidad se puso en marcha, con el techo disparando luces bicolores y el alarido de su sirena. Mis pensamientos seguían la ruta de los arañazos de lluvia que trazaba el viento en los vidrios; de fondo la ciudad: muchedumbres, tráfico, edificios, comercios, paraguas…
Cuando pude sostenerme en pie, tres custodios me trasladaron a la valoración médica y a la toma de huellas digitales. “Ahora sí, güero, vas a pasar por el piano y te va a salir todo el desmadre si ya tenías antecedentes”, mencionó uno de ellos. Se me ocurrió preguntarle cómo es que habían dado conmigo. “Si serás pendejo, güero, pues en el Seven-Eleven de la esquina, donde tiraste el cuchillo y el trapo; la cámara te grabó cuando pasaste a comprar cigarros, te hiciste famoso así”, chascó los dedos. “Si serás pendejo”, repitió.
Escribo, ya no en la cárcel, sino desde este purificatorio, como lo llama el enfermero Alfonso, una habitación de cuatro por tres de techo y muros ampos, que guarda una simetría y un orden escandalosos: una cámara de burbuja negra fi ja al techo; una repisa pintada de blanco; cama blanca, almohada blanca y sábanas blancas; una lámpara fi ja a un buró, ambos blancos; un baño sin puerta con un inodoro de blanca porcelana; dos ventanucos: uno en la puerta de aluminio que da al pasillo y otro incrustado en un muro que da al estacionamiento. Y en mi alba y nevada habitación que huele a hielo y medicinas, donde, cuando intento dormir sueño insistentemente, noche a noche, un charco de sangre que crece con gotas que escurren de mis manos, yo, Abel Invierno, con treinta y seis años de edad, con un dolor de pies nocturno que contraje desde la humedad del reclusorio, con canas de más, midiendo un metro setenta y tres centímetros y pesando setenta y cuatro kilos netos, pintor, de temperamento saturnino, con todos mis dientes y mis huesos completos, de ojos marrones, ideas delirantes a duermevela y fantasmagorías durante la estación de lluvias, escribo (no ocultaré detalles porque ya no tiene sentido ocultar nada) en papel blanco una historia negra, la historia de un monstruo común.
La mañana de un lunes de junio del 2006, Ema se fue; había un sol turbio entre las nubes que flotaban en el horizonte y un fuerte olor a humo y gasolina se filtraba a través de la ventana. Aquella mañana fue la última vez que la besé y le dije: mi amor, mirándola a los ojos, aunque minutos después saliera de mi vida por la puerta, no sin que antes me dijera:
¡Tienes corazón de perro! Recuerdo que vi por la ventana cómo se alejaba con su bolsa de mercado llevándose sus trastes, su ropa y su risa lenta, subiéndose a un taxi del sitio de la esquina. Dos años después me encontraba observando por la misma ventana a los taxis que llegaban a apearse, esperando que ella descendiera de alguno, pero no volvió. Posteriormente, cuando abrieron una puerta incrustada en un cariado e imponente portón gris perla que ostentaba sobre el dintel: Reclusorio Oriente, pensé que seguía mirando por aquella ventana esperando su retorno.
En la cárcel conocí a Jorge Pinzón, un viejo maquinista que apodaban Corazón de perro, preso por haber matado a golpes con una plancha doméstica al amante de su mujer. Era el encargado de los préstamos de efectivo para los reos de nuestro dormitorio y de cerciorarse que algunos monstruos rociaran con agua la cancha de tierra, antes de los partidos de fútbol. Llevaba un minucioso inventario de “oportunidades”, llamaba a sus negocios turbios, pero Jorge era algo que nunca supe a ciencia cierta de qué se trataba, solo sé que su influencia era grandísima, tenía puerta-abierta y así podía caminar sin limitaciones por el área de Ingreso, el Centro Escolar, los talleres, el Hospital, la cocina, los comedores, los ambulatorios, el Pueblo, los subpatios, los diez dormitorios y los seis anexos del penal. Llevaba siempre en el bolsillo una libreta y una pluma para apuntar el nombre y la matrícula de los reos que iban llegando del Centro de Observación y Clasificación al área de Población, subrayando a aquellos que pagarían por una “estancia más cómoda”.
