Jorge Gómez Barata
En la universidad Al-Azhar en El Cairo, el entonces presidente Barack Obama, cuyo padre era musulmán, él mismo vivió parte de su infancia en Indonesia, el más poblado de los países islámicos, y lleva como segundo nombre el de Husein, refiriéndose al dilatado contencioso de su país con Irán, declaró: “…En medio de la Guerra Fría, Estados Unidos desempeñó un papel en el derrocamiento de un gobierno iraní elegido democráticamente…”
La confesión, breve y críptica, fue suficiente para los iniciados. Se trataba de la intervención de la CIA en el derrocamiento del primer ministro iraní Mohammad Mossadeg (1953) que, además de un acto bárbaro de occidente contra el Levante, constituyó una oportunidad perdida.
Mohammad Mossadeg nació en 1880, y llegó a primer ministro de Irán en 1951, entonces tenía 71 años. Para el país y la esperanza de vida de entonces era un anciano que, en nombre de intereses nacionales legítimos, confrontó a la Anglo-Iranian Oil Company, al sha Mohamed Reza Pahlavi, a Gran Bretaña, y a los Estados Unidos, emprendió la nacionalización del petróleo e intentó democratizar a Irán; dos misiones imposibles que le costaron la libertad y la vida.
Exquisitamente culto y esencialmente liberal, Mossadeg se había diplomado de Ciencias Políticas en París, y de Derecho en Suiza, fue Ministro de Hacienda en 1921, y de Asuntos Exteriores de 1923 a 1925. Parlamentario desde 1923. En 1927 el sha lo obligó a abandonar la vida pública a la que retornó en 1943, momento en que, curiosamente, ganó notoriedad por oponerse al otorgamiento de concesiones petroleras a la Unión Soviética.
Designado primer ministro en 1951, concibió la idea de nacionalizar el petróleo, por lo cual en 1953 fue destituido por el sha, cosa que no aceptó, y con apoyo popular revertió la decisión e hizo huir al monarca, que, pocos meses después, apoyado por tropas monárquicas y con respaldo británico y de la CIA, recuperó el control del país.
Acusado de traición Mossadeg fue condenado, y permaneció en arresto domiciliario y aislamiento el resto de su vida.
No se trata de una novedad, sino de otra evidencia de que con frecuencia la política exterior de Estados Unidos es contraria a su discurso. A la vez que pregona la democracia, cuando aparecen oportunidades, se desmiente y gira en sentido inverso. Con el derrocamiento de Mossadeg, primer gobernante liberal en 4,500 años de historia persa, liquidó la mejor oportunidad para avanzar en la democratización de la región.
Si bien al restaurar en el trono al sha Reza Pahlavi y asegurar el control del petróleo, obtuvieron una pequeña victoria táctica, Estados Unidos y Gran Bretaña comprometieron el futuro, y crearon las premisas para que un cuarto de siglo después, en 1979, el monarca fuera derrotado, y los ayatolás se hicieran con el poder. De ese modo perdió el petróleo, el país, y una magnífica oportunidad para impulsar la democracia y entronizar la modernidad política del Oriente Medio.
El resto de la historia es conocida. El errático comportamiento político, que en lugar de aprovechar la coyuntura para sumar la región a las corrientes políticas occidentales y, junto con el progreso económico, promover la democracia y el laicismo, hizo prevalecer mezquinos intereses de las empresas petroleras, lo cual ha conducido a una especie de callejón sin salida.
Al frenar el auge nacionalista y los aires modernizadores que acompañaba a Mossadeg, Estados Unidos cambio la dirección de los procesos históricos en la región y ahora, al apartar a Irán del Plan Integral de Acción Conjunta, más conocido como acuerdo 5+1, puede estar cometiendo un error similar que, en lugar de flexibilizar la política del estado persa, la radicaliza.
Todavía hay tiempo para evitar un encontronazo militar, no obstante, las oportunidades pueden estar acabándose.