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Por Marina MenéndezFotos: Lisbet Goenaga

LA HABANA.— Como en el centro de Mérida, pasear en calesa en La Habana constituye hoy una novedad preferida, casi únicamente, por los turistas; aunque en tiempos de escasez de combustible, el “coche” —que es como llamamos los cubanos al carruaje tirado por caballos—, puede ser una opción para sacar a los ciudadanos de apuros en otras provincias, como lo hicimos en los años de 1990.

Sin embargo, este medio de transporte llegó a tener en Cuba una connotación que rebasó su mera utilidad para el traslado rápido y menos azaroso de las personas, cuando todavía los coches de motor no aparecían ni en relatos futuristas de ciencia ficción. Al menos, no en Cuba.

Una frase de Emilio Roig de Leuchsenring, patriota cubano y quien fue Historiador de la Ciudad de La Habana por más de 30 años, alcanza a retratar la trascendencia social de aquella posesión.

En su opinión, el quitrín fue aquí “la representación genuina del carácter, de la índole, de las aspiraciones, de las necesidades y de los goces cubanos”.

Algún cronista del patio ha llegado, incluso, a identificar al quitrín como “nuestra limousine colonial”… Y es que ese carruaje se convirtió en símbolo y evidencia del poder de sus dueños, deseosos de ostentar el valor de sus posesiones cuando la naciente sacarocracia cubana se empinaba gracias a la difusión de los ingenios por todo el país, y la bien recompensada fiebre por producir azúcar.

Puede que tal actitud no resulte curiosa si se asume como una consecuencia lógica de la presencia de lo ibérico en la entonces naciente identidad cubana, proceso visible en el nuevo ser que emergía: el criollo. Como el español con dinero, el criollo con poder, presumía…

Lo que puede resultar llamativo es que tal afán de las familias más acaudaladas haya beneficiado, de soslayo, a quien fue un ser privilegiado entre las dotaciones de esclavos traídos de Africa, de donde salieron los brazos que sustentaron la emergente industria azucarera.

Mientras aquellos sudaban y dejaban el corazón y la vida en el cepo, si es que no languidecían al Sol y el machete en los cañaverales, el calesero tenía una vida “muelle” en las ciudades, y gozaba de más prerrogativas y libertades que cualquier otro esclavo doméstico.

Su atuendo era tan cuidado como el aspecto de la calesa, y atesoraba secretos personales de la familia que, de algún modo, ayudaban a su “alta” posición con respecto a sus congéneres, y a los propios dueños.

¡¿Que le levantó la mano a su amo?!

Se llamaba Juan Calesero, entonaba una suerte de contagioso pregón y su pegada en la audiencia fue tal que, teniendo un rol pequeño, se convirtió en una de las figuras más populares de una de las telenovelas cubanas de los años 90.

“Yo soy Juan Calesero, el que le levantó la mano a su amo…”, proclamaba en “Sol de batey” el negro “fisto” a cargo del quitrín, ataviado con botines lustrosos hasta la rodilla, sombrero hongo, y librea con botones dorados.

Su canto nada tenía que ver con la realidad. Nunca el negro Juan le levantó la mano al dueño; pero seguramente el estribillo era una presunción con la que daba cuenta de su posición ventajosa en la casa.

Era natural que el Juan Calesero de nuestra novela tuviera un carácter parejero y fiestero. Según los historiadores, los negros dedicados a conducir el quitrín, la volanta o la calesa, solían cantar o tamborilear algunos acordes durante la larga espera a sus amos cuando los habían conducido a algún sitio; silbaban mucho y lo hacían bien; o marcaban el compás haciendo sonar sobre el suelo o la misma calesa, sus espuelas.

Sí, porque indefectiblemente, el calesero que conducía iba a lomo del caballo; o de uno de ellos si el carruaje era tirado por dos.

Y, junto con el quitrín, el negro dedicado a manejarlo y mantenerlo se convirtió en un reflejo del nivel pecuniario de las familias, al menos, en las ciudades.

Mientras, en el campo, las calesas o quitrines fueron apreciados porque sus grandes ruedas podían sortear malos y buenos caminos, en las ciudades se elaboraban en oro, plata y marfil muchos de sus accesorios, y era habitual que se las usara, sencillamente, para saludar a los vecinos de la que entonces era pequeña urbe, y para que los otros vieran a los pasajeros.

Según el escritor Cirilo Villaverde, los jóvenes criollos acudían a los paseos indefectiblemente en quitrín, volanta o

a caballo para no ser confundidos con los peninsulares, que generalmente lo hacían a pie.

Las familias hacían distinguir su carruaje con el escudo de armas de la casa y, no conformes con eso, llevaron también el símbolo a las libreas de los caleseros, quienes los lucían en la librea, en forma de galones.

Y, al parecer, era tan apreciada la calesa como su manejador, pues se cuenta que éste no sólo debía haberse formado antes en el oficio sino, además, ser discreto y, si era posible, tener baja estatura, seguramente para que su viaje sobre el caballo fuera más elegante y menos pesado para la bestia. Quizá no fuera tan fácil hallar uno.

Pero lo que mejor puede dar fe del valor del calesero son los precios, más allá del escarnio que significaba, durante la esclavitud, la venta de seres humanos.

Un enjundioso artículo publicado en el sitio web Cubamuseo afirma que mientras el quitrín costaba unos 680 reales, un calesero que fuera joven, sano y sin tacha, valía 1,200. Si se sumaban la alcabala, los arreos de plata, las botas, la librea, las espuelas y los caballos, el conjunto ascendía a 3,500 reales. Todo un lujo de la época.

Según los historiadores, el quitrín o volanta fue el primer medio de transporte en Cuba y sólo fue accesible a las clases medias después de la República, aunque para entonces entró en desuso en las ciudades y fue más socorrido en los campos.

Claro, ¡sin caleseros! Por fortuna, habían quedado lejos los tiempos del pícaro negro Juan.

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