
Vives en su sonrisa tierna, coqueta y alegre. En lo enérgica que es en sus tareas de la escuela, y en la calidez de su voz al hablarme. Ella siempre anda descalza y con el cabello revuelto. Digno reflejo de su fantasma. De quien fue. Cuando me percaté de esos detalles tuve miedo, ¿sería un castigo por mi pecado o una segunda oportunidad? Un poco tarde comprendí que las manecillas del reloj no solamente miden el tiempo, también la vida.
Desde que mi padre partió -quisiera decir en sus santos óleos- con su otra mujer, con apenas la secundaria terminada y, los escasos billetes que él te daba junto a varias mentadas de madre, te hiciste cargo de nosotros, rompiéndote la espalda para darnos lo mejor. Tus trabajos eran un poco de todo: aseando casas en las mañanas; intendente en una escuela por las tardes; vendedora de panuchos y salbutes los fines de semana, y madre de tres pequeños a tiempo completo.
¡Cómo olvidar la enorme bolsa de plástico que llevabas contigo! Llena de zapatos por entregar de Andrea o Terra, y con productos de Betterware que te pedían tus patrones. Pobremente pero con la cabeza en alto, vendías de todo. Admiraba eso de ti. Las cuentas de tus negocios las tenías en una pequeña libreta de Mickey Mouse, una vez, por curiosidad, le eché unas hojeadas, muchas cantidades incomprensibles entre suma y resta trataban de exprimir lo poco que ganabas para llegar a fin de mes. ¡Sabe Dios cómo lo hacías! Pero mantuviste a tres chiquillos, con comida en mesa, pagando nuestros estudios y brindándonos un hogar.
Sin importar lo cansada que estabas, te hacías de tiempo para pasarla con nosotros. Nos llevabas al zoológico en nuestros cumpleaños comprándonos marquesitas, y compraste en Navidad una vieja DVD con un par de películas usadas. Desde eso, nuestros sábados por la noche fueron más divertidos, rentando muchas películas en Blockbuster. Nos querías, desvivías la vida por nosotros. Recuerdo cuando de pequeño tenía muchas pesadillas, y me arrullabas dulcemente con una canción de cuna. Te quedabas conmigo, sellando mi sueño con un beso en la frente. Soñaba sumergido en el aroma que desprendías, a galletas y a hogar.
Una vez mi hermana enfermó, la fiebre no le bajaba y vomitaba mucho. Los dos doctores de Similares le recetaron medicamentos que no le ayudaron. Sin pensarlo, tomaste del dinero que tenías guardado entre las páginas de tu libro favorito El chico que dibujaba constelaciones de Alice Keller, llevándola a un doctor particular. Tres mil pesos en una tajada: consulta y medicamentos. Era poco, sabiendo que estarías dispuesta a darnos de comer tu propia carne, antes de dejarnos morir de hambre. Ese dinero era el que ahorrabas para nuestra universidad, específicamente para nosotros. Ni siquiera lo tocaste para controlar tu diabetes.
Por cierto, Keller era tu escritora preferida -decías a menudo, aunque solo hubieras leído uno de sus libros- imagino que te recordaba a un viejo y mejor amor. Gustabas de leer, aunque no podías darte el lujo de comprar un libro de $250 cuando había cuatro estómagos que llenar, y bien rendía más usarlos en un relleno negro un lunes, y guardar lo suficiente para hacer unos salbutes el martes. Acompañada con una coca grande, claro. Por eso, cuando empecé a trabajar, comencé a comprarte libros de aventuras y románticos, lástima que en tus escasos momentos de descanso terminabas durmiendo en la hamaca tras las primeras páginas.
Esas manos gruesas, endurecidas por el trabajo, se volvieron tan delgadas como el tallo de las flores. El doctor fue claro, ya no se podía hacer nada con tu enfermedad. Tratamos de hacerte llevadera la vida lo mejor que pudimos cuando te detectaron Esclerosis Múltiple (EM), ¿no bastó que te quitaran dos dedos del pie por la diabetes? Caminabas con dificultad desde eso y dejaste de hacerlo con la EM. Gritabas salvajemente en las noches lesionando tu cuerpo. La morfina era lo único que calmaba tu dolor.
