Iván de la Nuez
La pasada feria de arte contemporáneo de Madrid (ARCO), inaugurada hace un par de meses, estuvo dedicada a Félix González-Torres, artista nacido en Cuba (1957) y muerto de sida en Estados Unidos a los treinta y nueve años. Así, el encuentro anual madrileño sustituía la categoría de “país invitado” por la de “artista homenajeado”. A favor de tal decisión debe haber pesado el consenso sobre un artista que barrió estereotipos y al que pocos discuten su anticipación a este siglo xxi. Más complicado resulta mesurar sus pertenencias nacionales, atravesadas por tres herencias directas que, como las penas del bolero, se agolpan unas a otras en una tensión incómoda.
Valga un dato: de los tres países que cruzan directamente la biografía de González-Torres, solo Estados Unidos ha acudido a Arco como “invitado”. Cuba, donde nació, y pese a salir una y otra vez en las quinielas, nunca lo fue. Una evidencia de que los organizadores, más allá de sus intenciones, no fueron capaces de encontrar la fórmula para mitigar el diferendo entre ese país y su diáspora, algo en lo que sí han tenido éxito otras instituciones españolas en los últimos veinticinco años. Tampoco ha sido invitado Puerto Rico, donde se fraguó la obra que terminaría encumbrándolo más tarde como miembro del Group Material o en solitario. La otra isla que acogió esas “impresiones tempranas” rescatadas recientemente por Elvis Fuentes en colaboración con el Museo del Barrio de Nueva York y el Instituto de Cultura Puertorriqueña.
Este revival ofrecido por Arco quedó englobado en el programa Es sólo cuestión de tiempo (It’s Just a Matter of Time), comisariado al alimón por Alejandro Cesarco y Mason Leaver-Yap, con Manuel Segade, director del CA2M, a cargo del programa público. Se apostó, asimismo, por una inundación de sus obras en el espacio público, así como debates o actividades desde las cuales viejos y recién estrenados especialistas pusieron en circulación la avalancha efímera del artista en España. Una iniciativa mucho más modesta, aunque no exenta de simbolismo, tuvo lugar en el estudio de Dagoberto Rodríguez –exintegrante de Los Carpinteros–, bajo el título Cada forma en el espacio es una forma de tiempo que se escapa. Ideada por Solveig Font, esta muestra reunió a quince integrantes de la generación más reciente de artistas cubanos en un homenaje de transición; acaso a la espera de que un museo cubano, en alguna década de este siglo, se digne a honrar por fin a un artista particularmente tozudo a la hora de reafirmar su pertenencia a esa cultura.
En medio de la euforia española, no quedó mucho espacio para recordar la exposición pionera que le dedicó en 1995 el Centro Gallego de Arte Contemporáneo, bajo la dirección de Gloria Moure y comisariada por Nancy Spector. O el hecho de que sus primeros vídeos estuvieran marcados por el interregno español de su corta vida, como reflejos de la mala educación clerical que él y su hermana recibieron en este país. O el parangón que se le supuso con Pepe Espaliú y sus performances sobre el sida. O el correlato innegable con Javier Codesal, tanto
como la huella en Nuria Canal, María Ruido, Dora García y Martí Manen. O su aparición en la narrativa de Julián Rodríguez, convertido en el guía que llevó al escritor, editor y galerista extremeño hasta el círculo en el que se disolvían las fronteras entre arte y escritura. (Me cuesta no recordar las divagaciones nocturnas con Julián, dejando volar la idea de un encuentro improbable entre Félix González-Torres y Martin Kippenberger).
Ese legado de González-Torres, con el que también se identifican Teresita Fernández, Ernesto Pujol, Allora & Calzadilla o Sarah Lucas, nos remite más a un método que a una forma específica. Pocas veces un artista tan austero consiguió marcar a gente tan distinta, sobre todo en un mundo que, tras su muerte, quedó dominado por una tecnología que él no llegó a conocer.
