TAPACHULA, Chiapas, 27 de junio (AFP).- A pocos metros de la estación migratoria de Tapachula, en el sur de México, una improvisada comunidad conformada por decenas de ciudadanos haitianos y de algunos países africanos convive con mexicanos humildes, en una dinámica que incomoda a algunos pero que también crea lazos de solidaridad.
En la estación, uno de los núcleos de la crisis que ha crispado desde octubre la relación entre México y Estados Unidos, confluyen cientos de miles de indocumentados en su mayoría centroamericanos, pero también de otros países y continentes.
Bajo amenaza de sanciones comerciales de Washington, México ha incrementado en miles la presencia de militares y agentes migratorios en la zona para frenar el éxodo, provocando un repliegue de los centroamericanos hacia zonas periféricas de Tapachula y localidades aledañas, según activistas.
Así, mientras miles de hondureños, salvadoreños y guatemaltecos -protagonistas involuntarios de esta crisis- se ocultan para evitar arrestos y deportaciones, haitianos y africanos se integran al paisaje y la cotidianidad de Tapachula, un hecho notorio en un país con bajísima población afrodescendiente.
Los nuevos vecinos deambulan por el lugar, platican en grupos o hacen diversas actividades al borde de la carretera. Entre casuchas y pequeños negocios se mezclan una sesión de pedicura al aire libre, venta de comida y un taller de soldadura.
“Son amables, todos son buenos pero algunos son muy enojones. La mayoría quiere todo al precio que ellos dan y no al precio que cuesta”, dice Ismael González, administrador del precario cibercafé de esta zona de calles lodosas con basura acumulada, que no figura en los mapas.
Deportados que ayudan
a indocumentados
El cibercafé está en la planta baja de un edificio donde se rentan habitaciones a una treintena de inquilinos, casi todos haitianos y africanos, por 18 pesos la noche (0.94 dólares).
Prefieren alojar a personas que viajan con niños, por orden expresa del padre de González, pastor evangélico y propietario.
En español con acento estadounidense, González, de 26 años, confiesa haber rechazado a quienes les piden ayuda para falsificar documentos, aunque entiende su desesperación.
Él mismo fue devuelto a México en noviembre por la administración de Donald Trump, que lo expulsó luego de vivir 23 años en California.
Pero el creciente rechazo de Washington a la inmigración no desanima a los habitantes de este barrio volátil, que esperan marcharse apenas reciban algún documento que les permita seguir viaje.
“Estados Unidos ayuda a Congo, ellos saben que el Congo está en guerra”, dice Moises Bumba, de 33 años, al explicar los motivos de su terca y heroica travesía al país de Trump desde la República Democrática del Congo, que enfrenta un sangriento conflicto interno.
Llegó en marzo, con su esposa y su hijo, tras viajar seis meses desde Brasil, su primer destino desde África. Su prolongada estadía en México y exiguos recursos los han forzado a dormir en plena calle, frente a la estación migratoria.
“La ayuda que estamos buscando del gobierno mexicano es conseguir papeles para nosotros pasar, otras cosas no”, dice.
Solidaridad y platos cameruneses
Pese al complejo panorama, personas como Pamela Agendia Tazi, camerunesa de 39 años, encarnan la resiliencia.
Arribó hace dos semanas con su madre, tras cruzar Centroamérica. En su camino, un aborto espontáneo y una infección la mantuvieron hospitalizada varios días.
Sin dinero, suplicaron ayuda al casero del lugar donde se alojan en Tapachula, quien les facilitó utensilios e ingredientes para montar un negocio de comida.
Cargada con ollas de plátano y guiso de cerdo estilo camerunés, Agendia ahorra y confía en la promesa de funcionarios migratorios: el 4 de julio recibirá una visa mexicana para continuar su periplo hacia Indiana, Estados Unidos, donde vive su hermana.
“He sido madre soltera por 11 años, así que trabajo duro para cuidar a mis chicos”, dice Agendia, quien dejó a tres hijos en el suroeste de Camerún, sacudido por un conflicto separatista, pero confía en reencontrarlos.