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Mérida entre 1830 y 1860

Oscar A. García Solana*

Cuando un visitante nacido en la Ciudad de México visita Mérida en estos tiempos, fuera de los comentarios sobre lo bonito de sus atractivos turísticos, arquitectónicos, gastronómicos y culturales, llega un momento en que comienza con las críticas acerca de la falta de espacios de entretenimiento, de opciones de comercio variado, de centros de primer nivel para la atención de la salud y otras “comodidades” de la vida moderna.

Los meridanos nos preguntamos ¿a qué se refiere?, ¡si en los tiempos actuales contamos con las modernidades más actuales en todos los ámbitos!

Lo que está pasando en este caso es que nuestro visitante está calificando nuestra Mérida actual con el lente de sus propias experiencias. Luego de vivir en una ciudad con más de cuarenta estaciones de radio, llegar a Mérida en la que solamente cuenta con menos de veinte, sus opciones son reducidas. Luego de vivir en una ciudad en la que existen bares, “antros” como se les llama ahora, para cada una de las diferentes tribus urbanas: hípsters, góticos, reguetoneros, hiphoperos, emos, darks, “fifís”, llegar a Mérida y solamente contar, exagerando, con La Negrita, La Pulquerida, y con Classico y Hush para las élites, no les deja muchas opciones. Y así, podemos comparar con los servicios y atractivos con que se cuenta en la capital y con los que contamos en Mérida. Cuestión de perspectivas.

Valga esta extensa introducción para tratar de proponer al lector que al leer la descripción de nuestra ciudad en el siglo xix tomemos en cuenta que se trata de otra ciudad, por así decirlo, y no caigamos fácilmente en calificarla de pobre, triste, aburrida. Mirando con ojos de un meridano de su tiempo, con una visión del siglo xix, nuestra ciudad era una ciudad moderna, vanguardista en lo que cabe, implementando todos los beneficios de los descubrimientos e invenciones de la época. Si bien Mérida siempre ha estado apartada de la capital del país, los adelantos en esas épocas nos llegaban con muy poca diferencia en el tiempo.

Mérida en las décadas de los 30 y fines

de los 50 del siglo xix

Antes de comenzar la descripción de nuestra ciudad, es apropiado recordar que para el lapso de tiempo a analizar, Yucatán era un estado que conformaba toda la península del mismo nombre, o sea, lo que hoy son los estados de Yucatán, Campeche y Quintana Roo. La capital era Mérida, aunque en constante pugna con quienes residían en Campeche dada la importancia económica de esa ciudad y puerto por donde pasaban todas las mercancías que se importaban o exportaban.

Apenas en 1821, nueve años antes del lapso a estudiar, se había proclamado la independencia de España en suelos yucatecos. También hay que recordar que a partir de 1823 Yucatán pasa a formar parte, motu proprio, de la nación mexicana. La Mérida de principios del siglo xix se caracterizaba por sus calles polvorientas en temporada de secas o enlodadas en época de lluvias a falta de pavimentación, oscura por las noches debido a su nula o muy poca iluminación pública. Sus construcciones austeras sin ornamentación, sus casas de techos altos para ayudar a mitigar el calor de la región, de acuerdo con el ejemplo de simpleza y austeridad que nos dejaron los franciscanos.

Todas las construcciones, tanto civiles como particulares estaban arregladas a ras de la calle, no estaban de moda los jardines al frente, moda que llegaría a la ciudad hasta la inauguración del Paseo de Montejo en 1905.

La ciudad llegaba al norte hasta la iglesia de Santa Ana, al sur hasta los parques de San Sebastián y San Juan, por el este hasta San Cristóbal y la iglesia de Nuestra Señora del Carmen o de La Mejorada y al oeste hasta la iglesia de Santiago apóstol. Todavía se podía ir a pie desde el centro de la ciudad hasta su periferia. La ciudad no contaba aún con alumbrado público eficiente, por lo que para los pobladores el día terminaba al caer el sol.