Cabe detenerse, asimismo, en su precisión milimétrica a la hora de seleccionar, cocinar y digerir sus propias herencias, con ese portazo a los excesos pirotécnicos del multiculturalismo de su tiempo. Ahí queda su sofisticada conversión del espacio expositivo en una página en blanco, dispuesta unas veces para poblar y otras para evocar. Ahí esa gestualidad tan próxima a los ademanes de Severo Sarduy: también camagüeyano, también exiliado, también mezcla de escritor y artista visual, también fallecido de sida tres años antes que él. Ahí su idea de la vida como un tiempo que acaba cuando se interrumpe su sincronización con la persona que amas. Y ahí su condición pionera a la hora de concebir lo cultural, lo sexual y lo nacional como áreas en conflicto dentro de un mismo emplazamiento crítico.
La incursión de González-Torres en el arte postal nos traslada hasta Eugenio Dittborn. Sus diatribas ideológicas y personales nos conducen hasta Pedro Lemebel. Su luminosidad a Dan Flavin. Su teatralidad al primer Jeff Koons. No debe olvidarse la fascinación por el diseño, la publicidad y el periodismo en alguien que llegó a admitir que The New York Times era su modelo y realizó intervenciones directas en medios de prensa. (Esto queda detallado en el catálogo de la exposición citada sobre su trabajo inicial en Puerto Rico, una joya de apenas 32 páginas).
En todos los casos, sus soportes no eran otra cosa que herramientas; sus formatos, habitaciones; sus experiencias, capítulos de esa autobiografía visual que fue escribiendo a la vista de todos, pero cuidándose al mismo tiempo de no descubrir todas sus claves.
Es difícil resistirse a la inteligencia visceral de esta obra elegante; mantenerse a salvo del contacto con las sábanas marcadas por unos cuerpos ya ausentes; ser incólumes a los caramelos proustianos y las bombillas que ofrecen esperanzas, a pasaportes y olas dispuestas para llevarnos a otra parte.
No ha sido tan viable, en cambio, asumir que su apertura hacia la poesía debería venir acompañada con una contracción de la retórica. Si esto no siempre ha sido así, se debe en parte a que el propio González-Torres renegó tanto del copyright, y de la burbuja de la vieja obra con aura, que puso bastante fácil el aplauso perezoso donde cabía la cautela crítica.
Por todo ello, tal vez lo más subversivo que podemos hacer ante ese exceso de sobreentendidos que rondan su trabajo no consista en actualizarlo, sino en leerlo. En seguir al pie de la letra sus declaraciones y textos. En decidirnos a escoger entre las lealtades enfrentadas que propició, y aplicar la relativa crueldad de ajustarnos más a lo que dijo de sí que a lo que dio de sí.
González-Torres fue orgullosamente gay y puertorriqueño, exiliado y nostálgico, activista y amante, cubano y neoyorquino, vanguardista y frívolo, devorador de los frijoles negros y de Celia Cruz, abanderado contra cualquier tipo de discriminación y adalid de la diferencia. El muchacho preocupado porque su pareja hubiera vivido antes con un modelo de Calvin Klein y el moribundo capaz de pedirte que no modificaras la bandera cubana en una exposición porque era más perentorio “rediseñarle la guayabera a Mas Canosa o el uniforme a Fidel Castro”.
Todo ello era importante, sin duda. Pero nada de esto, por sí mismo, funcionaba como la meta final de una obra atravesada por el enigma. “¿Requisitos?”, se preguntaba en 1991. “Yo no necesito ni pido requisitos para hacer o enseñar a hacer arte”.
Sin requisitos, pero con atributos.
Sublimar, en exclusiva, su parte estética –esa catarata imitadora de lámparas, caramelos, camas y relojes lo traiciona–, porque solo puede dar lugar a un minimalismo sin alma. Esgrimir únicamente su activismo también lo traiciona, porque solo puede llevarnos a una demagogia sin fineza.
Por eso, quizá, no sea tan importante lo que tengamos que decir sobre Félix González-Torres, sino lo que él, casi veinticinco años después de su muerte, tenga que decir sobre nosotros: los seres que habitamos en este siglo xxi que no alcanzó a vivir, pero cuya cultura sí supo iluminar.