Jorge Gómez Barata
En varias ocasiones escuché a Fidel Castro reflexionar sobre el hecho de que los líderes surgen cuando se les necesita. Tuvo razón. Para nuevas políticas y nuevas circunstancias se necesitan nuevas caras.
Es el caso.
La repentina renuncia de Evo Morales y el peligro para su vida crearon una situación política de escala continental que, al derrocamiento de un presidente electo, por añadidura un líder popular, amenazó con sumar un magnicidio que pudo tomar la forma de un linchamiento. Los precedentes del suicidio de Salvador Allende y la lapidación de Muammar Gadafi, ensombrecían el momento.
En esos escenarios, con determinación y mostrando capacidad de convocatoria, emergieron nuevos protagonistas de la política latinoamericana, cuya gestión pudiera proporcionar otras perspectivas.
Ellos fueron el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador y Alberto Fernández, presidente electo de Argentina que, sin concertación previa, se colocaron al frente del operativo.
Con gastos retóricos mínimos y sin politizar la operación, el presidente López Obrador, lo mismo que Fernández, calificaron lo ocurrido en Bolivia como un flagrante golpe de Estado y ante el peligro que corría la vida del depuesto presidente, instruyó a su canciller, al secretario de Defensa y a la jefatura de la Fuerza Aérea para desplegar la operación de rescate.
Mientras la nave aérea asignada para la misión, anteriormente utilizada por el ex presidente Peña Nieto, un avión destinado a tareas civiles, desarmada y sin apariencia militar, iniciaba el vuelo de 4,200 kilómetros hasta Lima, el canciller Marcelo Ebrard, utilizando el teléfono y asistido por los embajadores en Lima, la Paz y en Quito y luego en Paraguay, gestionaba los permisos correspondientes para sobrevuelo y aterrizaje.
Aunque duplicaba la gestión, aprovechando relaciones personales y con una evidente capacidad para el diálogo, después de hablar con Evo y Linera, Fernández se comunicó con los presidentes Vizcarra de Perú, Abdo de Paraguay, Rebeca Grynspan secretaria iberoamericana, quien lo comentó con Josep Borrell, que recién sucedió a Federica Mogherini al frente de la diplomacia europea.
A los peligros se sumó el hecho de que, sin escolta ni acompañantes, Evo Morales abandonó la capital y se refugió en una remota hacienda de Cochabamba hasta cuyas inmediaciones tuvo que llegar el avión de la Fuerza Aérea de México. Desde su refugio, por trillos y sendas ocultas, el ex presidente se desplazó hasta llegar al aeropuerto de Chimoré donde abordó el avión que, en medio de tensiones extremas, despegó rumbo a Lima, donde el gobierno de Martín Vizcarra, refractario a los procesos de izquierda, negó permiso de aterrizaje.
En el complicado operativo, el general Miguel Eduardo Hernandez Velázquez, el teniente coronel Felipe Jarquín Hernández y el capitán Julio César Sánchez Ruperto, así como Froylán Gámez de la subsecretaría de América Latina, asignado a la misión para prestar apoyo diplomático, mostraron sangre fría y talento negociador para, tras 24 horas de actividad continuada, concluir el rescate.
La llegada de López Obrador y Alberto Fernández a las máximas posiciones en sus respectivos países y la disposición mostrada por ambos para involucrarse en asuntos de capital importancia más allá de sus fronteras, lo realizan con nuevos estilos y enfoques, sin preconceptos ideológicos ni emplazamientos políticos y sin alusiones a terceros. Estas personalidades y sus enfoques, aunque avanzados, esencialmente pragmáticos llegan en el momento que se les necesita, entre otras cosas, porque se trata de una etapa de reflujo de la marea progresista, en la cual es preciso lidiar con una mayor variedad de asuntos y representantes.
La sangre fría de AMLO y su flexibilidad evidenciada, entre otras cosas, en el modo como ha lidiado con Donald Trump en asuntos de alta sensibilidad como la economía, las migraciones y las fronteras, es un elemento esperanzador y el acceso de López Obrador y Fernández a todos los círculos políticos, un aliento. Buena suerte.