Las calles no tenían nomenclatura y eran conocidas arbitrariamente. La ciudad era tan pequeña que bastaba con mencionar cualquier referente que recordara una ubicación, por ejemplo: “…a dos cuadras de El Toro Agachado”, “…en la calle del camino Real a Campeche, media cuadra antes de La Candelaria”, “…al lado de la casa de D. Juan Hübbe”, “…enfrente de D. Nicolás Urcelay”, “…en la calle del Comercio”. Hay que recordar que fue hasta el Imperio de Maximiliano cuando el comisario imperial D. Joaquín Salazar Ilarregui propuso en 1864 la primera nomenclatura oficial, de la que existe un plano.

El primer sistema de alumbrado público fue el de iluminación por candilejas a velas, para pasar después a los quinqués a gas. Para ambos sistemas, los encargados tenían la responsabilidad de encender candilejas y quinqués a partir de las cinco de la tarde y a las seis si era noche de luna nueva o llena. Había un sistema por el cual, conforme a las lunaciones, a partir de la luna llena se comenzaban a poner velas, las que iban siendo más grandes y gruesas según la luna fuera menguando; así mismo, el tiempo que estuvieran encendidas iba en aumento.

Una de las innovaciones al término del período estudiado fue el Cuerpo de Serenos creado por el jefe político de Mérida, Joaquín Castillo Peraza, cuya función era: cuidar el orden, velar por la seguridad de los ciudadanos, evitar los robos, vigilar los faroles, anunciar la hora y las condiciones climatológicas cada quince minutos: “Las ooocho y media y nublaadoooo…”. Los serenos tenían un lugar fijo para situarse y recorrer la cuadra que se les asignara, por ejemplo, entre la esquina del mercado de verduras (actual bazar García Rejón) y la Plaza Mayor, en la esquina de la Tercera Orden hasta el Palacio de Gobierno, de la esquina de los Dos Toros (62 por 59) hasta una esquina al norte, etcétera. Su jornada era de las ocho de la noche hasta el amanecer o toque de Diana.1

Los niveles de ruido en la ciudad eran bajos debido a la ausencia de máquinas que perturbaran con sus estridencias. Tan silenciosa era la ciudad que se buscaba que

“[…] la tranquilidad del vecindario durante la noche no sea perturbada con los que á pretexto de serenatas amorosas escandalizan con gritos destemplados, con los embriagados que se deleitan en probar la fuerza de sus pulmones, con los cocheros que conducen carruajes á rienda suelta produciendo atronadores ruidos; con los cohetes bombas, que son indispensables para rendir culto á los santos de palo, con las campanas que desde las cuatro de la mañana despiertan hasta á los sordos para que vayan á oir misa; con los perros y gatos que pasan por la crisis del terrible dolor de muelas y con las otras mil y mil cosas que perturban el tranquilo sueño del vecindario.2

Curioso eufemismo ese del “dolor de muelas”.

En el caso de los animales domésticos, tratándose de perros y gatos, llegó a ser tal su número en las calles que tuvieron que hacerse campañas de exterminio. Existen en la Biblioteca Yucatanense documentos que dan fe de la magnitud del problema: en marzo de 1832 fueron entregados a la cárcel pública 210 perros para ser sacrificados, pagándose a sus captores un real por cabeza. En noviembre del mismo año aparece la cuenta del ingreso de 44 perros; para junio de 1833 se informa del ingreso de 40 perros según las cuentas de D. Nicolás Urcelay y para febrero de 1840 se da cuenta de un total de 159 perros sacrificados, según la cuenta del Sr. Fernando Bates.

Y tan grave siguió siendo el problema que el Art. 15 del Reglamento de Policía de la ciudad de Mérida de 1854 especificaba: “Todos están facultados para matar los perros que se hallen sueltos por las calles; y si se probase la propiedad, pagarán sus dueños una multa de uno a ocho reales, á favor del matador”.

Podemos imaginar entonces a la Mérida de esos tiempos: de poca extensión, con apenas 24,090 habitantes según William Parrish Robertson, aunque José Julián Ancona, en su “Crónica sucinta de Yucatán” declara entre 40,000 y 50,000 habitantes, la minoría blancos, con casas de fachadas austeras, calles polvorientas en temporada de secas o enlodadas en época de lluvias, oscura por las noches y con muy poca iluminación pública.

