Internacional

Dejad que los pobres vengan a mí

Jorge Gómez Barata

La Constitución de los Estados Unidos no comienza diciendo: “Nosotros los ricos…”, sino, “Nosotros el pueblo”. Ninguno de los peregrinos del Mayflower era rico. Los emigrantes llevaron a Estados Unidas juventud, audacia, talento, y ambiciones, y allí crearon riquezas y contribuyeron a la forja de la nación. Así ocurre ahora.

El primer Día de Acción de Gracia en 1621 fue una reunión de pobres que humildemente festejaban su primera cosecha. Los ricos no vivieron en casas de troncos y techo paja, no sembraron el primer trigo, no extrajeron el oro de California, ni cavaron los pozos de petróleo en Texas. Ningún adinerado viajó en carreta o a lomos de caballo para colonizar el oeste, no criaron los primeros rebaños de ganado, ni colocaron las traviesas y los rieles del ferrocarril, tampoco condujeron las diligencias y las locomotoras.

Estados Unidos atrajo a los pobres de Europa, no a los nobles ricos a quienes trataban con desdén. Prometió tierra y libertad a los que padecían penurias y eran perseguidos, y les cumplió. Lo que hizo diferente a la primera nación del Nuevo Mundo en conquistar la independencia, es que los pobres podían convertirse en clase media, y los más afortunados en ricos, y cualquiera, solo con trabajar, podía vivir con dignidad.

Lo vasto del territorio, la fertilidad de los suelos, una fauna económicamente útil, entre la cual se estimaron 60 millones de bufalos y dos millones de caballos, además de alces, ciervos, y animales de finísima piel, se sumó la abundancia de agua dulce, carbón, madera, oro, hierro, así como las feraces costas, a los océanos Atlántico, Pacífico, y Ártico, al Golfo de México y a los Grandes Lagos.

A todo ello se añadieron las oportunidades para sumar, mediante compra, Luisiana, Florida, Alaska, y Hawai, y conquistar el oeste, que fue posible por el despojo a México. La escasa población, las atinadas políticas económicas, y un régimen de tolerancia religiosa y libertades políticas, en parte explican el éxito de los emigrantes, que sin excesos burocráticos ni grandes exigencias económicas, pudieron acceder al país, obtuvieron tierras, concesiones mineras, licencias para todo tipo de actividades agrícolas, industriales, y comerciales. En conjunto se trata de tantos a favor de la prosperidad individual y nacional.

Obviamente, en esos procesos, plagados de sufrimientos y sacrificios extraordinarios, se amasaron grandes capitales que afortunados herederos todavía disfrutan. Estados Unidos se hizo grande por su apertura, no por las restricciones, y por su apuesta por los pobres. Cambiar ese patrón es, por lo menos, arriesgado.

Tomas Alva Edison, el más importante inventor de los Estados Unidos, de niño vendió periódicos y verduras, y a veces durmió en un vagón de ferrocarril abandonado. Henry Ford, que puso ruedas y motor a los Estados Unidos, y llegó a ser uno de los hombres más ricos de su tiempo, nació en una granja en el seno de una familia pobre, y John D. Rockefeller, arquetipo del hombre rico y fundador de la más poderosa dinastía del dinero, nació en una familia de clase media.

El presidente Donald Trump puede convocar a los blancos ricos de Europa para que emigren a los Estados Unidos, los cuales no necesitan ser invitados, porque adoran a los Estados Unidos, no para ir allí a trabajar ni a crear, sino para gastar su dinero, y disfrutar del país creado por los millones de pobres y audaces emprendedores, que como una indetenible riada, por más de cinco siglos crearon e hicieron grandes a los Estados Unidos. Allá nos vemos.