Aquella mañana dejaste de hablar, ya no podías. Tenías el rostro deforme. La quijada la tenías doblada a la derecha, moviéndola dificultosamente de arriba a abajo. Tu respiración jadeante sofocaba nuestro llanto en la habitación. Sufrías. Podía verlo en tus ojos hinchados sobre las cuencas casi por estallar. Sin poder moverte ni pronunciar palabra, eras un pedazo de carne que escasamente respiraba: una cáscara humana fragmentada por las circunstancias, a la que muchas veces llamé mamá.
El diagnóstico del doctor fue que en esos días morirías, ¡Reverendo imbécil, no necesito ser médico para saber eso! Esa semana fue una eternidad. Era complicado alimentarte con la boca desfigurada, y el corazón se me congelaba cuando te atragantabas vomitando las papillas. Aguantaba mi propio llanto tratando de ser fuerte, pero tus ojos… eran los ojos vigilantes de Dios con los que seguías mis pasos en la habitación. ¡Me aterraban! ¡Ya no eran verdes como el azul profundo! Ahora tenías el iris enrojecido. En ese rostro lastimado pude ver a través de ti; una súplica sutil y al mismo tiempo desesperada por el dolor: Ayúdame.
Siendo el primogénito, recayó en mí la responsabilidad sobre la vida de quien me dio vida. No podía quedarme mirándote en tu suplicio. Antes temía la llegada de la muerte… después empecé a temer que no llegara. La maldita desconsiderada se regodeaba tomando su tiempo, mientras tú sufrías. Podrá sonar egoísta, quizá lo sea, pero verte sufrir cada instante del día, escuchar tu lucha constante por cada bocanada de aire, y limpiar la baba desembocada de tu hombro, me despedazaba. Fue entonces que empecé a robarte pequeñas cantidades de morfina, guardándolas en jeringas hasta el fondo del refrigerador.
Había un calor sofocante esa madrugada, hacia sudar mis axilas. Recuerdo que puse mi oído en la puerta, solo un profundo silencio. La dosis diaria de morfina había calmado tu respirar. Entré descalzo a tu habitación, como alma en pena escondida de la luna. Eché cerrojo a la puerta. Descansabas en la oscuridad con pequeñas gotas de sudor en el rostro. Me arrodillé a tu lado y te tomé de la mano, recordando cuantas veces éstas me habían abrazado. El tacto leve te despertó. Tu rostro se moldeó ante el sufrimiento, acelerando la respiración. Me veías. Creo que lo hacías.
Saqué las jeringas de mi bolsillo y empecé a vaciar la dosis extra de morfina en la bolsa intravenosa. Cuatro jeringas en total. Las lágrimas desbordaban mis ojos, pero mordí mi labio interior tratando de no romperme a llorar. No quería despertar a mis hermanos. Empezaste a desprender un olor a galleta, el mismo de cuando todavía estabas bien. Y tu rostro, lentamente, volvió a tranquilizarse, juraría que sonreías. Puse mi mano sobre tu frente y empecé a cantarte, ayudándote a dormir: Duérmete, niña. Duérmete ya, que viene el coco y te llevara. Duérmete, niña, duérmete ya que viene el coco y te comerá. Repetí la canción de cuna, con la voz quebrada, luego con más energía, llenando ese espacio desolado con todo el amor que sentía.
Me quedé contigo hasta los primeros rayos del alba, era lo menos que podía hacer, acompañar a la persona que me dio la vida mientras yo le quitaba la suya. La mano que sostenía estaba helada, pero tu rostro era apacible. Habías vuelto a ser mi madre. Imbuido por la culpa de lo que hice, esperé haberte ayudado de la única manera en que podía, brindándote cariño, compañía y libertad. Entraste en coma y moriste ese día. Una muerte provocada por complicaciones de la EM, según el doctor.
Como las estaciones el tiempo pasó, te volviste un recuerdo dulce y amoroso que nunca se fue. El amor toma muchas formas, inexplicablemente hermosas; como el agua, siempre se transforma. ¿No es así, pequeña? De la misma manera en la que le doy forma a tu cabello en dos bonitas coletas. Tienes el pelo diferente, heredaste el oleaje rizado de mi esposa, aunque mantuviste mi negro azabache. ¿Puedes reconocerme a través de los ojos que me diste? Tienes los ojos verdes, como los tenías antes, pero ahora son claros por la juventud y fuertes en espíritu.