Estas condiciones hacían a la ciudad insalubre y propensa a las epidemias, como la viruela, la fiebre amarilla, el cólera, el paludismo, las fiebres intermitentes, terciarias, perniciosas, estacionales, pútridas, biliosas.3 Dadas estas condiciones, el 10 de julio de 1833 se presentó una epidemia de cólera que diezmó a la población meridana y aún a otros centros poblaciones del país, como las ciudades de México y Veracruz; dejemos que D. Eligio Ancona nos describa en el tomo III de su Historia de Yucatán la situación en ese momento:

Innumerables víctimas sucumbieron durante el reinado de esta epidemia, que ordinariamente duraba dos o tres meses en cada lugar; pero cualquiera pintura que pudiéramos hacer de sus terribles efectos, sería pálida en comparación con la realidad. Las ciudades más populosas parecían durante el día vastos cementerios, en que casi no se escuchaba otro ruido que el de los carros que conducían los cadáveres a la fosa común. Las calles y las plazas se iluminaban durante la noche con las hogueras que los vecinos encendían frente a sus habitaciones, con el objeto de purificar la atmósfera.4

Los muertos en Mérida a causa de esta plaga se contabilizaron en 4,283 personas de todas las edades y condiciones sociales. Hubo barrios como el de Santa Catarina (por donde hoy se encuentra la ex penitenciaría Juárez) que desapareció porque la población fue diezmada casi en su totalidad a causa de la enfermedad;5 Hubo también poblaciones en la península, tal es el caso de Bolonchenticul, que redujeron el impacto de la epidemia gracias a su obstinada resistencia a dejar entrar al pueblo a personas que vinieran de otros lugares, y a impedir la entrada a cualquier vecino que hubiera decidido salir de su pueblo, así como a otras medidas drásticas pero efectivas.6

La sociedad meridana

Yucatecos y visitantes de nuestra ciudad han criticado, o alabado, a los meridanos de aquellos tiempos. Son innumerables los escritos que elogian la Blanca Mérida, sus hermosas mujeres, lo magnífico de las fiestas de la alta sociedad, sus vestidos de gala, sus diversiones, los edificios que arrastran historia, pero son menos los que atienden la historia de las clases bajas, el pueblo.

Entre los visitantes, a los que debemos escuchar como una segunda opinión tal vez desinteresada, podemos señalar a: Federico de Waldeck, quien visitó Mérida en 1834 y 1836; John Lloyd Stephens, quien vino entre 1839 y 1840 y luego entre 1841 y 1842; Benjamín Moore Norman, nos visitó entre 1841 y 1842; Karl Bartolomeus Heller, 1846 a 1847; Arturo Morelet, en 1847. El Conde Federico de Waldeck, por ejemplo, menciona en su “Viaje pintoresco…” (1834 a 1836)7 que en Mérida no había ni posadas ni fondas por lo que tuvo que alquilar una casa (pág. 34), que la “fiebre pútrida” (tal vez se refería a la epidemia de cólera de la que ya se hizo mención) estaba diezmando la población de Uxmal por lo que no era apropiado ir allá (misma página), que la supuesta “Casa de Beneficencia” no era más que un lugar de prostitución (p. 36).

Un dato importante aporta Waldeck (p. 38) en cuanto al servicio doméstico que nos señala la situación con trazas de esclavitud que prevalecía en Mérida:

[…] no hay casa que goce de algún bienestar material que no tenga varias criadas; he contado hasta diez en casa de don Luis Estrada. La causa única de ese lujo de domésticas es la facilidad que se tiene de procurárselas. Los indios depositan a sus hijas a la edad de seis a ocho años en las casas particulares para que aprendan a servir. Ellas no perciben sueldo, y como su alimento y sus vestidos de tela de algodón cuestan muy poca cosa, en manera alguna son gravosas a sus amos.8

La esclavitud viene de antiguo, aunque siendo tan común y cotidiana ni se mencionaba ni se prestaba atención, desde la llegada de los primeros españoles para poblar la ciudad de Mérida. Recordemos que cuando el abogado Francisco Antonio de Ancona y Guevara llegó a Mérida en 1655 como teniente de gobernador trajo consigo de España a su esposa, sus ocho hijos y a su esclava María de Palomares.9

