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Internacional

¿Vuelve la guerra a Colombia?

Zheger Hay Harb

La firma del acuerdo de paz entre la guerrilla de las FARC y el Estado colombiano en diciembre de 2016 trajo una brisa esperanzadora que nos hizo pensar que los tiempos aciagos irían para siempre. Pero la guerra se niega a ceder.

Una vez desmovilizada la guerrilla de las FARC, aún antes de la firma del acuerdo, hubo resultados evidentes: disminuyeron los homicidios radicalmente, prácticamente se terminaron los secuestros, las víctimas de las minas antipersona bajaron a tal punto que el hospital militar debió dar nueva destinación al rubro para atenderla y el registro gráfico de las marchas guerrilleras hacia sus sitios de concentración con ositos de felpa para los bebés próximos a nacer indicaban el inicio de una nueva vida llena de esperanza.

Con altibajos, como ocurren siempre los procesos sociales, empezó a desarrollarse el acuerdo de paz hasta cuando la llegada de los halcones de la guerra al gobierno empezó a profundizar los ataques y las trabas a todo lo que significara implementar lo pactado. Con asombrosa mezquindad empezaron a decir que como lo había firmado el gobierno anterior no los obligaba como si con cada elección presidencial desaparecieran los compromisos de Estado.

El Consejo de Seguridad de la ONU y las oficinas de esa entidad en Colombia, los países que actuaron como garantes, la Unión Europea y en general la comunidad internacional mantienen su apoyo al pacto acordado y la fiscal de la Corte Penal Internacional (CPI) ha considerado que la justicia transicional que de ahí se derivó no significa impunidad. Ante eso, el gobierno hace declaraciones en el exterior sobre su desarrollo del acuerdo de paz mientras en el país torpedea de todas las maneras posibles su implementación y busca asfixiar a la Justicia Especial de Paz (JEP), la comisión de la verdad y los programas de reinserción de los desmovilizados.

Hace énfasis el gobierno en que la JEP no es otra cosa que un convenio de impunidad y que las FARC no se desmovilizaron realmente, haciendo presentar tramposamente a las disidencias de esa guerrilla como parte activa de ella y culpándola de la nueva ola de violencia.

Pero la realidad demuestra que la negación del Estado a hacer presencia en los territorios que dejaron las FARC, y el reagrupamiento de los paramilitares luego de su chambona y alcahueta desmovilización son los causantes de este resurgir de la guerra que está asesinando a los líderes sociales y a desmovilizados y revictimizando a comunidades que habían hecho ceremonias de perdón a los causantes de sus masacres porque creían haber llegado a una nueva vida y querían iniciarla libres de rencores.

La comunidad de Bojayá, de población afrocolombiana fue víctima de una masacre ocasionada por un cilindro de gas transformado en arma de guerra letal que lanzaron las FARC contra los paramilitares que se parapetaron detrás de la iglesia del caserío. La bomba cayó sobre la iglesia donde se habían refugiado los aterrados pobladores y murió el 20% de ellos y muchos otros resultaron heridos.

Cuando ya la comunidad creía haber dejado atrás la barbarie y la comunidad había exorcizado los demonios de su desgracia, nuevamente se ha convertido en víctima.

La ONG Comunidad Intereclesial de Justicia y Paz prendió las alarmas e informó que la población estaba confinada sin poder moverse ni para buscar la subsistencia porque las trochas por donde se movilizan están sembradas de explosivos, en medio de un enfrentamiento entre el ELN y disidencias de los paramilitares que ahora se hacen llamar Clan del Golfo o Autodefensas Gaitanistas.

El Estado respondió dos días después del temido enfrentamiento, lo cual no causó ninguna sorpresa en la población, que durante el año pasado padeció 17 hechos semejantes sin respuesta contundente por parte del gobierno a pesar de las alertas tempranas emitidas por la Defensoría del Pueblo.

Los actores armados buscan copar los espacios dejados por las FARC y apoderarse de los corredores para el tráfico de drogas y de minería ilegal, especialmente oro.

Como ocurrió en 2002, el ejército patrulla con gran despliegue de fuerza el río Atrato al cual desembocan los que irrigan la región donde se asientan las comunidades, pero, tal como me respondió el oficial a cargo en aquel entonces, es imposible llegar hasta allá. ¿Cómo llegarán entonces los campesinos que no disponen de los sofisticados medios de transporte de los uniformados?

Lejos de allí, en la costa Norte, en el Caribe, ha reaparecido la violencia antes soterrada porque el señor paramilitar de la Sierra Nevada sigue mandando por intermedio de sus hijos, ahora reforzados con la reaparición de El Tigre, el paramilitar que realizó 13 masacres y 491 desplazamientos forzados como nos ha recordado hoy el periódico virtual Las2Orillas, ahora capturado por el secuestro de una pariente del Nobel García Márquez, lo cual dio visibilidad al caso por encima de muchos otros, luego de haber pagado 5 años de cárcel que al parecer fueron efectivamente sólo 2.

La sevicia de las acciones de este criminal es difícil de recrear porque el espanto no lo permite: violaciones y muerte a garrote con bates de béisbol y culatas de los fusiles hasta reventar la cabeza de sus víctimas luego decapitadas o asfixiándolos con bolsas plásticas porque Jorge 40, el extraditado jefe paramilitar comandante máximo de la zona, próximo a salir libre, había pedido ahorro de munición.

Todo en la cancha del pueblo ante la comunidad obligada a presenciar el horror contra sus padres, esposos e hijos con cuyas cabezas jugaron fútbol los asesinos mientras El Tigre observaba desde la acera de una cantina animando la fiesta con música bailable.

El gobierno, que tanto habla de impunidad en el caso de la desmovilización de las FARC tiene la obligación de explicar cómo es que contra este criminal la justicia ordinaria ni la JEP pueden hacer nada porque está bajo la competencia de Justicia y Paz, la ley hecha a la medida de los paramilitares.

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