María Cecilia Peón Molina
A Francia
Esa mañana -24 de agosto de agosto de 2014-, creía yo ser una turista más en la misa de Notre Dame de París, sin imaginar de lo que sería testigo: una multitud de estandartes, banderas, uniformes y asistentes se cimbraban bajo las notas del Gran Órgano, sobreviviente al siniestro y hoy en espera de restauro. Y André Vingt-Trois, Cardenal de Francia y Arzobispo de París en 2014, se dirigía a una comunidad especialmente internacional ese día, mismo que conmemoraba los de la Liberación de París, ocurrida 70 años antes. Así, el 26 de agosto de 1944, bajo francotiradores pro-nazis, ráfagas anarquistas y sobre barricadas, se reunieron en el recinto Charles de Gaulle, representantes de la Resistencia y el Liberador de París, Felipe Leclerc de Hauteclocque, para asistir a un Te Deum que se vio interrumpido por las condiciones del momento y que tuvo que reducirse al canto de un Magnificat. A pesar de todo, y más allá de los icónicos monumentos históricos y artísticos que desfilaron al paso de los personajes en su caminar desde el Arco del Triunfo, Notre Dame fue un destino, el destino final de cuatro años de ocupación alemana.
El Cardenal recordó a los fieles en sus palabras de bienvenida que estábamos ahí, “para celebrar juntos el acto de fe que dio fuerza a hombres y a mujeres en los combates que marcaron la liberación”. Continuó haciendo pie en que “la base de la determinación, la perseverancia y la esperanza mantenidas a lo largo de esos cuatro años estaban sostenidas y se apoyaban, era evidente, en una concepción del hombre y de su dignidad, de su libertad, las que no podían encontrar acomodo, no solamente en la guerra, sino todavía más en el proyecto destructor del nazismo”. Sobre todo –insistió- que esta concepción del hombre “estaba fundada y se apoyaba en la convicción de que cada ser humano sobrepasa por mucho a su propia persona…”
Mi propia persona, extranjera y totalmente ajena a la experiencia y a la memoria de lo que transcurría, de esa manera se convertía, en el transcurso de la ceremonia -y para siempre-, en una partícipe más del devenir de una memoria colectiva de la Francia eterna, de la conciencia común que a fuerza despertaban las palabras del cardenal. Bajo esas mismas bóvedas llenas del hollín de los miles de cirios que se han ofrecido a través de las centurias, y al oír el Credo cantado en latín, pude aplicar mejor que nunca las palabras de Mozart que tantas veces había escuchado en boca de Riccardo Muti: “lo que está tras las notas…, lo infinito, está tras las notas”. Sí, lo infinito estaba más allá de las columnas, de cada piedra, de cada nota y cada palabra.
Ya en la explanada exterior de la catedral, cabellos blancos, bastones y medallas reminiscentes de la guerra vestían uniformes militares de gala franceses y extranjeros en lo que era todo un cuadro viviente. Se podían palpar el respeto por la dignidad del momento y la gravedad de las memorias del 44. Se veían entrevistas de diversos medios y se oían nombres de personajes de la Resistencia, de De Gaulle y de Leclerc, todo en mención de “una gran familia, la familia de Francia”. Como era lógico suponer, de entre los asistentes se podía distinguir el uniforme del Agregado militar de los Estados Unidos –país de mi residencia-, a quien me dirigí para comentar el evento. Hacía dos meses y medio, el Presidente Obama había visitado Normandía en conmemoración del Día D, 6 de junio de 1944.
Pero sólo en la intimidad se conocen los detalles del corazón humano, y el corazón de una dama francesa de 76 años que conocí: colgando de su vestido -y prendido con un simple alfiler de seguridad- se veía un pequeño lazo con los colores de su bandera. La cinta lucía “manchas de viejo”, al decir coloquial, así como una textura que indicaba su antigüedad. Anne Décembre, que así se llamaba mi nueva conocida, me explicó que “lo había encontrado en un cajón viejo y que sabía que nunca lo había tirado porque era la cinta que su mamá le había puesto en el pelo el día de la Liberación de París 70 años antes, cuando tenía tan sólo 6 años”. En el tono de su voz, en su actitud de apertura y amabilidad, en su compartir con una extranjera, pude apreciar la inmensa alegría de una madre que ve su patria libre, la ternura en el cuidado del cabello de su niña y la tenacidad del recuerdo de Anne Décembre a su ciudad y al cariño de su madre.
Esa fue una ocasión más en la que la catedral centenaria fue protagonista. Como sabemos, príncipes y mendigos, mandatarios y civiles desfilaron, entraron y salieron de su recinto en números millonarios. La catedral ha acompañado a generaciones de personajes verdaderos y ficticios, y El jorobado de Nuestra Señora de París -de Víctor Hugo- puede dar fe. Sobre la catedral de Notre Dame existen volúmenes, tratados, documentales e imágenes que van desde manuscritos iluminados medievales a videos contemporáneos y cuyos autores incluyen a expertos y neófitos. Para mí, simple transeúnte de las calles parisinas, lo que suponía que fuera una anécdota viajera representa ahora lo que jamás imaginé, que como vi sus paredes y su bóveda jamás las volveré a ver. En estos momentos de prueba, tendremos que aplicar la convicción de que cada uno de nosotros sobrepasa por mucho a nuestra propia persona.
En el majestuoso Patio de Honor de Los Inválidos, el pasado 20 del corriente se llevó a cabo un concierto para recaudar fondos para la reconstrucción de la muy amada estructura. Con las últimas tecnologías de diseño gráfico, sus paredes se transformaron en lienzo para representar sus diferentes vistas. Quienes tuvimos la oportunidad de verlo, pudimos constatar la intensidad de las emociones de todo tipo de público, de todo tipo de cantantes, desde Mireille Mathieu hasta Los pequeños cantores de la cruz de madera, grupo de adolescentes afiliado a los distintos grupos corales de la catedral que han existido desde el Medioevo. Para los amantes de la música, la Escuela de Notre Dame ha representado una secuencia ininterrumpida de la crema y nata del talento francés en la materia.
Hoy en día, los transeúntes de París caminan a los costados de Notre Dame y recogen con tristeza y agonía pedazos carbonizados de lo que se denominó como “el bosque”, pues alrededor de 11,000 robles fueron utilizados en la construcción del engranaje de carpintería de la flecha. Para los parisinos, son nuevas reliquias que piensan conservar con la ilusión de volver a disfrutar de la presencia de “su gran dama”.
Recuerdos de pasadas formas. A partir del 15 de abril de 2019, nuevas formas tendrán que acompañarla y acompañarnos. Afortunadamente –me digo-, más allá de esas formas está lo eterno.