TAPACHULA, Chiapas, 22 de octubre (HUFFPOST MEXICO).- En el centro de Tapachula hay una pequeña embajada del infierno llamada Los Limones. Es una cantina sin personalidad que por las tardes y las noches está iluminada con luces neón, decorada con cartulinas fosforescentes que anuncian cerveza barata y ambientada con una rockola vieja y escandalosa. En las dos mesas que están al fondo del pequeño local, con manteles baratos agujerados por los cigarros, casi siempre se puede ver a una docena de mujeres bebiendo cerveza mientras esperan a los clientes que acuden a ese burdel disfrazado de botanera.
En Los Limones es difícil encontrar mexicanas; la mayoría son centroamericanas dispuestas a tener relaciones sexuales por 100 pesos que llegaron al país sin documentos migratorios entre 2016 y 2017. Hondureñas y salvadoreñas menores de 30 años, principalmente, quienes salieron de sus países con la determinación de llegar a Estados Unidos, pero que prefirieron no seguir el camino por miedo a los secuestros y feminicidios.
Mitzy, Jenifer y Rosa son parte de esa oleada migrante que cambió de opinión y se estableció en el centro de Tapachula, donde trabajan en bares como Los Limones, La Palapa, El Darlight, El Maya Azul, La Conga, todos administrados o vigilados por Los Zetas.
Ellas eligieron rendirse ante el crimen organizado y hacer trabajo sexual pagando una comisión a los delincuentes locales para que las dejan trabajar. La otra opción es atravesar México, donde más de 70 mil migrantes indocumentados han desaparecido, de acuerdo con la organización Movimiento Migrante Mesoamericano.
Según la organización contra la explotación sexual ECPAT México, en Tapachula hay cerca de 21 mil centroamericanas —incluidas menores de edad de hasta 12 años— en prostíbulos con fachadas de bares. La falta de solidaridad y de seguridad en el camino hacia Estados Unidos son la combinación perfecta para Los Zetas y su rival, el Cártel Jalisco Nueva Generación, pues todos los días llegan potenciales víctimas que quedan varadas en ese municipio chiapaneco.
“Al menos aquí tengo trabajo y me protegen”, me contó Mitzy, en mayo de 2017, sobre sus razones para debutar, a los 25 años, como trabajadora sexual en Tapachula. “Del dinero que gano, me guardo un poco y otro lo mando a mi país. Otra parte hay que darla a los señores”.
La organización civil Pozo de Vida tiene clara la ecuación: si el crimen organizado suma un migrante desesperado por salir de su país más la parálisis que provoca México, el resultado es un cuerpo vulnerable al que se le pueden exprimir dividendos para encargar más droga, comprar más armas, corromper más autoridades. Un círculo vicioso que beneficia a los delincuentes.
“Todos saben que es un camino peligroso, pero nadie te ayuda. No cuentas con nadie. El mexicano sabe que eres migrante y te cierra las puertas, te deja dormir en las calles. Ni a un perro le haces eso... y así han secuestrado a muchas”, se lamentó Mitzy, quien hace tres años estuvo en el techo de La Bestia y que en 2016 fue deportada desde Estados Unidos a su natal Honduras.
“No somos narcas, trabajamos para ellos, pero no somos malas. Yo nunca mataría a nadie ni pasaría droga, se lo juro. Lo hacemos porque no tenemos opciones: es eso o morirte de hambre, ¿cómo le hago, señor, si tengo dos hijos que alimentar en mi casa?”.