Internacional

Alfredo García

La contraofensiva de la ultraderecha en Bolivia que culminó con el golpe de Estado “suave” del pasado 10 de noviembre, no por anunciada dejó de sorprender por su planificación y eficiencia “quirúrgica”. Como en casos anteriores la intervención de EU será negada, hasta que una futura desclasificación de documentos secretos lo demuestre.

“Estados Unidos aplaude al pueblo boliviano por exigir libertad y al Ejército boliviano por acatar su juramento de proteger no sólo a una persona, sino a la Constitución de Bolivia”, declaró el presidente Donald Trump en medio de la consternación política causada por la interrupción democrática.

Sin embargo, no se trata del regreso de la siniestra simbiosis que caracterizó a EU y las oligarquías locales durante el siglo XX, mediante golpes de Estado fascistas en América Latina y el Caribe. En tres décadas la rebeldía de la vanguardia revolucionaria, el genocidio contra la población civil, la pérdida de libertades, así como la entrega de la soberanía a intereses extranjeros, hizo perder a la opción militar-oligarca todo vestigio de legitimidad y obligado por la presión popular a promover una limitada “apertura democrática”, se convirtió en partido político.

A pesar de sus restricciones, el regreso a la democracia representativa-liberal, abonado con la sangre y el sufrimiento de varias generaciones, se consolidó en el continente como forma de hacer política. Los votos sustituyeron a las balas. El fenómeno injerencista de fuerza prevaleció, pero con cambios cosméticos. El inicio del siglo cerró el infame uso de fuerza militar local e internacional, con el fracaso del golpe de Estado contra el presidente venezolano Hugo Chávez, en abril de 2002, de comprobada injerencia norteamericana, así como el escandaloso derrocamiento del presidente haitiano, Jean-Bertrand Aristide, en febrero de 2004, obligado a renunciar y conducido secuestrado por tropas norteamericanas al destierro en República Centroafricana.

A partir de entonces, fue modificada la injerencia conspirativa de la derecha contra el exitoso avance electoral de las fuerzas progresistas en las últimas 2 décadas, con mayoritario voto de sus beneficiados: la clase media, obrera y campesina, con promedio electoral difícil de superar por el sector oligárquico. Sin embargo, la ultraderecha construyó con paciencia escenarios adecuados a sus planes golpistas, satanizando a los gobernantes incómodos, incitando mayor participación de una sociedad civil fragmentada en multipartidos y permanente agitación política por grupos organizados en marchas de protestas con brotes de violencia y apoyo de sectores inconformes empresariales y sociales, con participación de instituciones judiciales o parlamentarias para mantener al máximo la fachada democrática y posterior legitimización, como sucedió en los golpes de Estado “suaves” en Honduras en 2009, Paraguay en 2012 y Brasil en 2016.

En este nuevo contexto político y social, el protagonismo militar aparenta “defender” la Constitución y la democracia. El jefe del Ejército no es un “gorila”, sino un “caballero altruista”. No bombardea la casa presidencial para asesinar al presidente, sino “sugiere” poner fin a su mandato por el “bien” del país. El golpe de Estado “suave” boliviano es seguido por un manipulado protocolo “constitucional”, para instalar en el poder a la ultraderecha golpista con la bendición de su mentor norteño y sus vasallos latinoamericanos.

Sin embargo, a diferencia de la opinión pública norteamericana, los pueblos de América Latina y el Caribe tienen memoria histórica. Si la intolerancia política, que negó antes con violencia la oportunidad electoral a los sectores progresistas provocó la rebeldía popular, su nueva versión “suave” tendrá la misma respuesta.