Internacional

La riqueza de las naciones

Jorge Gómez Barata

En los países desarrollados y emergentes la generación de riquezas y la falta de equidad en su distribución ha llevado a un incremento de las desigualdades que pudieran conducir a mayores tensiones sociales. El problema no es nuevo ni exclusivo de tales entornos.

En el siglo XVIII, tuvo lugar el más intenso de los debates en la historia de las ciencias económicas, zanjado por Adán Smith (1723-1790) cuya obra, “Una Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones” (1776), fundó la economía política moderna y que Marx, considerando la exposición de Smith, David Ricardo y otros, bautizó como clásica, identificando así a una escuela de la que él fue el último exponente.

Hasta el debut de Smith y casi cien años más tarde de Marx, la economía política era una disciplina empírica sin apenas identidad hasta que fue dotada por ellos de un método y un lenguaje particular y de las categorías que le proporcionaron el determinismo característico de las ciencias.

Smith nos cuenta que la riqueza proviene del trabajo, mientras que Marx precisa que se trata de una urdimbre mediante la cual, a partir de las contradictorias relaciones entre el capital y el trabajo asalariado, se realiza la reproducción ampliada, se crean los valores y se maximizan las ganancias de los capitalistas. Marx no creó el capitalismo, pero lo bautizó y le confirió identidad.

En la medida en que se desarrolló, el Estado liberal estableció reglas como los límites a la jornada laboral, salarios mínimos, supresión del trabajo infantil y regulación del empleo femenino y otras acciones que domaron al capitalismo salvaje. De hecho, el estado y el mercado se aliaron para dar lugar al extraordinario desempeño económico del capitalismo al que, en el Manifiesto Comunista, Marx dedicó todo un capítulo.

Aunque mediado por las realidades impuestas por el desarrollo social y las conquistas obreras y sociales, el debate en torno a los desequilibrios económicos generadores de desigualdades económicas y sociales, así como de pobreza y excesiva acumulación de riquezas y del papel que en ello está obligado a despeñar el estado, garante del bien común, alcanza una renovada actualidad.

Ayer como hoy, la riqueza, entendida como acumulación de bienes y de dinero y promotora de tensiones sociales, necesita ser regulada y controlada por el estado que se vale para ello de políticas fiscales y otros recursos, cosa en la cual los procesos de inspiración socialista, creadores de los llamados estados de bienestar, registraron importantes avances debido, entre otros factores, a las conquistas obreras y los precedentes creados por las políticas sociales del socialismo real.

En Cuba, donde la preocupación por la acumulación de las riquezas precede a la capacidad para crearlas, tiene lugar un interesante debate en torno a la idea de ampliar el sector privado de la economía, tratando de acrecentar su participación en la generación de riquezas, evitando a la vez su excesiva acumulación, cosa difícil de establecer en una economía pequeña y plagada de problemas estructurales y funcionales.

Tal vez, al menos por ahora, en lugar de limitar, haya que estimular a los emprendedores vernáculos y atraer a los de ultramar, para lograr incrementar la creación de riquezas sin que ello dé lugar a la profundización de las desigualdades sociales y al incremento de la pobreza.

Para el socialismo de hoy, lo más importante es producir con eficiencia y distribuir con equidad. Tal vez, al menos durante un largo trecho, el estado y el sector privado puedan ser compañeros de viaje y quizás aliados estratégicos. En sectores como el turismo se aprecia esa tendencia.

En cualquier caso, lo que hace sostenible al sistema socialista es su capacidad de reinventarse para generar riquezas y distribuirlas con equidad.