Jorge Gómez Barata
En las formaciones sociales esclavistas de la antigüedad, los esclavos y los esclavistas eran del mismo color. Hasta el siglo XVI, el color o la raza (termino en desuso) no eran causa ni excusa para la esclavización, cosa entronizada por las coronas de España y Portugal con el respaldo de la Iglesia para justificar la esclavización de los africanos.
Como ocurre con otros muchos, el término esclavo ha sido banalizado, de modo que se aplica por extensión, metafóricamente y con inexactitud a personas dependientes u obligadas a actuar de un modo determinado como son los “esclavo del deber, del amor o de la fe”. Carlos Marx introdujo el término “esclavitud asalariada”.
En sentido estricto, el esclavo es una persona que pertenece a otro en una relación de propiedad, puede ser comprado, vendido o alquilado y aun cuando pueda deambular, es siempre cautivo y puede ser castigado a discreción. Además de obligárseles a trabajar sin retribución, los abusos a ellos no conocen límites.
Los hombres eran obligados a trabajar hasta más allá de sus fuerzas y las esclavas, además de cómo domésticas, cocineras, nodrizas, costureras y otras tareas, entonces típicamente femeninas, era usadas como objetos de placer sexual, convertidas en concubinas, asignadas a los burdeles o destinadas a desfogar a las tropas o iniciar en los juegos sexuales a los señoritos. Los esclavos varones podían ser convertidos en eunucos e incluso sodomizados. El rasgo que mejor define la esclavitud es la total carencia de libertad y obviamente, de derechos.
En todas las culturas (menos la hispano-portuguesa que se nutrió de la trata), la fuente para obtener esclavos eran los prisioneros de guerra, los condenados o los pobres que vendían a sus hijos para saldar deudas. Se estima que en el Imperio Romano una de cada cuatro personas, era esclava mientras que, en China y Egipto, la proporción decrecía hasta el 3% de la población.
Al ser un resultado natural de los procesos históricos, la formación social esclavista desapareció sin inocular el veneno que dio lugar a la zaga del racismo, cosa que no ocurrió en la esclavitud de los negros entronizada por España en el Nuevo Mundo que, en torno al color, edificó el más infame de los paradigmas ideológicos que ha conocido la humanidad. La tesis central de tan malvado discurso era la inferioridad racial de los africanos, solo por el color de su piel.
A la crueldad típica de la esclavitud en las civilizaciones preindustriales de Asia y el Levante, occidente sumó la cláusula del color. A diferencia de otros esclavos que podían integrarse socialmente al cambiar el status, el negro no podía mudar la piel. Ser negro no es un estigma, pero creerse, como se lo creen los racistas, que tener la tez más clara los hace superiores, es una enfermedad y un complejo.
Debido al predominio de la ideología del color, los Estados Unidos, el fenómeno geopolítico más significativo de la era moderna, la primera república y la primera democracia, el país económicamente más avanzado del planeta, el que más maravillas tecnologías ha creado y que produce bienes culturales y entretenimiento para el mundo entero, es la nación más racista de la tierra.
Para hacer extensiva la discriminación a más personas, los racistas inventaron la formula “de color” y nos hicieron creer que los aborígenes de América del Norte eran “pieles rojas” y los asiáticos “amarillos”. Con razón el doctor Esteban Morales, uno de los intelectuales cubanos más destacados del momento, consagrado a la lucha contra los prejuicios y la discriminación racial en cualquier ambiente, advierte: “Las razas no existen, el color sí.