Pensé que eran pensamientos míos, resultado de la nostalgia de tu partida. Que fue una coincidencia cuando mi esposa me dijo de su embarazo el mismo día de tu muerte. Además, tuve incredulidad ante ese aroma a galleta que desprendía tu pequeño cuerpo la primera vez que estuviste en mis brazos. Sin embargo, supe que no te habías ido cuando, al crecer, me cantaste la misma canción de cuna con la que te despedí… esa noche cuando llegué de trabajar y caí rendido sobre el sofá, tratando de dormir, apareciste; más pequeña, alegre…, sana, y me cantaste: Duérmete, niño. Duérmete ya que, viene el coco y te llevará.
Te fuiste besando mi frente. Abrí mis ojos, llorando. Esa canción me hizo recordar tantas cosas. Le pregunté a tu madre si te la había enseñado. Ella ni la conocía. Yo, por mi parte, no te la había cantado porque sabía el significado de esa canción. En ese arrullo estaba nuestra historia, desde que me la cantaste por primera vez, hasta que yo lo hice contigo por última ocasión. Entré a tu habitación, y recogí los libros de cuentos desperdigados en el suelo. Ya estabas acostada.
Al regresarte el beso mientras dormías observé las pequeñas estrellitas que adornaban tu hombro, formaban un triángulo. Tu madre y yo no teníamos lunares, pero tú sí los tenías siendo adulta, cuando estabas enferma y te bañaba, me percaté de eso. La epifanía llegó como una flecha al corazón, penetró en lo más profundo de la incredulidad, la culpa y la muerte. Dejé de preguntar y agradecí por tenerte de vuelta.
Duermes tranquilamente. Tus mejillas brillan como el rocío de verano, y tus labios están llenos de vida, igual que los lirios en primavera. Es curioso cómo los papeles se invierten, ahora yo te daré lo que no pudiste tener mientras me crecías, y te cantaré en las noches cuando no puedas dormir, de la misma manera en que hacías conmigo.
Mi pequeña Nancy, mi ángel. Tienes el nombre que tenías cuando eras mi madre.
El último cuento
Ya habían pasado dos días desde que las nubes se habían disipado en el cielo de Saint Louis. La humedad, convertida en una neblina espesa, otorgaba una blancura apacible en el ambiente, marcando los inicios del mes de noviembre. El lago Whiden seguía sin recuperar su nivel original, llegando dos metros más allá del borde de su orilla, tocando las raíces de los viejos sauces. El agua era oscura, debido al revoltijo del lecho marino provocado por la lluvia. Contrario a lo que se pueda pensar por la engañosa espesura del agua, el lago no tiene profundidad, incluso ahora, a pesar de la lluvia, un niño de cinco años podría adentrarse a cualquier parte a jugar y el líquido sólo le llegaría hasta la mitad del pecho. Por eso, en los días de picnic, son generalmente los infantes quienes se meten a bañar mientras que los padres preparan las hamburguesas y las bebidas sobre mesas portátiles, que colocan cerca del lago.
La tierra seguía mojada. Bastante resbaladiza. Y la frescura… ¡Ah, esa frescura! Estaba en la brisa que se abría paso entre las ramas de los árboles y en el bello sonido del roce de las hojas con el viento. El lago Whiden oficialmente se había abierto al público desde 1890, y toda persona que alguna vez fue allí se llevaba el recuerdo de su hermosa vista cristalina. Era bien conocido por sus visitantes, que al mediodía, cuando el Sol estaba en su cúspide, el agua brillaba reflejando su luz. Cuando las olas chocaban, el agua parecía desprender pequeñas estrellas, que aparecían y desaparecían en pequeños parpadeos en el lago. Por eso, los habitantes de Saint Louis lo nombraron de cariño el Lago estrellado.
En una de las orillas hay un pequeño riachuelo por donde se filtra el agua. Encima de él, donde termina el lago e inicia el riachuelo sobresale la enorme raíz de un viejo sauce, con apariencia particular, ya que parece un enorme arco doblado. Su grosor y dureza delatan una vida de décadas, siglos incluso, y si no hay una intervención humana, lo más seguro es que siga muchos siglos después.
Es en este tronco, justo en su centro, donde dos pequeños hermanos estaban sentados leyendo un cuento. El frío les impidió bañarse, pero encontraron en la lectura la compañía del otro. El mayor de ellos tiene siete años, se llama Alex, tiene puesta su prenda favorita, una camisa azul marino de manga larga. Su hermana Gil, de cinco años, con el Sol presente en su cabello rubio, lleva consigo sus característicos calcetines de Bob Esponja, que lavados o sucios, sin discriminación, no hay día sin falta que no los tenga puestos.
