Entretenimiento / Virales

Frida Kahlo y Ana Mendieta Dos precursoras contra el canon

Iván de la Nuez

I

Hace un cuarto de siglo, Harold Bloom hizo furor con El canon occidental. En este libro, el famoso crítico de Yale reivindicaba a los grandes escritores de Occidente, tomando como modelo incuestionable a Shakespeare, a la vez que se lanzaba contra la corrección política, el feminismo, la reivindicación del Otro y un largo etcétera.

El libro de Bloom vino a rematar una corriente que se había aplicado en salvaguardar un canon occidental en peligro de extinción. Antes ya lo habían hecho Camille Paglia con Sexual Personae (1989) y Robert Hughes con La cultura de la queja (1993). Junto a Bloom, estos autores se atrincheraron en la defensa de una cultura occidental que consideraban una plaza sitiada por los nuevos bárbaros.

En América Latina, que forma parte de Occidente de una manera extrema y excéntrica –podríamos decir que extravagante–, el debate sobre un canon particular tuvo también su intensidad. Así que tocó, entonces, desempolvar desde aquellos que lo colocaban en el origen precolonial (indigenismo y negritud, con autores como José María Arguedas o Aimè Cesaire), hasta quienes lo identificaban con el barroco y su modernidad imposible (Octavio Paz, Alejo Carpentier, Severo Sarduy o José Lezama Lima). Todo ello sin olvidar los que se privilegiaban la apropiación, la “occidentalidad periférica”, la revancha de la copia o lo latinoamericano reinventado en Estados Unidos.

Es difícil imaginar cómo se tomaría Harold Bloom –que nos ha propuesto a Shakespeare como el faro de Occidente– el hecho de que el más radical, revolucionario y antiimperialista de los pretendidos cánones latinoamericanos sea también el más shakespeariano. Aquel que toma a los personajes de La Tempestad –Próspero, Ariel y Calibán– como arquetipos de la cultura caribeña.

Probablemente, lo más cercano a un canon latinoamericano es el que identifica a esta cultura con el barroco y la antimodernidad. Sus epígonos más ilustres son los ya citados Paz, Carpentier y Sarduy, con Lezama Lima basculando entre los dos últimos. Podría decirse que Paz está interesado en la modernidad sin sus turbulencias, a Carpentier le interesan las turbulencias sin las instituciones, y a Sarduy le fascina ese caos en el que el barroco aparece como un mundo sin jerarquías y, en definitiva, anticanónico. Estos cuatro escritores afrontaron “lo latinoamericano” como esa paradoja de vivir en las afueras de la modernidad y al interior del barroco.

Para Paz, América Latina nace con la contrarreforma y con la escolástica; contra la modernidad. No así la América del Norte, que nace con la modernidad y la Reforma. Ahí encontraríamos la raíz de su “tradición antimoderna”. Esa ha sido la tensión que Paz intentó resolver en buena parte de su obra. Incluso en Postdata, escrita para explicar los acontecimientos de Tlatelolco, no puede prescindir de esa permanente contradicción entre la pulsión moderna y el subsuelo sacrificial del mundo precolombino que subyace bajo el iceberg del México tecnológico. Carpentier, por su parte, prefiere la revuelta, la revolución y el terror –los ritos modernos– antes que sus instituciones, dado que considera que en la anarquía del barroco siempre acecha la revolución.

Siguiendo otro camino, Severo Sarduy fue el primero en tender un puente entre el barroco y la posmodernidad, como una posibilidad sin jerarquías para América Latina. Por eso su literatura habita en una franja entre la alta cultura y el carnaval, la ópera y el prostíbulo, la escritura y la orgía. El suyo es siempre un mundo externo, alejado de cualquier esencia o alma interior –opresiva o revolucionaria– escondida tras la máscara barroca. Su sentido de la música es siempre carnavalesco y externo, muy al contrario de Alejo Carpentier, del que siempre percibimos una imagen enclaustrada (y pautada). Sarduy es exhibicionista y conjuga el concepto con el estilo: hablan en barroco sobre el barroco. Si el tiempo de Carpentier es el tiempo de las eras, el de Sarduy es, a la vez, el instante y, como en La Biblia, muchos tiempos: “Un tiempo de plenitud, un tiempo de decrepitud, de afinamiento, de espesamiento, de vida, de muerte, de derrumbe, de erección”.

En esos tiempos, canónicos y anticanónicos, se mantiene y persiste la obra de Frida Kahlo.

II

“La obra de Frida Kahlo no requiere exégesis: cada cuadro es en sí un comentario a esa creación soberbia que se llama Frida Kahlo”.

