Jorge Gómez Barata
Años atrás, en la universidad, un profesor mencionó el término “pedagogía inversa”. Le pregunté: ¿A qué se refiere eso? Estaba apurado y me dijo. “La enseñanza tradicional parte de que el maestro es quien sabe y enseña a los que no saben. Hay momentos ?dijo? en que la lógica se invierte”.
También puede ocurrir que, llegado a cierto punto, las vanguardias políticas que asumen la misión de orientar y conducir a las masas, enseñándolas a ser revolucionarias y socialistas deban aplicar la “Pedagogía inversa” y, en lugar de guiar a los pueblos sigan su huella y, en vez de hablarles, los escuchen. De eso también trata la democracia en su expresión mejor destilada.
Tal vez a esa circunstancia se refirió Raúl Castro cuando habló de que: “Es preciso gobernar con los pies y los oídos pegados a la tierra”.
La pedagogia inversa tiene expresiones más simples cuando se trata de que, mediante la enseñanza crítica, en las disciplinas sociales corresponde ejercitar con los adultos para corregir equívocos en los procesos de difusión de las ideas, en cuyo caso es necesario desenseñar y desaprender.
En los ámbitos culturales, incluida la cultura política, económica, filosófica, ética, cívica y moral, es posible remover conocimientos y comportamientos de modo sutil, sin innecesarias confrontaciones. Debido a que los marxistas conocen al menos los rudimentos de la dialéctica, están preparados para evolucionar e incorporar nuevos saberes, sin romper con su pasado filosófico. A ello contribuyen la práctica política y la “práctica teórica”.
En esos lances, tanto Fidel como Raúl Castro, mostraron virtuosismo cuando para administrar la crisis, a partir de los años noventa, condujeron los procesos mediante los cuales la sociedad cubana transitó como por una pendiente suave, del ateísmo al laicismo y sin reparos, los religiosos fueron admitidos en el Partido y en el Parlamento y, entre otras medidas, se aplicó la elección mediante voto directo de los diputados y se depusieron las objeciones respecto a los que habían emigrado, incluso a los que aplicaban para hacerlo.
Convencidos de que el sistema era disfuncional, Raúl Castro emprendió un camino inverso. Abrió las puertas al trabajo por cuenta propia, permitió crear miles de negocios privados, eliminó el permiso de salida, se toleró viajar libremente, vender y comprar casas y autos, adquirir parcelas de tierra, incluso trabajar y radicarse en el extranjero y practicar el deporte profesionalmente. De ese modo sin desmentir la obra, revocando y desaprendiendo, hizo a la gente más dichosa y en lugar de debilitar al socialismo, lo fortaleció.
Así ocurrió también cuando quienes quisieron hacerlo, salieron de los closets y, pudieron matricular e impartir docencia en las universidades, escribir en los periódicos y manifestarse en las calles sin que se les corriera el rímel.
La guinda del pastel fue la coherencia y la firmeza mostrada cuando, sin ceder un milímetro, el liderazgo cubano avanzó en la normalización de las relaciones con los Estados Unidos e invitó a su presidente, Barack Obama a La Habana, no en son de conquistador ni como vencido, sino como partenaire en un diálogo civilizado.
A la gente le encanta que Díaz-Canel trasmita por televisión, aunque sean fragmentos de sus reuniones con ministros y altos funcionarios a los que ha enviado a la Mesa Redonda en una original manera de transparentar su gestión y rendir cuentas. Se aplauden los avances en la informatización y otras muchas de sus medidas, aunque se echa en falta más dinamismo en la economía.
Al detener el proceso de creación de medianas y pequeñas empresas, congelar el fomento de cooperativas, no solucionar el comercio mayorista para el mercado interno, sostener el monopolio del comercio exterior y otras reglas claramente obsoletas, en lugar de impulsarlas, se frenan las fuerzas productivas. Allá nos vemos.