Entre el penetrante tufo a humedad, a pintura, a agrio y cagadas de rata; por entre ropa y cobijas, cuál mampara, puestas a secar sobre las rejas y cientos de delincuentes vestidos de beige, veía pasar a Corazón de perro recolectando los réditos del veinte por ciento diario del dinero que prestaba, más los incentivos y estímulos que recibía por facilitar algún embarque.
Pasados casi tres meses dentro del reclusorio, un día llegó para quitarme de las manos la toalla con que tallaba día a día, metro a metro, los pisos del Hospital, y me dijo con su voz carrasposa: “No tendrás que limpiar más si me arreglas mi sirena”, al tiempo que se levantaba la manga izquierda de su camisola y me señalaba un tatuaje de algo parecido a un pescado con tetas, rodeado por otros grabados igual de deficientes: un corazón saeteado, un diablo azul con ojos rojos, los nombres Vicky y Luz Elena, un Bart Simpson sobre una patineta, un dragón que parecía una boa con alas, una calavera con un casco vikingo, aparte de los muchos otros, ya ilegibles, que surcaban su cuerpo. Es un trato, expresé, y le ofrecí la mano que me dejó colgando entre las camas de metal y los trípodes que brotaban del piso de cemento, huérfanos de bolsitas de suero y soluciones.
Acabaron las torturas, los interrogatorios a puño y grito por parte de los polis; las bromas humillantes, las provocaciones y los golpes con otros presos que, confieso, la fama de asesino amainó hasta lo ridículo. A partir de ese día no volví a lavar ni mi ropa, y el señor Monterrosa, jefe de varios dormitorios, me trasladó de aquella inmunda celda donde moran los monstruos y los huérfanos, a su propia celda, dentro del dormitorio 6.
Fue algo estupendo; en la otra celda habitábamos, hacinados, treinta y un sujetos, entre chinches y ladillas, un olor a pies infectos y perpetua inmundicia; en dicha celda de cuatro por cuatro más un baño que ocupaba un metro más, teníamos que dormir, unos pocos en los
camarotes, uno o dos sentados en el inodoro, otros tumbados y con las piernas recogidas en el espacio de la regadera sin regadera, los más en el piso en formación sardina-en-lata y, si esto no alcanzaba, dos o tres tenían que ser amarrados a las rejas; había otros que se quedaban acuclillados en los rincones, fumando crack toda la noche, vendiendo las nalgas a través de las rejas por una dosis más.
En mi nueva celda (con pisos de loseta, un teatro en casa y una barra de loza, con colchonetas para dormir y no cartones) solo éramos seis, y teníamos que bañarnos diario por mandato de Monterrosa, que me bautizó como el Condeso y me hizo una especie de secretario y recadero, dándome libre albedrío para redactar el contenido de las cartas que recogía un sobrino suyo para hacérselas llegar, respectivamente, a su esposa y otras dos queridas.
Pasaron muchos días, mismos en los que me pregunté cómo es que sabían todo de mí; por ejemplo, el señor Monterrosa me había preguntado: ¿Para qué chingados sirve un licenciado en artes plásticas y visuales?; y: ¿Qué es un poeta?; tu papá fue poeta, ¿no? Tenían datos de hasta mi último día libre. Sabían quiénes habían sido mis progenitores, dónde y qué había estudiado, a qué me dedicaba, a cuánto ascendían mis bienes y quiénes eran mis amistades. Me quedó claro con un par de frases aisladas que expresó Jorge: Estabas a punto de quedarte sin nada, osease, ¡vegetariano a huevo!; y: Dicen que tu amigo el actorcito ese anda soltando mucha lengua, cacareando que no lo puede creer, que es imposible que te hayas chingado a todas esas viejas; dice que en tu defensa publicará algo. El amigo al que se refería era Marto, quien nunca fue a verme, actor de teatro y de cortos de publicidad; siempre planeaba escribir guiones para cine y obras de comedia, pero terminó como un actor teatral secundario y escribiendo para un periódico más de anuncios y chismes en lugar de noticias; pero en esos días, ni los diarios, ni los noticieros de radio y televisión pregonaban nada de la investigación, por lo mismo, tampoco de mi vida personal.
Cierta madrugada, justo después del primer rondín que anunciaba: monas, mota, piedra, una mano me arrastró con vigor fuera de la celda. La voz grave y rota de Corazón de perro depositó sobre mi rostro, junto con su aliento a sardinas, su: ¡Es la hora!, y conduciéndome entre los túneles me llevó a la cocina, donde, según él, había la mejor luz a esas horas.
