
Jafi hay un detalle; ¿Qué pasó?; No encuentran a Paquito. Estaba en bóxer en casa de mi ex cuando recibí́ la llamada.
¿Cómo que no lo encuentran?; Su última conexión fue a las once, no le responde las llamadas a sus papás y tampoco llegó a la escuela.
Eran más de las seis, no recuerdo bien la hora, pero sí la oscuridad de la habitación que se iluminaba por la tenue luz del baño.
Sus papás están marcando a los hospitales para ver si aparece; ¿Dónde estás?
Me vestí́ rápido y muy enojado con ustedes. Era 19 de febrero, un día antes de mi cumpleaños y en ese momento pensé́ que me habían organizado otra fiesta sorpresa, para seguir la tradición de no sé cuantos años. Les vi coludidos a todos. Tú, Isaac y Beto, riéndose de mí por llegar todo estresado. Entonces pegaría detrás de mi moto un Uber y bajaría la organizadora: ¡Sorpresa!
Conduje rápido al encuentro, imaginando la mentada de madre que tendrían de respuesta porque hay cosas con las que no se juegan. Pero hubo algo en la voz de mi mejor amigo, tu hermano de otra sangre (leche), que me incomodó sin importar todos los escenarios divertidos que se me ocurrieron en el camino.
Poco después de mi llegada confirmaron tu muerte.
Con tu partida entendí de donde sacaste el carácter. Es imposible para mi definir la palabra templanza sin pensar en tu papá el día del velorio. Fue muy duro para todos perderte así, tan repentido; tan... accidental.
Te visitamos varias veces o al menos al lugar donde, se supone, descansas. Fuimos a hacerte plática, a bañarte la lápida. A llorarte. Nos acercaste a tu familia y a nosotros mismos. Salimos con tus hermanitos a ver Rápidos y furiosos 5, de donde escuché por primera vez tu canción, el himno con el que siempre te homenajeo: See you again. El güero de la saga también falleció́ en un accidente automovilístico, ¿lo sabías? No recuerdo si te llegaste a enterar y si te soy franco, tampoco el año de tu partida. Sé que podría buscar en internet en la portada del De peso, hacer cálculos o preguntarle a alguno de nuestros amigos con mejor memoria que la mía. Pero no lo haré. No le veo el sentido, Paco. No cambiaría lo mucho que te extraño, ni cuanto te sigo queriendo. No cambiaría la falta que nos haces.
De estar aquí́ te contaría de todas las veces que he chocado, te burlarías de mí, dirías algo tipo ¡qué pendejo! y yo respondería que de haber tenido un buen maestro nada de aquello hubiera sucedido. Nada de chocar el Monza con un auto estacionado en el Walmart, ni rayones en la defensa con las rejas del porch de mi casa, no me habría salido del camino dejando la camioneta en un ángulo peligroso el día que casi me volco por evitar tirar a un motociclista y ni hablar de la vez que choqué un camión de 4 toneladas con un ADO lleno de choferes rumbo a una convención, cerca de las ruinas de Mayapán. Pero no estás aquí́. No estás y si fuiste un buen maestro. Aún así́ estoy seguro de que en todos los kilómetros que conduje en el interior del estado estuviste presente.
Ay Paquito, cómo quisiera poder platicar contigo.
Nos quejaríamos del trabajo, de los bullies de secundaria, de la inflación y de lo horribles que han estado las películas de Marvel. Aunque de eso último no estoy tan seguro, igual y tu franquicia favorita es terrible. Si no me equivoco en la última película llegaron al espacio… en coche.
También me contarías de tu pareja, de cuánto la amas y de sus planes de boda, de tener hijos y yo te presumiría a mi gato que, además de carismático en el Tik Tok, igual ha sido uno de mis pilares en estos días que siento el corazón (y el cerebro) roto.
Durante los más de diez años que han pasado te he visto/sentido conmigo. Con nosotros, tus amigos, jugando domino y naipes; probando cervezas, preparados con Tang y Tonayan y brownies rellenos de magia. Discutiendo el por qué un zombie en realidad no es inmortal y cómo esa palabra ha sido mal empleada en tantas áreas. Nosotros, o al menos yo, continuaría fastidiándote con la comida que tu religión te prohibía comer; que si nos reunimos para cenar nachos o tacos al pastor te daríamos exactamente lo mismo, solo que yo te diría que en tu plato la carne es diferente, que es especial porque necesariamente tendría que ser de un pinxi pingüino para que te la comas toda, mi buen amigo.