Esta frase es de Olivier Debroise. Y ese su dictamen sobre la que, acaso, ha sido la artista latinoamericana por excelencia a la hora de bifurcar –a pesar de haber sido reiteradamente capturada por ambos– el canon occidental y el latinoamericano. En principio, Frida no parece abandonar la construcción de ese presumible canon latinoamericano: es barroca, ecléctica, mágica, surrealista. Y, sin embargo, a todas esas aristas les concede otra perspectiva. Ella está por encima de todos esos arquetipos porque, en realidad, ella es su propio arquetipo. Nada, en su experiencia torturada, está dado para que sepamos quién era. Al contrario, es ella quien nos interpela desde sus cuadros y cuesta sostener su mirada. Frida intuye que el molde puede quebrarse, pero no mediante una confrontación radical, sino por multiplicación del propio molde. Sus atavíos, sus colores, la creación de su personaje y de su máscara, no es más que la simulación necesaria para dejarle paso a otro discurso, el del cuerpo, que es probablemente el asunto fundamental de su trabajo. Frida, abunda Debroise, nos provoca todo: “fascinación y repulsión, amor y morbo, ternura y piedad”. Acaso todo los que nos provocamos a nosotros mismos. Su obra aparece así, del modo en que Carlos Fuentes ha aconsejado leer su ambigüedad: “entre la claridad y el misterio”, como “un tercer desplazamiento”. Entre el machismo y la feminidad, entre los nacionalistas y los universalistas del México de su época y de ahora, entre el dolor y la risa, Frida abusa de la máscara pero nos demanda que reparemos en su cuerpo, así como abusa de su personaje para indicarnos que reparemos en su obra. Diego Rivera ha adelantado que ella construía máscaras porque pintaba, obsesivamente, rostros cuya identidad nunca llegó a conocer. Por eso ha aportado tanto al arte del autorretrato, al punto de que Debroise la considera “una de las pocas artistas que elevan el autorretrato a la categoría de género particular”.

Sus cuadros van inventando (e inventariando) su propia autobiografía. Sabemos que Julien Levy, en Nueva York, y André Breton, en París, le dan, en 1940, su primer gran espaldarazo internacional, si bien ella ya había activado su performance antes de estos avales. Y también es una artista más que reconocida antes de que fuera convertida por la crítica multicultural en el paradigma de Artista-Mujer-Latinoamericana en los años ochenta. Frida es ya Frida antes de su “redescubrimiento” reciente. Aunque es justo reconocer que algunos de estos críticos –Debroise, Carlos Monsiváis, Lucy Lippard, Hayden Herrera– apuntan nuevos significados de su trabajo. En todo caso, Frida experimentó con varias tendencias plásticas (simbolismo, surrealismo, futurismo, eclecticismo, naif, arte popular o religioso); y si Breton llegó a calificarla como La Mujer Surrealista, esto respondió más a la necesidad que tiene la cultura occidental de legislar a las otras que a algo en lo que ni la misma Frida Kahlo creyó. (Sus cartas son incluso burlonas al respecto). Hoy sabemos que tanto Artaud como Breton exageraron en sus percepciones de México, y es más que probable que también exageren quienes hoy nos inducen a leer a Borges como clones de Withman o a Guillermo Cabrera Infante tan solo como un sucedáneo de Joyce.

En buena medida, Frida no es un ejemplo cómodo ni para los surrealistas (su correspondencia testimonia que se burlaba de ellos y prefería a Marcel Duchamp), ni para las feministas (le perdonó todo a Diego Rivera, por el que sentía una verdadera adoración, y deseó ser una doméstica), ni siquiera para los “fridistas” (a menudo se importó muy poco a sí misma y dudó más de una vez sobre su propio valor). Con su muerte en 1954, uno siente que se cierra el ciclo de una obra completa a la que apenas hay nada que añadir.

Es fácil hoy, por lo mucho que se ha escrito y discutido al respecto, saber qué pintaba. Es difícil, en cambio, saber quién era. Aunque algo nos dice que no es en nuestra interpretación donde aflorarán sus ocultas verdades, sino al contrario; es en su mirada donde están, acaso, nuestras claves.

III

Si a la muerte de Frida Kahlo tenemos la impresión del cierre definitivo de una obra –que lo mejor de su trabajo estaba ya dispuesto–, siempre sospecharemos que lo mejor de Ana Mendieta estaba por venir y que el desarrollo “natural” de su trabajo quedó cancelado en el pavimento de Manhattan, con su prematura y polémica muerte. Si Frida acepta el “canon” de “lo latinoamericano” en su performance de sí misma para dejar libre el camino a su obra más anticanónica, Ana Mendieta no se acoge a ninguna bifurcación entre su vida y su obra. Más bien, las amalgama de una manera radical.

“Ella y su arte eran una sola pieza”, ha escrito Gerardo Mosquera. Hay multiculturalistas que han reducido a Mendieta a una especie de bandera sobre la revancha de la etnia y del género, pero también hay multiculturalistas que han aportado muestras notables de otras coordenadas que atravesaba su arte. Mosquera la ha reconocido como una artista afincada en el earth art, aunque al mismo tiempo ha advertido que “un rasgo la distinguía de la ejecución habitual de esa tendencia”, dado que ella acude a la tierra pero “se pone en función de esta”, se “fusiona” con ella, porque “no busca transformar sino participar”.

