
Prólogo
Cuando tenía 15 años conocí a Mara, era la hermana mayor de mi mejor amiga Ross. A veces salíamos las tres a pasear, a comer o simplemente hablar sobre cosas que nos preocupaban a esa edad. Un día me pidió mi número, empezamos a platicar más seguido, ella me escribía cuando se sentía mal y yo también. Comenzamos a convivir más y a veces salíamos sin Ross, hasta que un día me dijo “lo siento, pero ya tengo novio”. No entendí nada en ese momento.
I
La silueta
–¡Mamá!
La horrible sensación de que algo estaba dejándome inmóvil y sin poder respirar me había despertado bruscamente. Mi respiración agitada y una fuerte opresión en el pecho provocaban que fuera casi imposible calmarme. Mis ojos tardaron un par de minutos en acostumbrarse a la oscuridad, pero desde antes pude percatarme de una silueta que parecía no quitar la vista de mí. La poca luz lunar que atravesaba la ventana fue suficiente para ver cómo de una cajetilla sacaba un cigarro que procedió a encender y dirigir hacia mí. Ahora era yo quien quería estar inmóvil y sin respirar.
II
La muchacha
El día que Esther llegó al pueblo yo estaba en la plaza esperando que mi mamá terminara de arreglar unos asuntos en la casa ejidal. Sabía que tardaría, así que decidí dar una vuelta. Paró el camión de 6:30 de la tarde. Últimamente era común ver a gente que no reconocía del todo pues muchos en el pueblo se habían ido a la ciudad o la isla a trabajar y sólo llegaban los fines de semana o traían a sus familias a pasear. Nada de eso me parecía extraño, eran caras que volvería a desconocer la próxima vez que las viera bajar del autobús. Excepto la de la muchacha que se había instalado en una de las bancas de la plaza a fumar un cigarro, a su lado sólo tenía una mochila y una bolsa, una visita de fin de semana, tal vez. Probablemente fue el hecho de que fumara lo que captó la atención de las personas que venían saliendo de la iglesia y eso, la mía. Esther fumaba sin importarle las miradas ajenas.
III
Doña Alma
–Dicen que vino para cuidar a su abuela. Yo no sabía que doña Almita tenía hijos, desde que tengo memoria ha estado sola y nadie va a visitarla a la pobre.
–Tal vez se les hacía muy complicado, luego estar yendo de un lado a otro es muy cansado, ya ves a papá.
–De cualquier modo, qué bueno que mandaron a esa muchacha a verla, yo hasta pensé que Almita ya ni vivía aquí, que se la habían llevado para atenderla. Cuando he pasado por su casa está todo cerrado y ni un ruido sale de ahí. Así que ya te estás llevando con esa muchacha, llévale esto, seguro que le hace falta; así aprovechas que te cuente cómo está la cosa.
IV
La muñeca de trapo I
–Mira, mamá, encontré esto en la calle. ¿Verdad que está bonita?
Esther tenía cinco años cuando la encontró, su muñeca de trapo. Al menos eso me dijo la primera vez que platiqué con ella y me habló acerca de dónde venía. Su llegada al pueblo fue como la de cualquier integrante nuevo de la comunidad: llena de especulaciones acerca de cuál podría ser el origen de aquella muchacha.
Cuando recién llegó, creí que no tardaría más que unos días y que su paso por el pueblo sería tan poco relevante como cualquier otro, pero no. Conviví con Esther durante tres meses y aun así no fue suficiente para conocerla.
Dicen que vivía con su abuelita, pero durante el tiempo que estuvo ahí, a la señora nunca se le vio salir de su casa. Contaban que era paralítica y que por eso no participaba en la vida social del pueblo. Cuando a Esther le preguntaban sobre ella, se limitaba a decir:
–Está bien, le gusta descansar en la casa. Pero cuando gusten pueden ir a visitarla, le hace bien la compañía.
En sus primeras semanas esas frases se volvieron casi una respuesta automática a los constantes intentos de la gente por obtener un indicio que les diera algo más de qué hablar.
–Al final ni se asoman, así que no importa lo que diga.
Esther y yo nos habíamos vuelto relativamente cercanas. Yo estaba de vacaciones y realmente no tenía gran cosa que hacer, buena parte de mi vida y mis amigos ahora estaban en la ciudad. Me sentía un poco distante de todo y Esther necesitaba alguien que le ayudara a acoplarse a su nuevo entorno, así que las cosas se fueron dando. En algún punto me llegó a decir que su madre estaba muy ocupada trabajando en la ciudad y por eso la habían mandado a ella a cuidar de su abuela. A pesar de la confianza que pudo haber entre nosotras, nunca la vi. Decía que ya estaba muy enferma y no le parecía justo que la viera en ese estado. Nunca lo cuestioné.
