Zheger Hay Harb
Por estas fechas se conmemora un nuevo aniversario de la masacre de El Salado, la más sangrienta de todas las que ha padecido este país. En momentos en que la Comisión de la Verdad y la Justicia Especial de Paz –JEP- buscan llegar a la verdad de lo ocurrido mientras el gobierno intenta borrar la memoria del conflicto armado, es necesario registrar estos hechos en la esperanza de que nunca más ocurran.
Reconstruir lo ocurrido no es fácil porque es tan horripilante que siempre hay temor de caer en el amarillismo, pero no hay cómo hacer más contenida y sobria la descripción. ¿Cómo evitar retratar el horror y ser recatados en el recuento si estamos en busca de la verdad? ¿Cómo suavizar el relato de esta tragedia que nos avergüenza como país?
El Salado es un pueblo, muy pequeño, en los Montes de María, región caribeña, antes siempre tranquilo, sin mayores sobresaltos, que aprovechaba cualquier ocasión para armar el baile al son de gaita (flauta de caña típica de la región), acordeón y tambora. Muchas de las mejores composiciones bailables de este país salieron de esa zona que veía transcurrir la vida sin mayores afanes, con muchos servicios básicos precarios, en un adormecimiento apacible que nunca los había llevado a rebelarse por su situación.
Pero todo cambió el 16 de febrero del año 2000: 450 paramilitares entraron a la población y animados por la música y bebiendo licor que saquearon de las tiendas, destrozaron las puertas de las viviendas y sacaron a los pobladores y los hicieron formar en una fila. Un desertor de la guerrilla encapuchado iba señalando supuestos culpables. En una rifa macabra los iban numerando y gritaban: al que le tocó el 15 se muere. Los desmembraron, violaron, torturaron, degollaron, decapitaron, usando machetes, motosierras, garrotes y piedras (porque la orden era gastar poca munición) unos en la iglesia y otros en una mesa colocada en la cancha de fútbol y después jugaron fútbol con las cabezas. Los obligaron a presenciar la tortura de sus padres, hijos y demás familiares. Cada muerte era celebrada como un triunfo.
A una mujer la obligaron a desnudarse y luego la empalaron. A las ancianas las obligaron a quitarse la ropa y bailar desnudas.
“Nos decían ‘miren para que aprendan, para que vean lo que les va a pasar a ustedes, así que empiecen a hablar’ ”, contaron los sobrevivientes al Centro Nacional de Memoria Histórica, la misma que hoy en día, siguiendo órdenes del gobierno, quiere negar que en este país hubo un conflicto armado. “Entonces nosotros le decíamos qué vamos a hablar si nosotros no sabemos nada”.
El ruido de los helicópteros les había anunciado que la tragedia de tres años atrás por cuenta de las FARC, se repetiría pero esta vez por cuenta de los paramilitares. Todos oyeron el ruido de los aparatos que en el silencio del campo se multiplica, menos la fuerza pública de todos las estaciones y cuarteles situados en el largo trayecto que debieron recorrer entre Montería, ciudad situada al occidente, donde tenían su base los jefes paramilitares Mancuso, Jorge 40 y Cadena, jefe este último del que, en ironía cruel, denominaron Bloque Héroes de los Montes de María.
Por esta masacre en 2008, la fiscalía llamó a juicio al entonces capitán de corbeta de la Armada Nacional, Héctor Martín Pita. Juancho Dique, uno de los perpetradores, declaró en el proceso de Justicia y Paz con el que Uribe “desmovilizó” a los paramilitares: “A algunas de las víctimas de la matanza de El Salado las guindaron con cáñamos en los árboles y las mataron con bayoneta, fusiles que tenían bayonetas y eran degolladas.”
La matanza terminó cuando uno de los asesinos recibió por teléfono la orden de parar. Pero no abandonaron el pueblo; siguieron ahí, bebiendo y bailando al son de la música. Después anunciaron al pueblo que se iban y que la Infantería de Marina venía en camino. Esta llegó sólo por tierra, sin apoyo aéreo. Como siempre en esos casos, la fuerza pública adujo que no podía acceder al pueblo porque los enfrentamientos entre guerrilla y paramilitares lo hacían muy difícil.
Centro Nacional de Memoria Histórica, que recibió los testimonios de los sobrevivientes, se pregunta por qué no solicitaron apoyo aéreo, especialmente cuando no hubo ningún combate; la masacre fue un asesinato de inocentes desarmados que no pudieron responder ni fueron respaldados por la guerrilla.
La Fiscalía General concluyó, años después, que 100 personas perdieron la vida en esa orgía de sangre que algunos dicen duró cinco días y otros dos semanas, en la que no perdonaron a niños, ancianos ni mujeres embarazadas.
300 personas que lograron escapar salieron desplazadas. Últimamente, en el marco del acuerdo de paz, ellos y sus descendientes han empezado a regresar, a tratar de reconstruir sus vidas y encontrar los restos de sus deudos entre las osamentas que reposan en fosas comunes.
La reconstrucción del tejido social roto por esas tragedias exige, de manera urgente, la implementación del proceso de paz. Pero el gobierno, que en el exterior se ufana de brindarle su apoyo para recibir felicitaciones de la comunidad internacional, en el interior cada día le opone una traba distinta.
Mancuso y Jorge 40 han anunciado su regreso, luego de pagar condenas en Estados Unidos sólo por el delito de narcotráfico que, para los gringos, es más reprochable que las masacres y violaciones. Han pedido ser admitidos en la JEP, donde no podrán evadir la confesión de sus actuaciones. A ver si las víctimas, finalmente, reciben como parte de la reparación el reconocimiento de su tragedia.