Body art, land art, videoarte, fotografía manipulada, escultura, instalación o simples apuntes... Lo que Mendieta privilegia –tanto como Joseph Beuys o Juan Francisco Elso– es el proceso de la obra antes que el resultado. Ella es, en sí misma, un proceso no acabado, cancelado en el tiempo y en el espacio. De manera que, a veces, habitaba diferenciadamente en unos espacios –Cuba o Estados Unidos, el de la artista o el de la “gente, el del pasado y el del presente– y otras veces los fusionaba de un modo dramático”.

El discurso de Ana Mendieta se instala en una comprensión litúrgica y transcultural del mundo. Y es un ejemplo rotundo de una fractura en el orden canónico, tanto de la cultura occidental como de la específica cultura latinoamericana. Para ello, indaga en discursos “preoccidentales”, o en usos primitivos que le otorgan otras maneras de habitar el presente. Por eso aparece en Overlay, de Lucy R. Lippard, un ensayo cuyo tema no aborda “las imágenes prehistóricas en el arte contemporáneo, sino las imágenes prehistóricas y el arte contemporáneo”. Lippard, como lo ha entendido por otra vía Peter Sloterdijk, asume esa supuesta prehistoria de un modo muy distinto a como lo hace Paglia (las dos son opuestamente sustancialistas), pues entiende que el pasado tiene mucho que decirle al presente en materia de usos sociales y feministas. Es dentro de esa consideración que se instala la valoración sobre Ana Mendieta, con su trayectoria marcada por la “sangre, la violencia y la fertilidad”. Mendieta se funde con todo –las estrellas, los ríos, el firmamento–, con el objetivo de abrirse paso hacia otros mundos en el tiempo y el espacio. En uno u otro, su obsesión es el regreso –bien a fuentes primordiales, bien a la vida cancelada en su adolescencia. Su obra bascula entre el mundo primitivo y la modernidad, lo latinoamericano y lo norteamericano, la inmortalidad y la muerte, la infancia y la madurez, el arte y la vida. Tensiones que consiguió resolver en la línea de otros artistas –Robert Smithson, Louise Bourgeoise, Dennis Oppenheim, Joseph Beuys–, todos anticanónicos. Pero Mendieta toma distancia de estas poderosas influencias porque se integra de una manera menos racional y más vital con sus obras. Lo que fortalece las operaciones transculturales de Ana Mendieta –lo que hace fuerte su escape de lo canónico– es, paradójicamente, la debilidad de sus contornos. La silueta es su sello iconográfico. Y la silueta expresa la fragilidad de cualquier frontera. A través de la silueta, Ana Mendieta explora su desubicación entre mundos diversos; y también su exclusión de todos. Su obra consigna una expulsión inconsciente del paraíso y, al mismo tiempo, un regreso intencionado al mismo.

En su muerte –decretada suicidio, muy probablemente homicidio a manos de su pareja Carl Andre– hay indicios de todos esos ámbitos que tiraban de ella. (Hay un libro que esclarece este horror: Naked by the Window, de Robert Katz).

Tal vez la muerte de Ana Mendieta estaba configurada en sus siluetas. Y al revés: su propia vida tendría la posibilidad de leerse en la cancelación abrupta de su existencia.

IV

“Inútil discutir el canon laico”.

Así ha hablado, y yo le sigo, Carlos Monsiváis.

En los años del recién estrenado canon de Bloom, a muchos les dio por aplaudir el estilo impecable y “desnacionalizado” (muy “canónico”) de Derek Walcott, el poeta de Santa Lucía. Pocos parecían interesados en que su obra no se limita a esa pieza irrepetible que es Omeros, ignorando que, ya en 1961, su pieza teatral Drums and colors se posicionaba con respecto al colonialismo y la marca perdida de África que intentaba recuperar para su propia memoria. ¿Es, entonces, Drums and colors la parte maldita de Omeros o su complemento? ¿Es el pasado africano de Walcott la mitad oculta sobre la que resplandece John Donne o un acompañante natural sobre el que apenas nos atrevemos a indagar?

En 1940, Fernando Ortiz se inventó el término transculturación –que a la larga puede ser más efectivo que el de multiculturalismo– para explicar los intercambios entre unas culturas y otras.

Malinowski lo asumió como un gran aporte a la antropología, a la que siempre concibió como la ciencia del sentido del humor. Para ilustrar su concepto, Ortiz utilizó la metáfora culinaria del ajiaco (un potaje que mezclaba en su cocción las carnes, vegetales e ingredientes más diversos). El éxito del ajiaco consistía, y consiste todavía, en que el resultado final de la mezcla debe saber mejor que cada uno de los integrantes por separado. Todavía hoy ese concepto (sin olvidar el potaje) nos puede auxiliar para que la crítica, cumpla con una de sus primeras funciones: saber bien.