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Cultura

Unicornio Por Esto: Semáforo

José Cauich "Cac" nos sumerge en un embotellamiento para hacernos reflexionar sobre la vida y los obstáculos que se presentan en la cotidianidad, de la mano de la protagonista del cuento Semáforo.
"Agustín no era común; lo recuerdo ensimismado, con temas de plática peculiares, siempre misterioso y algo  reservado, como si guardara secretos que nunca supo cómo compartir"
"Agustín no era común; lo recuerdo ensimismado, con temas de plática peculiares, siempre misterioso y algo reservado, como si guardara secretos que nunca supo cómo compartir" / Por Esto!

Los autos eran como tortugas a paso lento sobre el negro asfalto, un motociclista esquivaba autos para intentar ganarle a la luz roja del semáforo. Mariana intentó ser paciente.  Pero apenas y tocó con el pie el acelerador, tenía la vaga  esperanza de que calles más adelante pudiera librarse del cuello de botella en el que se encontraba atrapada.  La avenida Itzáes  era un estacionamiento gigante de automóviles, a su lado el escape de unos motociclistas temerarios contaminaban con ruido y humo denso la mirada.

De pronto, un camión invadió de forma intempestiva su carril. Mariana pisó el freno con violencia, su cuerpo se sacudió con cierta violencia que casi estrella su cráneo al volante. El tiempo se tornó en cámara lenta, respiró profundo y se limpió el sudor de la frente. Afuera los autos se cocinaban en el pavimento. Sus manos temblorosas intentaron aferrarse al volante, el camionero se rio de ella, entonces se resignó a naufragar en medio del bochorno de carros. Iba tarde al trabajo. Había pasado casi un año de que inició aquella pandemia, esa misma que le quitó a su madre y su matrimonio, por eso ahora se ocupaba sola de su hija y de la casa.

Había llegado tarde otros días y no hubo problemas, pero esa mañana presentaría el proyecto por el que estuvo trabajando toda la semana. Y todo porque Alfredo, su exesposo, no pudo llevar a la niña al colegio como había prometido.

Se tranquilizó, unos minutos tarde no afectaría su vida laboral, además, se sentía optimista porque al menos ahora, no estaba todo el día en casa, vigilando a la niña, quien tampoco podía asistir a la escuela. A veces, se le complicaba atender al mismo tiempo  los asuntos de la oficina y los de su hija. Y todo porque el idiota de Alfredo  decidió abandonarla durante la pandemia. Lavarse las manos con la crianza de su hija. Pero se llenaba el pecho diciendo que él se hacía cargo de los gastos de la niña, pero no de su cuidado.

Mantuvo el pie en el freno. A pesar de todo le sentaba bien estar fuera de casa, ese año de encierro la estaba volviendo loca, mirando las mismas paredes que ya veía como los barrotes de una prisión. 

 “Apúrense carajo”, refunfuñó Mariana al ver que los otros conductores no aceleraban.  Inspeccionó cada carro de ambos lados, contempló las jacarandas y los flamboyanes que crecían en el camellón. Pensó que la ciudad era otra, que el encierro la había embellecido. Incluso, los árboles se veían más verdes y el cielo más claro, más limpio.

 El carro de adelante avanzó unos metros. Quería gritar que se movieran, pensó en tomar un atajo, pero era atrapada en medio de los carros, por ratos la dominaba la idea de atravesar el camellón y huir lejos del tráfico, lejos del truculento ruido de los pitidos vehiculares.

A su lado, los otros conductores permanecían serios, mirando desde la distancia el semáforo. Los autobuses se atravesaban como si fueran dueños de la avenida. “Pinches camioneros conducen como si llevaran ganado, todos llevamos prisa”, musitó irritada.

Avanzó unos metros, el ruido ensordecedor de los bocinazos le hizo sentir desesperada.  El semáforo regresó a rojo, el mismo rojo que paralizó la ciudad como si la vida fueran vehículos, dispuesta a detenerse en los semáforos rojos de cada esquina. A un lado un hombre se acercó a venderle una bolsa de chiles habaneros. Ella lo ignoró, no estaba de humor como para andar regalando su dinero. Las notificaciones de su celular sonaron una tras otras. Leyó la notificación, alcanzó a leer el “¿Dónde estás que no has llegado?” sintió cierta ira. 

El semáforo cambió a verde, avanzó unos metros antes de llegar a la cebra peatonal que recién habían sido repintadas, apenas y se movió un poco, antes de que el semáforo hiciera  la transición a ámbar y de nuevo a rojo.

Se quedó atrás de una pequeña Caribe, observó al conductor quien fumaba pese al bochorno asfixiante del asfalto y quien no tuvo tiempo de pisar el acelerador.  El olor  a llanta quemada y humo le hicieron sentir cierta frustración, quería cerrar los ojos y al abrirlo aparecer sentada como arte de magia en su oficina.

 Consultó su reloj, los minutos se sentían como segundos.  En un momento pensó en bajarse del vehículo, salir corriendo de ese lugar. Sumaba 45 minutos de retraso y seguía a vuelta de rueda.