Con una mano, Alex sostiene el libro de cuentos que siempre le lee a Gil antes de dormir, y con la otra abraza por la espalda a su hermana. Dos semanas atrás, Alex se enteró que sus padres se van a divorciar, es consciente que la vida que conoce no volverá a ser igual. Es muy joven, pero no es ingenuo. Sabe que a pesar de las constantes peleas a gritos, sus padres lograron ponerse de acuerdo. Él se ira con su padre y su hermana se quedará con su madre. Sabe que el nuevo trabajo de su padre, como jefe de seguridad informática en ¡ICOM, le llevará a mudarse a Inglaterra. Sabe que al irse con su padre no volverá a ver a su hermana. Serán familias separadas, eso fue el trato al que llegaron sus padres, mientras él los espiaba tras el cerrojo de su habitación. Y sabe que en dos días será la mudanza.
Esos pensamientos hacen que se entrecorte mientras lee los cuentos. Triste por el futuro, tensa su mano y atrae a su hermana hasta su pecho. Dentro de él convergen sentimientos de amor y dolor; expresiones que se guarda dentro de sí, para que ella no lo recuerde triste tras su partida. Siente el aroma a vainilla del shampoo de su hermana, y eso hace que valore su presente, está aquí con ella, y eso… Es lo único que le importa en este momento.
Es curioso cómo los adultos piensan que los infantes, por su temprana edad, sólo están interesados en correr y jugar, comer y después correr y jugar de nuevo. Como si fueran seres indiferentes a lo que los rodea. Pero las cosas que pasan por la cabeza de un niño son muchas veces más complejas de las que cree un adulto. Muchas cosas que viven y descubren, los hacen más críticos y analíticos, y gracias a esa curiosidad innata hacen preguntas de todo lo que descubren. Y algunas veces, cuando nadie les responde esas preguntas, ellos mismos lo hacen, madurando en el proceso, infringiendo los límites de su edad. Eso es lo que pasa con Alex, quien en este momento sabe que no volverá a ver a su hermana y eso… Es un dolor que nadie, y menos un niño, debería sentir: la pérdida de un hermano.
Alex le prometió a Gil que en su cumpleaños la traería al lago Whiden, para ver juntos las estrellas del lago y jugar a lanzarse chorros de agua. Pero ella cumple en dos meses y él ya no va a estar por esas fechas. Por eso, después de rogarle a sus padres durante días, logró convencerlos de que vinieran aquí. Unión, esa palabra que para el hermano mayor representa algo que creía irrompible, pero que ahora su familia era una vil burla de su significado, la imagen que proyectaban por fuera sólo era una máscara para aparentar que todo está bien. Unión… Esa palabra… Aparece varias veces en Las mil y una noches, libro que Gil siempre lleva consigo dentro de su mochila. Ella le pidió que se lo leyera, ya que no podrían bañarse debido al frío de ese día.
Mientras Alex lee, las palabras se hacen más pesadas para él, ya hizo las cuentas mentalmente, y sabe que cuando termine serán las seis de tarde. Tiempo en que sus papás les dirán que ya es hora de irse. Y eso significa la última aventura con su hermana. Su nariz se pierde entre el pelo de su hermana. Fin, la palabra que finaliza el libro. Gil lo mira alucinada, eufórica por todas las historias que le acaba de contar. Ella lo abraza y le dice en el oído: quisiera irme contigo. Él la mira asombrado y no aguanta las ganas de llorar. Ella lo abraza con sus pequeñas manos.
Cuando Alex le pregunta cómo lo sabe, Gil le interrumpe explicándole que aunque es pequeña también sabe cosas. Ella se aprieta más a su pecho, y con la cosa en su camisa le pide que no se vaya. Alex acaricia su cabeza, tratando de consolarla. El lago se mueve silenciosamente, y el viento acaricia las mejillas de ambos hermanos.
Alex le agarra las manos envolviéndolas con las suyas, prometiéndole que siempre estará con ella. Le cuenta que ella es una hermosa princesa como en los cuentos de hadas, y él es el héroe que siempre vendrá a salvarla. Gil le sonríe. Sus mejillas están coloradas. La lluvia les impide ver las estrellas, pero para Alex, ese recuerdo de la sonrisa de su hermana es el regalo más valioso de ese viaje.
Te quiero, hermano, regalándole un beso en la mejilla. Yo más, Gil, le responde su hermano. A lo lejos sus padres les empiezan a llamar…