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México

Viaje al infierno

CORDOBA, Veracruz, 9 de enero (SinEmbargo).- “Ya pasaron 20 minutos. ¡Va para arriba!”, avisa don Humberto a cuatro hombres y pide que juntos tiren de una cuerda para sacar a Marcela de un pozo de 16 metros que ellos han escarbado con picos y palas; la meta aún se mira lejana.

Hombres y mujeres han removido tierra, lodo y piedras durante dos meses -incluyendo fines de semana y días festivos- para dar con lo que ellos llaman “tesoros”. No se trata de agua ni de petróleo, son restos de personas que desaparecieron en este lugar, referido como un campamento del cartel de Los Zetas.

Con la ayuda de un mapa anónimo y de dos testigos de identidad protegida, integrantes del colectivo “Madres Luna” dieron con la ubicación de este predio, oculto entre cerros y cañaverales de este municipio.

Los informantes señalaron a los familiares -con una equis en el croquis- las ruinas de una exhacienda, en cuyo patio sobresale un tubo de 80 centímetros de diámetro y una profundidad de 40 metros. “Ahí echaban los cuerpos y por lo profundo del tubo era ideal para desaparecer víctimas”, cuenta Marcela, mientras recupera un poco del oxígeno que en el subsuelo se vuelve escaso.

La madre de Dorian Rivera Zurita, desaparecido el 11 de octubre de 2012, viste un uniforme blanco de perito que en nada se parece a los trajes ajustados que usaba hace siete años cuando, junto a su hijo, se dedicaba a la venta de bienes raíces.

Marcela cuenta que el tubo de acero donde hoy buscan restos humanos, fue instalado por Hidrosistemas de Córdoba (una dependencia municipal), con la finalidad de encontrar agua y surtir a campesinos que siembran caña, chayotes y café a los alrededores.

“No encontraron agua y lo dejaron abandonado (el tubo). La delincuencia lo aprovechó para tirar cuerpos. Puedo decirte que esta hacienda fue una zona de ejecuciones”, agrega la mujer de 1 metro con 60 centímetros, quien coordina desde hace dos meses la brigada en este pedazo de tierra, apartado de la zona habitada.

Para confirmar los señalamientos anónimos, y convencer a las autoridades de emprender una diligencia, el grupo de familiares lanzó una varilla al fondo del tubo, antes lareforzaron con cemento para que ganara peso y que su punta de fierro se hundiera.

“Sacamos la varilla con una cuerda y vimos que salió embarrada de cal. Es común que criminales avienten cal y piedras para que los restos no huelan mal. Conseguimos ese indicio y comenzamos a hacer un pozo junto al tubo. Y no nos iremos de aquí hasta saber que hay abajo”, dice Marcela.

En unos 60 días, nueve familiares de desaparecidos acumulan 16 metros de excavación, así como prendas de vestir de distintas tallas, zapatos y credenciales que han encontrado al interior de la exhacienda que custodian al menos 15 policías estatales y de la Guardia Nacional.

“Es imposible que yo piense, después de 7 años, que mi hijo está vivo. Claro que todas guardamos esa esperanza, pero también tenemos que estar preparados para cualquier cosa y buscar; nosotros lo hacemos mejor que cualquier autoridad”, presume Marcela, en un descanso de la jornada de ocho horas.

Las tareas que realizan Marcela, Rosario, Humberto, Guadalupe, Abigail, Carlos, Elías, Jesús y Kevin no son algo nuevo para ellos. Su última búsqueda concluyó en mayo de 2019, en unos pozos del municipio de Omealca (ubicado en la misma región), donde hallaron –en más pozos- 15 cráneos de personas, de los cuales dos ya fueron identificados gracias a prendas de vestir, credenciales y cadenas.

“Aquí han llegado campesinos y lugareños que nos dicen que busquemos bien, que ellos veían cómo aquí mataban a personas y las aventaban por el tubo”, comparte Rosario, otra integrante de la brigada encargada de realizar bitácoras. Rosario busca a su padre, Artemio Solano, desaparecido desde el 1 de junio de 2017 en esta región montañosa.

