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Por Jorge Gómez Barata

Para allegar los recursos materiales, humanos, y culturales que formaron lo que Marx llamó acumulación originaria, los países desarrollados de Europa no necesitaron créditos ni inversiones extranjeras. Tampoco lo precisaron los Estados Unidos, que contaron con las riquezas naturales de sus vastos territorios, a los que sumaron el oro de California y el petróleo de Texas, que aseguraron su despegue económico.

Esos procesos fueron favorecidos por la adopción de modelos económicos que dieron prioridad al mercado interno, a la innovación y la producción nacional, regidos por estados y modelos políticos inspirados en la democracia que, aunque socialmente imperfecta, rige con eficacia la economía.

Al respecto hubo experiencias como la de la Unión Soviética, que a pesar del atraso originado por siglos de despotismo zarista, y la ruina provocada por la I Primera Guerra Mundial y la Guerra Civil, sin disponer de la acumulación de capitales y saberes, dio un impresionante salto económico.

Sin discusión ni excepción alguna, con mano de hierro, Stalin construyó la Unión Soviética, y aplicando los planes quinquenales logró que el país venciera obstáculos y remontara siglos de atraso, impulsando el desarrollo de la industria pesada, la energética, la electrificación, y la expansión de la agricultura. Paradójicamente su recio carácter y su estilo autoritario de gobernar permitieron que, en unos veinte años, entre el fin de la guerra civil en 1920 y la invasión nazi en 1941, la Unión Soviética protagonizara un nunca emulado salto económico.

Con la base industrial y agrícola, las tierras en cultivo, el parque automotor, ferroviario, y aeronáutico disponibles; así como con la infraestructura electroenergética vial, aeroportuaria, y de comunicaciones instalada, y el inmenso capital humano disponible, sin mayores inversiones, Cuba pudiera formular una estrategia de desarrollo creíble, eficaz, y capaz de ofrecer resultados a corto plazo.

A los recursos mencionados se añade una vasta y eficaz red de instituciones científicas, educacionales, de salud, de investigaciones y culturales, y sobre todo la existencia de un poderoso estado y un partido posicionado capaces de conducir ese esfuerzo.

Tal vez no se trata tanto del inventario de lo que el país posee, sino de aquello que le falta. Tal vez se requiere de un enfoque más y racional y mejor direccionado hacia el mercado interno y hacia las soluciones nacionales. No es realista proyectar ningún plan a partir de una oleada de inversiones extranjeras que no se harán realidad mientras exista el bloqueo estadounidense que obviamente no se atenuará a corto plazo.

No es racional frenar el fomento de las pequeñas y medianas empresas privadas y las cooperativas, sobre todo en las esferas productivas que, en breves plazos son la mejor opción para el crecimiento de la economía y el desarrollo local. De adoptarse políticas correctas y controlar su aplicación, sin aportar ni un centavo, el Estado pudiera promocionar el surgimiento de cientos de pequeñas fábricas y talleres que además de riquezas, crearían decenas de miles de empleos.

No es inteligente impedir que los profesionales, técnicos, e incluso científicos que en ocasiones se subutilizan o sobran en las estructuras estatales o están jubilados, por su cuenta, se involucren en proyectos privados asociados con el Estado, incluso con entidades extranjeras. De cara al crecimiento, parece erróneo mantener segregados de los procesos económicos nacionales a los cubanos radicados en el exterior.

Lo revolucionario e inteligente, y lo ideológicamente apropiado ahora es dar continuidad al curso iniciado por el presidente Raúl Castro, que intentó auspiciar un programa de reformas que incluía el cambio de mentalidades. Tal vez Cuba no necesita crear fuentes de acumulación, sino utilizar mejor aquellas de que dispone. Si algunos conceptos ideológicos obstaculizan tales cometidos, es el momento de prescindir de ellos. Allá nos vemos.

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