Mientras una cuadrilla de reos tallaba estruendosamente ollas y cacharros en medio de un hedor permanente a cebollas hervidas y grasa, con un plumón negro, en relieves y escalas de grises para efectos de sombreado, le dibujé una sirena de tetas perfectas y cola larga, traté de asemejar el rostro lo más posible al de Scarlett Johansson, agregándole un toque ceremonioso y algún rasgo de imperfección; el resultado fue una sirena parecida a la de las barajas de la lotería. Satisfecho, hizo que un reo somnoliento, flaco y atestado de pecas y tatuajes, comenzara a pincharlo con una tatuadora made in cana, cuya aguja zambullía cada diez puntos en una tinta de dudosa procedencia. Casi al amanecer, mientras algunos reos se dirigían a trabajar en la panadería o en la cocina, mientras el personal del comedor les servía el café a los celadores de las casetas y los ambulatorios, mientras tres o cuatro burros daban su última ronda, el tatuaje estuvo terminado.
Por un arreglo entre Corazón de perro con no-sé-qué-potestades-del-penal me dejaron permanecer tumbado todo el día en mi celda. Desperté cuando sonó la chicharra para pasar
la lista de las dos y media de la tarde; veinte minutos después, la mayoría de los reclusos se dirigían por el rancho o a realizar las fajinas u otras actividades. En ese momento, volteándome boca arriba y tirando la cobija a un lado, vi al señor Monterrosa a través del hueco de un sarape puesto a manera de cortina sobre la reja que cercaba el retrete: en toda la desnudez de su cuerpo grasiento, arrodillado, consolando sus soledades de macho furtivo introduciéndose un desodorante de bolita por el ano mientras realizaba una felación a un joven custodio. Mi impulso fue voltearme, pero Monterrosa, que con el sarape ya a medio telón se limpiaba la cara, alcanzó a ver mi semblante. Sus ojos, estrábicos, devoraron con parsimonia cada una de mis facciones. Sshhh, pronunció. El custodio se abrochó los pantalones con la cabeza hundida en el pecho y salió de la celda; al instante entró el Caburro. No se habló más del asunto. Mientras la repulsión me invadía, el jefe se vistió, prendió la televisión y se tumbó sobre su mullido colchón a ver el Toluca vs. Puebla.
Desperté cuando alguien se acostó sobre mi abdomen, sujetándome ambos brazos, mientras otro sujeto apretaba una almohada sobre mi rostro. “Si dices algo de lo que vistes esta tarde, te carga la verga. ¿Me oíste?”, amenazó una voz agitada, nasal. Un par de celadores me arrastraron a través de la celda; pude ver a los dos tipos que me habían maniatado y a Monterrosa junto a ellos, mirando impasible cómo los custodios me llevaban. En la frontera sur, frente al anexo de máxima seguridad, me vendaron los ojos y me condujeron a través de pasillos y rampas en un constante martilleo de toletes sobre las espinillas y los brazos; al llegar a cierto lugar se detuvieron, allí comenzaron a romperme la cara y las partes blandas hasta que alguno acabó por noquearme.
El hervor de los caños y el sabor de mi sangre fue lo único que probé y olí en lo que me parecieron ser dos días continuos. Por fin corrieron el cerrojo de un postigo incrustado en la puerta de acero y se iluminó, a través de un pequeño rectángulo, aquella mazmorra inmunda de dos por dos. Pude atisbar, con la vista lastimada por el chorro de luz que violó la oscuridad cerrada, la parte posterior de una rata que se metió a un agujero hecho en el piso de concreto: el retrete.
Una voz me llamó desde la compuerta, al principio la creí lejana, como si proviniera de un lugar remoto, después se fue aclarando y ensanchando hasta llenar todo el receptáculo. “Como me hiciste el paro con mi sirena, te voy a dar chance de pedirme algo pa’ retachar la copa, pero nomás una cosa”. Mis labios hinchados, resecos en sangre, balbucearon esa pregunta que, dice mi doctor, fue un chispazo de escepticismo con el que traté de justificar todas mis congojas: “¿Por qué te llaman Corazón de perro?” Parpadeó un par de ocasiones y acercó el mentón hacia la trampilla por la que se coló un soplo de aire fresco junto con su respuesta: “Cuando maté a aquel culero que se andaba comiendo a mi mujer, me anduve escondiendo por el barriecito de La Primavera, allá por Ajusco. ¡No traiba ni pa’ tragar!”; se contristó su rostro; “lo único con lo que arranqué del cantón fue con mi perro… me lo tuve que comer, todo, menos el corazón, ese lo enterré junto con los guesos”.