El campamento se ubica a escasos 500 metros de la comunidad de San Rafael Calería, donde más familias (en abril de 2016), guiadas por la Brigada Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas, encontraron 10 mil fragmentos carbonizados al fondo de 11 pozos de riego; los restos permanecen resguardados por la Fiscalía de Veracruz.

La cita para este nuevo día de búsqueda comenzó a las 8:00 horas en una casa que el grupo adaptó como bodega. “¿Herramienta?, ¿Comida?, ¿Falta alguien?”, pregunta la líder antes de que una caravana de vehículos parta hacia el terreno de expedición.

Para llegar al “punto”, hay que atravesar viviendas con techos de lámina, campos de futbol bien empastados, jardines floreados y escuelas por donde desfilan pequeños que regresan de vacaciones. Conforme el convoy avanza, aparecen parcelas de caña que simulan laberintos con muros formados por plantas de dos metros de altura.

En el camino hay campesinos que saludan ocultando sus rostros detrás de sombreros de palma, quizá, temerosos por las patrullas y rifles que portan policías con gafas oscuras. Al término de 20 minutos -cada vez más cerca de un cerro imponente- los familiares llegan a su destino.

Lo que hace dos meses era una hacienda en ruinas -donde sólo se veía zacate y ramas del tamaño de un jugador de basquetbol- hoy es una zona de carpas, con incluso dos cuartos improvisados como bodega y cocina.

El equipo (con ayuda de la Comisión Estatal de Búsqueda) adaptó a un lado del tubo de acero una estructura de metal y una polea por donde es deslizada una cuerda. Así, un familiar desciende en el pozo mientras los demás lo sujetan.

Cada integrante del colectivo tiene designada una tarea en la brigada: Abigailreparte herramientas a sus compañeros; ella busca a su hermano, David Hernández López, desaparecido en Córdoba desde el 23 de julio de 2018.

Guadalupe es madre de Diego Castañeda, desaparecido en Orizaba en 2014, ella tiene a su cargo la cocina donde instaló un microondas y un pequeño tanque de gas; este día prepara pambazos y lentejas para todos.

Quienes escarban junto al tubo de acero son cinco: Marcela; los hermanos Jesús y Elías Enríquez García (este último busca a su suegro, Artemio Solano); Humberto, padre de Humberto Domínguez, desaparecido en Río Blanco el 17 de junio de 2014; y Carlos y Kevin, hermano y amigo de Dorian Rivera Zurita.

Ninguno de los que desciende al pozo, por seguridad, puede exceder los 30 minutos bajo tierra.

“Cuando hace calor en la superficie, abajo se siente chida la temperatura; pero cuando hace frío -como ahora- la humedad te sofoca bien cabrón”, cuenta Elías, quien, por su destreza para partir rocas pesadas, se ha ganado el mote de “El Picapiedra”.

Marcela -la primera en ponerse su traje de perito- pide cubetas, pico y pala para seguir escarbando. Una vez concluido su tiempo, confiesa: “En mi vida pensé bajar a una profundidad como esta porque sufro de claustrofobia. Si me subo al elevador me pongo mal”.

La jornada es amenizada por bromas que lanza Jesús, alias “Chabelo”, quien presume que después de las cenas de fin de año, no le costará trabajo bajar de peso gracias a los kilos que perderá en la búsqueda.

A los familiares se les pregunta por qué dicen -durante las diligencias- que buscan tesoros. La respuesta la da Guadalupe, madre de Diego Olaf Castañeda, “Así les llamamos porque nos dolieron. Nuestros hijos desde que los concebimos, para nosotros, son nuestros tesoros. Son un regalo de Dios, buenos o malos siempre vamos a creer que son nuestros tesoros”.

“Nosotros necesitamos tener una certeza de dónde están nuestros hijos. Si él (Dorian) está con Dios yo tendré la paz. Sabré que sufrió, pero que ya pasó. Sabré que ya no pasa hambre ni frío”, agrega Marcela.

La jornada concluye y la distancia entre los “tesoros” marcados en el mapa y la tierra aún es de 24 metros. La recompensa a la perseverancia de nueve personas será sólo hallar la muerte, algo que en Veracruz -el segundo estado con más fosas clandestinas en el país- aseguran que termina siendo “un alivio”.

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