Ramigarto y la mosca andasonii: Jafet Guerra
Una mosca atraviesa volando la floja oscilación del ventilador y se pasea sobre los muebles de mimbre desgastado en la sala. Siente el aroma a secreciones humanas: sudor, saliva y sexo. Dirige el vuelo a la habitación sin fijarse en los cuadros de frutas en la pared azul enmohecido, ni las manchas de salsa en la alfombra marrón suciedad que aterciopelan los pisos. Mira los pechos de Sandra y se le antoja un pezón olor doritos y vodka, impregnado por la lengua de Carlos. La mosca aterriza sobre el pecho desnudo, lo prueba y frota las patitas satisfecha con el bocado. Lame una, cinco veces y huye de un manotazo hasta la primera hoja agujerada que encuentra.
—Últimamente hay muchas moscas.
—Ya sé.
—Por eso no me gustan las plantas.
—No entiendo
—Ya sabes, las moscas, los insectos.
—¿Qué con ellos?
—Los atrae, ¿no?
—¿Mis monsteras? No, ni al caso—. Carlos ríe y besa la frente de la mujer que lleva semanas cortejando; si es que a almorzar frituras con vodka barato los fines de semana se le puede llamar cortejo.
—¿Cómo no? Si ve cuántas tienes… ¿cuantas tienes?
—Mínimo unas veinte.
—¡Veinte! ¿Por qué tantas?... ¿Por qué te gustan tanto?
—Bueno… mmm… tal vez suene un poco raro…
—¿Más raro que tener veinte monsteras en un departamento de este tamaño?— Los resortes del colchón en el piso chillan al cambio de posición del hombre, boca arriba. Carlos no está seguro de si la incomodidad que siente es por el comentario del departamento que su sueldo de conserje alcanza a pagar o si es por sentirse juzgado por su fijación en las monstera adansonii. Sandra nota el cambio en Carlos y decide abrazarle con brazos y piernas. Le besa el hombro—. Pero ya, en serio. ¿Por qué te gustan tanto?
—Olvídalo, no tiene importancia.
—Vamos, dime. Sacia mi curiosidad—. Carlos baja la mirada a los ojos verdes de Sandra, los observa hasta encontrarse. Ella sonríe.
—Todo empezó de morrito. Tenía siete, ocho años. No recuerdo bien—. Carlos se distrae por la mosca que camina rodeando un agujero en la hoja de su monstera.
—¿Sí?
—Siete, ocho años. Mi padre trabajaba en un zoológico.
—¿El Benito Juárez?
—La verdad no recuerdo.
—No importa, en el zoológico.
—Pues nada, cada quince días le tocaba sacarme a pasear. Eso cuando no tenía guardia los fines de semana. La cosa es que amaba ir al zoológico con él, más cuando los jefes no estaban porque a papá le daba por meterme a las jaulas para alimentar a los animales.
—¿A los leones?— pregunta Sandra en tono burlón.
—No, a ellos les aventaban la comida. O al menos así lo hacía mi viejo. Fileteaba la carne en pedazos pequeños, luego arrastraba una silla frente a las jaulas y aventaba los cachitos hasta que peleaban por la comida. A mí no me parecía divertido, pero me alegraba escuchar las carcajadas de papá. En dónde sí me divertía era con los monos araña... Papá siempre me fastidiaba diciendo que estuve a tres pelitos de ser declarado orangután el día que mamá me tuvo.
—Es que tu color tampoco ayuda—. Sandra estira la mejilla de Carlos, pone los ojos bizcos.
—Bueno, ya. Recuerdo que en ese entonces Ramiro era la atracción principal.
—Supongo que no hablas del intendente del zoológico.
—¿Cómo crees?— Carlos simula darle una bofetada a Sandra y ella responde teatralmente girando la cabeza de lado—. Ramiro era un lagarto bebé.
—Ramiro el lagartito.
—Ramigarto—. Ambos se ríen por el mal chiste— En fin. Uno de esos días me acerqué a su área, que estaba dividida de los demás lagartos para que no se lo comieran.
—Salvajes.
—No te imaginas. Una vez vi a uno arrancarle la pata a otro. Se le acercó a su colega con una naturalidad… con una… algo así como cuando te acercas por detrás a tu hijo para darle unas palmadas en la espalda, sólo que a este se le ocurrió más fraternal cerrar sus mandíbulas en la patita de su amigo para arrancársela dándole vueltas.