Las contusiones me palpitaban. La luz se había convertido en un hilillo impreciso que me permitió, con dificultad, observar el sarro de las paredes; noté cómo habían arañado con desesperación uno de los muros, a la altura de mis rodillas, y también a las moscas que revolaban sobre el hoyo de las eyecciones.
Mi nombre es Jorge, aseveró, e introduciendo una mano, buscando a tientas, depositó en las mías una botella de agua, un sarape y una pelota de frontón; el guardia me pasó un vaso desechable con té y una charola de plástico que contenía un caldo insípido con pan remojado y lentejas. Es caldo de pollo, dijo mordaz y cerró la compuerta, “¡La pelota es pa’ que no te coman las ratas!”.
El silencio se fue acrecentando y apareció ese zumbido con el que aprendí a relacionarme, adhiriendo su existencia a la mía. La consistencia viscosa de los muros distaba mucho de la áspera, pero igual húmeda, del techo. Acostado sobre el suelo, boca arriba, para retener visualmente un poco más los pensamientos, pasadas las escabrosas e inevitables reflexiones sobre ese concepto tan abstracto y ambivalente que es la justicia, mientras centraba mis pensamientos en las sensaciones de dolor y abandono que me acometían, mientras las lágrimas se agolpaban en mis ojos para momentos después rodar en hilos tibios de mis sienes hacia mis oídos, una rata mojada pasó caminando por encima de mi mano izquierda y un pequeño punto helado se pegó a mi brazo, olfateándolo. Solté asustado un grito mientras de un solo impulso me puse en pie sacudiendo el brazo al aire. Inmediatamente, palpé toda el área del suelo para comprobar que el animal había huido y tapé el hoyo con la pelota. Coloqué la cobija a manera de estera y traté de estabilizar mis crispados nervios, no obstante, una creciente sensación de invasiones a mis zonas cutáneas me despojó de toda posibilidad de sosiego. Mi doctor dice que a partir de dicho evento desarrollé la musofobia.
El silencio en medio de una completa oscuridad, después de algunas horas, se convierte en unos ojos sustitutos, uno puede palpar en el aire las presencias ajenas; los sonidos se acrecientan: una gota de agua, constante, se escuchaba caer a la distancia, el eco que producía al proyectarse sobre un pequeño charco sobre el suelo aumentaba los efectos del frío; también un ininterrumpido rezo, incomprensible, llegaba desde la negrura que era todo, consustancial a ella, y el golpeteo ocasional de algún muro perdido en ese ciego laberinto; el intenso crujir de los caños se hacía presente como si fueran los intestinos del edificio
Pero entonces, triplemente encerrado, el tiempo se transformó en una gigantesca madeja que una y otra vez enredaba y desenredaba sin fin ni principio. Fue cuando todo se transformó en un abismo, el tiempo acabó por disolverse en ese espacio amorfo de la nada, únicamente la insoportable soledad de mis recuerdos, reverberando, acudía incesante. Así, dando tumbos de remembranza en remembranza, mirando en las tinieblas el celuloide de mis pasos, distinguí entre mis memorias aquel día, ese que se llevó mis sueños de soñar.
Mario Panyagua.- Cursó la licenciatura de Creación Literaria en la UACM. Formó parte de la Compañía del Teatro Popular Universitario, dirigida por Rodolfo Alcaraz (Jacobo De). Fue becario del Fonca (Jóvenes Creadores). De su autoría son los poemarios Pueblerío (Malpaís Ediciones), Los cisnes no cantan cuando mueren (Azalea Ediciones) y el libro de crónicas Doctor Jekyll nunca fumó piedra (Producciones El Salario del Miedo). Ha publicado en periódicos, revistas y suplementos culturales. Ganó una mención honorífica en el Cuarto Gran Premio Nacional de Periodismo Gonzo y otra en el Quinto Gran Premio Nacional de Periodismo Gonzo.
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NM