Otro ejemplo: en la testamentaria de doña María Joaquina Molina aparece mencionada “una negra mi esclava, nombrada Dolores, que me costó trescientos sinquenta (sic) y seis pesos y […] ha de quedar sirbiendo (sic) a mi esposo […]”.10

En la prensa de aquella época podemos encontrar anuncios cuya redacción no deja lugar a dudas sobre la propiedad privada de unas personas sobre otras:

Se ha fugado de la casa de Da. Asunción Fajardo de Rejón UNA CRIADITA de 9 á 10 años de edad llamada Cristina, quien llevó una toca con el nombre de dicha señora; la persona que diera razón de su paradero será gratificada con seis pesos en esta imprenta; mas si a pesar de este aviso no la entregasen, será responsable la persona que la tuviese en su poder á todos los perjuicios que haya lugar” (Boletín Comercial de Mérida y Campeche, 19 de junio de 1841).

José María Pérez, de oficio panadero, bajo de cuerpo, color claro, pelo castaño, ojos pardos, de 22 años poco más o menos, se ha fugado de mi servicio desde el 17 de este mes; gratificaré al que me lo presentare, con cinco pesos. Juan José Martínez

El sábado 20 del presente se ha fugado un criado á D. Bonifacio Canto, llamado Pascual Taj, de edad de catorce años, cuerpo jaco, color regular, pelo lacio, ojos negros grandes, nariz chata y cara chica; el que lo entregue será gratificado.

Situación política

Hay que considerar que para los tiempos que corrían la situación política y social no era muy estable. En 1834 era gobernador del Estado Francisco de Paula Toro (cuñado de Antonio López de Santa Anna, a quien para agradecer por la gubernatura nombra protector de los pueblos de Yucatán), pero al año siguiente le sucedieron Pedro Sáinz de Baranda y Borreiro, Sebastián López de Llergo, nuevamente Pedro Sáinz de Baranda y Borreiro, José de la Cruz Villamil y nuevamente Francisco de Paula Toro de manera interina, quien seguiría siendo gobernador hasta 1837, año en que hubo cinco gobernadores más.

El 4 de marzo de 1840 el Congreso del Estado, por medio de un decreto declaraba:

El Estado de Yucatán es libre é independiente, y en tal virtud restablece su Constitución particular, y la general de la República sancionada en 1824, con las reformas que un Congreso especial y el de la Nación, autorizados al efecto por los pueblos, tengan á bien hacerles. Entretanto la Nación Mejicana no sea regida conforma á las leyes federales, el Estado de Yucatán permanecerá separado de ella, reasumiendo su Legislatura las facultades del Congreso general y su Gobernador las del Presidente de la República, en todo lo que concierna á su régimen particular.

Don Andrés Quintana Roo, emisario de Antonio López de Santa Anna, presidente de la República en ese momento, logra que Yucatán firme la reincorporación a México el 29 de noviembre de 1841. López de Santa Anna desconoce los acuerdos a los que se habían suscrito las partes y envía a la península un ejército para someterla. Este ejército, que había llegado a la Isla del Carmen en 1842, avanza hacia Mérida, en donde el general centralista Peña y Barragán tiene que rendirse el 24 de abril de 1843. La bandera yucateca continuaba ondeando. Santa Anna tuvo que reconocer las condiciones impuestas por los yucatecos para aceptar la reincorporación y firmó los convenios el 5 de diciembre de 1843.

Al cambiar la Presidencia del país, nuevamente se consideran inadmisibles para el gobierno central las condiciones excepcionales de Yucatán y son rechazadas en 1845.

De nueva cuenta, el 1 de enero de 1846, Yucatán se separa del territorio mexicano.

No siendo suficientes estos conflictos, el 30 de julio de 1847 estalla en Tepich la Guerra de Castas.

Para empeorar las cosas, las diferencias entre Santiago Méndez Ibarra, por parte de los campechanos, y Miguel Barbachano y Tarrazo por los meridanos generaron conflictos en la península, ya que los meridanos querían la reincorporación a la república y los campechanos la rechazaban.