V
¿Quién es?
–Como que ya están siendo muchas salidas, ¿no?
–¿Prefieres que me quede aquí encerrada?
–No me hables así. Sólo me preocupa que no sabes nada de esa muchacha y andas saliendo con ella para todos lados. Ya sabes cómo son las señoras, ellas enseguida se ponen a hablar.
–Que hablen lo que quieran, tú más que nadie las conoces. No estoy haciendo nada malo. Además, aquí no conozco a casi nadie con quien pueda salir, es sólo mientras estoy aquí.
–Bueno, entonces invítala a que venga a la casa un día de éstos.
–Está bien, le diré que venga.
VI
A las tres
A mi mamá le cayó bien Esther. La verdad es que era una persona muy agradable, a pesar de que a primera vista no lo fuera. Me hacía sentir todo tan familiar y reconfortante, nos entendíamos bien. Había ido a comer un par de veces a mi casa y siempre le dábamos algo para que llevara a la suya e invitara a su abuela.
En los últimos años me sentía bastante alejada de todo lo que pasé mientras viví aquí: la ciudad y su ritmo me habían cambiado. Ya no quedaba rastro de la niña que antes iba a caminar por las veredas que llevaban a la antigua hacienda, que alimentaba a los animales y no le importaba ensuciarse, que descansaba bajo el zapote después de leñar. Tanta lejanía y no sabía lo mucho que lo añoraba. Los pensamientos navegaban en mi cabeza mientras estaba recostada junto a las raíces del árbol donde el tiempo parecía transcurrir a una velocidad distinta. Apenas habían pasado las tres de la tarde, pero la calidez de los rayos solares y la humedad del monte seguían causando que su piel transpirara pequeñas gotas de sudor, casi como un rocío sobre sus poros.
–Es muy temprano para ir -dije, pero no me hizo caso.
Las hojas secas resultaban ser el mejor sitio para dormir en ese momento, así que quise descansar un poco y me recosté mientras esperábamos a que el Sol bajara para que pudiéramos cumplir nuestra tarea. Incluso a través de mis párpados cerrados podía percibir el movimiento de las hojas jugando a eclipsar el Sol de tarde.
Un olor a quemado me obligó a interrumpir mi descanso, me senté tratando de identificar de dónde venía. Ella había encendido un cigarro. No me molestaba que fumara, eso era algo muy suyo; pero por alguna razón quería entender por qué lo hacía. Quizás era por el hecho de que no había conocido o al menos sido cercana a una mujer que fumara.
–Es para que no se acerquen las culebras. Dice mi abuelita que las espanta.
Comenzó a sacudir el cigarro para que el humo se propagara al tiempo que daba pequeñas bocanadas.
–Creo que también he escuchado a mi mamá decir lo mismo.
El crujir de las hojas al ser aplastadas era nuestra única compañía, pues los mosquitos poco a poco se iban alejando y el calor comenzaba a disiparse. Esther se concentraba en que el humo llegara a todas partes posibles.
–Ya sé que era demasiado temprano –dijo mientras se sentaba a un lado mío. Al acomodar su cabeza sobre mi hombro, las ramas se detuvieron y las hojas dejaron de jugar para que el silencio pasara entre ellas.
Cuando el Sol había descendido lo suficiente nos dispusimos a cortar las ramas y troncos que servirían para cocinar la cena. El horizonte encendido nos acompañó de regreso hasta fundirse con el cálido amarillo de los faros del camino.
Después de limpiar la mesa y todo lo que sirvió para la cena, di las buenas noches a mi mamá y me fui a mi cuarto a descansar.
–¿Puedo pasar?
–Sí, má, ¿qué pasó?
–Nada -dijo de forma casi imperceptible a la vez que se acercaba.
Me abrazó con una fuerza que jamás había sentido. Cuando se separó de mí, me miró a los ojos y sin decir nada, salió de mi cuarto.
VII
Otra vez tú
–A ver si así aprenden. ¿Y tú? ¿No que muy santita?, tu mamá haciendo rezos para todo el pueblo y tenías que salir con tus tonterías.