El verde le iluminó los ojos, presionó el claxon, pero el hombre estaba extraviado en sus pensamientos. Cuando vio el semáforo éste ya estaba cambiando a rojo otra vez. “De veras que eres un pendejo” le gritó al del Caribe, los otros conductores le pitaron en señal de protesta y le profirieron insultos y mentadas de madre por no reaccionar a tiempo. Harta de escuchar el bullicio, encendió la radio con la esperanza de encontrar algo que la relajara. Sintonizó cada una de las estaciones y todas hablaban de lo mismo, que el número de muertos iba en aumento, que el virus había ocasionado serias consecuencias económicas al país.

Su celular sonó, lo sacó de su bolso y vio el mensaje de su exesposo, diciéndole que no se olvidara de pasar por la niña, que él iría a recogerla del colegio y la dejaría en casa de su madre.  Ya que él trabajaría hasta muy tarde y no podía quedarse con ella.

“Pinche cabrón, inútil” dijo colérica y lanzó el teléfono hacia el asiento del copiloto, harta de que aquel imbécil la engañara y que, además,  no pudiera hacerse cargo de su hija.

Recordó que meses atrás él le había pedido el divorcio, luego de victimizarse cuando ella revisó su celular y le descubrió mensajes con otra mujer. Alfredo se excusó diciendo que era su culpa, que ya estaba harto de verla todos los días, siempre pegada a la computadora, que se sentía asfixiado a causa del confinamiento y justo en esos días su madre falleció a causa del virus, y él, pese a eso, decidió abandonarla para irse con su nueva novia. Fue una daga en su orgullo y por supuesto que lo mandó directo al demonio.

Miró al semáforo, pensó que era como un dios decidiendo quién avanzaba y quién no.

Justo como su madre había sido con ella. Entonces pensó que toda su vida fue un automóvil y sus padres el semáforo; la luz roja o verde para recorrer el siguiente kilómetro. 

Recordó cuando su madre le dio la “luz verde” para casarse, o la vez  que puso en “luz roja” su vida para dedicarse a cuidar a su hija, que estaba enferma.

La luz roja había sido parte de su vida, se había detenido cuando tenía que hacerlo; abandonó el sueño de ser bailarina al sufrir una fractura en la pierna y su madre le aconsejara que se olvidara de esas “pendejadas”. Sus padres habían sido una constante “luz roja”, la habían parado en seco durante su adolescencia, prohibiéndole llegar tarde a la casa, usar faldas cortas porque eso era de “putas” y ni hablar de quedarse a dormir con alguna de sus amigas, porque ella era una señorita “decente”, una señorita de casa, con valores y que se daba a respetar.

Aunque, las cosas cambiaron tiempo después de que sus padres se divorciaran y ella abandonara también a su madre. Ahora sólo podía desear poder dormir ocho horas diarias o de darse un gustito a solas.  Ni pensar en el doctorado o el viaje pendiente a Cancún, porque ahora tenía un semáforo de carne y hueso; una niña que ocupaba la mayoría de su tiempo, la renta que la esperaba cada fin de mes, el pago de los servicios y un trabajo demandante.  

“Así es la vida”, pensó ella, “sólo un triste andar entre semáforos que te niegan o te permiten el paso” pero también sabía que entre el rojo y el verde estaba el ámbar, quizás era lo único bueno de la vida, aquella luz intermedia que le permitía disfrutar de pequeños placeres con moderación.

De pronto, escuchó gritos, mentadas de madre y pitidos de autos. Regresó en sí,  levantó la  vista sólo para darse cuenta de que el semáforo, ya estaba en luz ámbar, quiso acelerar, pero  el disco cambió de color y se puso rojo de nuevo. 

Algunos conductores aceleraron y la rebasaron por los otros carriles, volándose el disco rojo, los que no pudieron se alinearon junto a ella. 

“Tenías que ser vieja” le gritó un conductor gordo desde el otro carril.  “Por eso las mujeres deben quedarse en la cocina” gritó otro. “Pinche vieja aprende a manejar”

 “Pa' que te subes a un coche si no sabes manejar” “Cuando quieras te doy unas clases, mamacita” le gritaron enojados.

Al oírlos se irritó, estaba acalorada, sus manos sudorosas resbalaban del volante, así que cambió de estación, buscando algo de música.  En la radio el gobernador anunciaba  que el semáforo epidemiológico de la ciudad estaba en riesgo de pasar a rojo de nuevo.  Mariana miró  la “luz roja” con enfado, quería llegar a casa y olvidarse de todo, hacer con su vida lo que le diera en gana.

“Maldito rojo” dijo y apretó el volante.

Observó a los automóviles que cruzaban en fila india y como relámpagos frente a ella.

 Levantó la mirada hacia el semáforo en rojo y escuchó la radio, el cielo se tornó rojo, las nubes se mancharon de rojo, siguió escuchando, el corazón comenzó a agitarse, en un momento a otro todo se tornó rojo, sentía la sangre hervirle la cabeza; la calle era roja, el asfalto era rojo, dios era rojo, todo era rojo, confundida y aterrorizada quiso gritar y lo único que hizo fue pisar a fondo el maldito acelerador.

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