—¿Y luego?...
—Nada, se metió al estanque con la pata de su camarada colgando entre sus dientes…
—No tonto, las monsteras.
—¡Ah! Cierto, cierto. Un día papá me dice que toca alimentar al Ramiro. Me acerqué a la jaula y nomás no lo encontraba. Allí Carlitos, entre las rocas y el estanque; Papá no lo veo; Sí Carlitos, lo que pasa es que su camuflaje es nuevo y casi no se le ve y que me levanta del pantalón como haciéndome calzón chino y me tira dentro del área del Ramiro—. Carlos tapa la boca intentando contener su carcajada y un par de lágrimas bajan de sus ojos hasta la punta de su barbilla mientras Sandra piensa que si las prueba, estarán amargas. —Me levanté de un salto, miré a papá; ¡Corre, Carlitos, córrele, que no te alcance! Ya te imaginas a mi yo de pequeño corriendo alrededor del estanque llorando con los pantalones cagados del sus… —El sonido del aleteo de la mosca distraen a Carlos, la sigue con la mirada y su entrecejo fruncido hasta verla aterrizar en el tutor de una monstera de maceta blanca, la favorita de Carlos.
—¿Carlos?
—Esa pinche mosca que está chingue y chingue.
—¡Ah, vamos! No es para tanto.
—Es que te juro que…
—¿Y Ramiro? ¿Qué pasó con Ramigarto?
—El Ramiro muy bien, gracias. En algún punto me detuve y vi a papá muerto de risa. Solo entonces me di cuenta que había encerrado al lagarto en una jaula, escondida entre unas monsteras. Fui hacia él y me agaché. Tenía la boca abierta... ya sabes, esperando que la comida le caiga directo a la boca.
—Ajá…
—Me quedé allí agachado, fuera de la vista de papá que gritaba que ya regresara. El área de los lagartos en ese entonces no tenía tanta protección como ahora, realmente la podías cruzar de un salto si medías más de metro y medio. Creo que si papá no entró directo a buscarme fue porque no quería enlodar sus zapatos. Pero en fin, recuerdo haber quedado hipnotizado con los ojos del Ramiro. No se movía, ni siquiera para respirar. Sentí que debía hacer algo y lo único que se me ocurrió fue lo más sensato que pudo haber pensado un morrito de siete años.
—¿Pedirle a papá que no sea tan ojete?
—Abrir la jaula
—¿Tú qué?
—Abrí la jaula. Uno imaginaría que tendría mil y un candados por seguridad, pero no. Supongo que papá pensó que el animal no era lo suficientemente listo como para mover el pestillo. No contaba con que el inepto de su hijo lo haría.
—No chingues Carlos, eras solo un niño.
—Una cosa no tiene que ver con otra. Abrí la jaula ¿y sabes qué? —Carlos se detiene para darle suspenso a su historia.
—¿Qué?
—El Ramiro se me abalanzó a la pierna y me mordió. Caí de espaldas, pataleando.
—¿Por eso la herida en tú...?
—Pantorrilla, sip. A su corta edad tenía una fuerza el muy cabrón … Cuando papá llegó yo estaba pataleando entre las monsteras, berreando. Tuvo que golpearlo con una roca hasta partirle la cabeza para que me soltara. Adiós atracción principal, adiós empleo.
—¿Y por eso te gustan las monsteras?
—No. Bueno, algo así. Muerto el Ramiro papá me soltó una cachetada y me dijo que ahora tendría que pagar quién sabe cuántas inyecciones para la infección y se dejó caer a mi lado, mientras le marcaba a la ambulancia. Y allí esperé, tendido con la pierna adolorida y una tranquilidad que no he vuelto a sentir desde aquella vez; escuchando la voz de papá al teléfono haciéndose cargo de mí y las monsteras movidas por el viento que no solo acariciaba sus hojas, sino que las atravesaban. Se me vino la idea de que quizá podría ser como ellas: grande e imponente, aunque nos hicieran falta pedazos. —La mosca vuela de una hoja a otra y otra, en la monstera sembrada en la maceta blanca. Carlos toma lo primero que encuentra a mano: un mocasín viejo. Lo lanza maldiciendo y parte el tallo de la planta que cae al soltarse del tutor al no aguantar su propio peso. La mosca se pierde en el departamento, Carlos comienza a llorar y Sandra lo abraza. —Ese día papá me invitó a un helado.