Los cuartos que eran usados como celdas daban uno frente a otro. Era apenas una bodega junto al palacio municipal que habían acondicionado a modo de calabozo y que a lo mucho servía como forma de contención de borrachos impertinentes. El olor era insoportable. Vi a la silueta de nuevo, estaba por fuera de la reja que limitaba el cuarto donde me encontraba. Era toda oscuridad y no se movía, pero podía sentir la desaprobación en su presencia. Tenía miedo, pero mi necesidad de entender qué estaba pasando era más fuerte y repasaba los hechos buscando motivos.
Ese día fuimos a buscar leña como de costumbre. La actividad se había convertido en un escape para ambas. Es cierto, no éramos las mismas que cuando nos conocimos, lo que había era diferente, pero nada de eso hacía daño.
Ahora incluso las imágenes de esa tarde resultan confusas. No sé cuánto tiempo pasó, pero mi mamá llegó. Estaba visiblemente preocupada. No sé qué tanto le dijo al policía que nos encerró. Pero al cabo de unos minutos nos dejó salir a ambas.
Acompañamos a Esther a su casa y luego fuimos a la nuestra. Mi mamá no dijo nada durante el camino y lo mismo al llegar a casa.
VIII
Cuando pase
–Mi abuela está peor cada día, supongo que ya casi no te veré.
Sería una mentira si dijera que las cosas no cambiaron. Mi madre ignoraba, probablemente a propósito, lo que sucedía entre Esther y yo, y se mostraba distante. La gente sólo murmuraba y echaba miradas buscando una “enmienda” de mi camino. Tanto Esther como yo supimos que no quedaba mucho: ella pasaba más tiempo con su abuela, yo viajaba entre semana a la ciudad para ir a la escuela. La soledad del rancho y el monte era nuestro único refugio. Después del encierro en el calabozo, las apariciones de la silueta se hicieron recurrentes, pero unas cuantas semanas más tarde comenzaron a cesar y la opresión que me invadía cada vez que estaba en su presencia disminuyó.
Esther y yo vivimos esos últimos días con la certeza de que lo que sucedió no volvería nunca. En cuanto pasara lo inevitable ella regresaría de donde vino y yo seguiría en mi andar de un lado a otro.
IX
Sólo un poco
–Quisiera explicarte más, pero no puedo. Cuídate.
Fue la última vez que la vi, Esther me pidió que no la siguiera, pero el impulso fue mayor. Los ancianos cuentan que cuando entras en un terreno que tiene dueño y no has pedido permiso, te pueden perder abriendo caminos en donde no hay. Esa tarde vi a Esther caminar hacia el monte, atravesó el alambrado de púas que rodeaba el rancho sin ninguna dificultad, sin siquiera saltarlo. Había dejado una bolsa junto al árbol donde tantas veces descansamos de todo, la tomé y contemplé la escena detrás de él, esperando no ser descubierta. Con la sangre corriendo por mis venas y la respiración entrecortada, esperé a que se alejara lo suficiente para volver a mi casa, todo pasó demasiado rápido y no me di cuenta cómo, pero llegué.
La puerta tenía candado. Tuve que saltar la albarrada y entrar por el patio. Lo había olvidado, ese día mi mamá tenía que ir a rezar por los ocho días de la muerte de don Manuel. Iba a regresar tarde. La esperé, pero no llegó, o al menos no vi que lo hiciera.
A la mañana siguiente, escuché a mi mamá hablando con la vecina, me levanté de la hamaca. Justo cuando me acercaba a la puerta, la empujó para entrar. Caí.
–¿Qué haces ahí, niña? Levántate, ya es tarde y hay que ir a la plaza.
Esther había desaparecido y se llevó con ella todo. La vecina había venido a la casa a contar que los billetes con los que Esther le pagó una compra el día anterior se volvieron hojas secas. Más tarde me enteraría que lo mismo sucedió en la tiendita, en el mercado, con sus donaciones a la iglesia y todo cuanto dio.
Corrí a buscar la bolsa que había dejado bajo el árbol la tarde anterior esperando conservar algo suyo. Sólo quedó un pequeño montón de hojas secas.
X
La muñeca de trapo II
Aparentemente vinieron por doña Almita una semana después de que Esther desapareciera, digo aparentemente porque nunca nadie la vio, al menos en los últimos años, todos la creían muerta y parece haber renacido con la llegada de Esther. Te extraño. Cada día te recuerdo menos, creo. Tengo que irme de aquí ¿Quién eras, Esther? Mis pensamientos son interrumpidos por mi madre.
–¿Es tuya?
–¿De dónde sacaste eso?
–Estaba limpiando las cosas
–Sí, es mía
Creo que al final no te fuiste del todo.