Ante la difícil situación en que se encontraba la península, los campechanos buscaron el apoyo de países extranjeros: Cuba, Jamaica, España, Inglaterra, siendo rechazadas sus pretensiones; posteriormente se enfilaron a los Estados Unidos y enviaron a Washington al juez José Rovira como su representante, ofreciendo la anexión de Yucatán al país del norte. El 17 de mayo de 1848, el senador estadounidense John A. Dix, representante de New York, presentó ante el Senado de su país la propuesta de ocupación de Yucatán. La solicitud fue rechazada.

“Constrista el espíritu leer tantas intrigas que se desarrollaron entonces para que Mérida sucumbiese y se lograran los propósitos entreguistas de don Santiago Méndez, respecto de Yucatán a los Estados Unidos, increíblemente secundados por su yerno el Doctor don Justo Sierra”.11

En 1848, luego de que Santiago Méndez Ibarra gobernara Yucatán, regresa a la gubernatura Miguel Barbachano y Tarrazo, escindiéndose el recién formado Estado de Campeche. Posteriormente gobernarían Crescencio José Pinelo (interino), Rómulo Díaz de la Vega (nombrado por Antonio López de Santa Anna), José Cárdenas del Llano (interino), Pedro Ampudia (nombrado por Antonio López de Santa Anna), Santiago Méndez Ibarra, Pantaleón Barrera, Martín Francisco Peraza, Liborio Irigoyen, Pablo Castellanos y Agustín Acereto, para cerrar el período analizado en este artículo.

Notas

1 Reglamento para el gobierno del Cuerpo de Serenos de esta capital. (1860). Mérida: Imprenta de Rafael Pedrera.

2 Miranda, P. (2007). Una aproximación a la élite y a las fiestas de familia en la ciudad de Mérida…, p. 40.

3 Alcalá, C. (2011). Viajeros y enfermedades: una aproximacio?n a la situacio?n epidemiolo?gica en la peni?nsula de yucata?n entre 1834 y 1847. Boletín americanista No. 62, pp. 157-176.

4 Ancona, E. (1887). Historia de Yucatán, t. III, pp. 340-341.

5 Molina, J. F. (1927). T. II.

6 Machuca, L. (2006). Control y poder en época de enfermedades, p. 142.

7 Waldeck, F. (1930). Viaje pintoresco y arqueológico a la provincia de Yucatán. Mérida: Compañía tipográfica yucateca S. A.

8 Waldeck, Ob. cit, pág. 38.

9 Contratación. ES.41091.AGI/10.42.3.224//CONTRATACION,5431,N.1,R.33. España: A.G.I.

10 Testamentaria de María Joaquina Molina. Manuscrito. (1812). Mérida: BVY, X-1818-09.

11 Barrera, A. (1970). Una falsedad histórica: El separatismo yucateco. Mérida: La Caricatura, 3 de enero, p. 2.

Bibliografía

Alcalá, C. (2011). Viajeros y enfermedades: una aproximacio?n a la situacio?n epidemiolo?gica en la peni?nsula de yucata?n entre 1834 y 1847. Boletín americanista No. 62.

Ancona, E. (1887). Historia de Yucatán, t. III.

Barrera, A. (1970). Una falsedad histórica: El separatismo yucateco. Mérida: La Caricatura, 3 de enero.

Machuca, L. (2006). Control y poder en época de enfermedades. El cólera morbus de 1833 y el pueblo de Bolonchenticul, Península de Yucatán, México. Revista Biomedic 2006; 17: 140-145. Bajado de: http://www.uady.mx/sitios/biomedic/revbiomedic/pdf/rb061728.pdf

Miranda, P. (2007). Una aproximación a la élite y a las fiestas de familia en la ciudad de Mérida, segunda mitad del siglo xix. En Signos Históricos, No. 18, julio-diciembre.

Peón, J. J. (1831). Crónica sucinta de Yucatán.

Reglamento de policía de la ciudad de Mérida, capital de Yucatán. (1854). Mérida: Impreso por Mariano Guzmán.

Reglamento para el Cuerpo de Serenos de esta capital. (1860). Mérida: Imprenta de Rafael Pedrera.

Robertson, W. P. (1853). A visit to Mexico by the west india islands, Yucatan and United States, with observations and adventures on the way. London: Published for the autor.

Waldeck, F. (1930). Viaje pintoresco y arqueológico a la provincia de Yucatán. Mérida: Compañía tipográfica yucateca S. A.