Pedro de la Hoz
Homenajes en Cuba, Estados Unidos y España, reposicionamiento de sus discos en el mercado, cantares de El Cigala en los tablaos y nuevas miradas a las películas en las que trabajó. El tributo más entrañable se perfila este martes 9 de octubre en Quivicán, una pequeña localidad a 40 kilómetros de La Habana donde nació. Qué casualidad. Bebo Valdés vino al mundo ese día de 1918 y 33 años después, allí mismo, su hijo Chucho. De un pianista a otro transcurrirá la memoria en un acto de alto voltaje emotivo. Chucho tocará la música de Bebo y la suya propia ante los habitantes de Quivicán y los de muchísimas otras partes que acudirán a la cita.
El centenario de Bebo trae el recuerdo de los años finales de su carrera, fuera de Cuba pero pensando, como nunca dejó de hacerlo, en Cuba. Sin embargo, la investigadora Rosa Marquetti se ha encargado de subrayar: “Sería un error capital reducir la importancia de Bebo Valdés en la música cubana, al boom internacional que alcanzó su revival con el disco Lágrimas negras. En todo caso, el reconocimiento mundial alcanzado en la última década del siglo XX fue merecidísimo colofón de una carrera que atraviesa transversal y exitosamente toda una centuria y más en la música cubana. Tiene su propio y destacado sitio entre los mejores directores de orquestas, compositores y pianistas de trascendencia, y milita entre los más creativos arreglistas en toda la historia de nuestra música.”
Yo diría más. Su trascendencia apunta a la más amplia esfera de irradiación del toque latino, eso que el crítico norteamericano John Storm Roberts definió como the latin tinge.
Bebo desempeñó un papel de primerísimo orden en la cristalización del estilo orquestal con que la música afroantillana alcanzó su más depurada expresión hacia la medianía del siglo pasado y, a la vez, aportó valores sustanciales al desarrollo de la descarga cubana, la variante más imaginativa y entrañable de la criollización de la jam session.
Entre Dámaso Pérez Prado, Chico O’ Farrill y Armando Romeu, más el genio de Benny Moré como electrón libre y único que sin formación académica amoldó una banda a la medida de sus deseos, Bebo ocupa un lugar al que una y otra vez habrá que volver para hallar las claves de la altura alcanzada por la música insular y su proyección continental en los años 50.
La marca de Bebo fue la orquesta Sabor de Cuba, con la que trabajó en el cabaret Tropicana, alternando con la de Armando Romeu, entre 1949 y 1957 y grabó sesiones memorables, amén de acompañar a primeras figuras cubanas y extranjeras, entre ellas Rita Montaner y Nat King Cole.
En 1952 creó el ritmo batanga, cuyos planteos renovadores no fueron descifrados por la industria del disco y el espectáculo, pero cuyas huellas se convirtieron en una referencia de mucho de lo que ha sucedido después tanto en la evolución del jazz cubano como de la timba. Por cierto, en las grabaciones iniciales del nuevo ritmo figuró Benny Moré, quien acababa de regresar de México y todavía no había armado su portentosa banda gigante.
Al explicar el batanga, Bebo dijo: “Es una polirritmia bastante complicada. Tiene siete ritmos diferentes, que parte de la combinación de tres tambores. El primero es la tumbadora original, la segunda es el tanga. Yo le puse el nombre. Es otra tumbadora que contesta a la primera. El tercero es el batá. Eso era lo básico. (…) También hice un tumbao de cáscara para los timbales; cuando tocas los timbales por los lados se llama cáscara, y cuando se toca por arriba, baqueteo. Y saqué los bongoses, porque no se podía escribir polirrítmico para bongoses. El martilleo que se toca en los bongoses no cabe con el ritmo del batanga, y los platillos no cabían tampoco. Por eso puse los timbales, y el bajo tuvo su propio ritmo. Se necesitaba mucha gente sólo para el ritmo”.
Mucho enredo para una época en la que el mambo de Pérez Prado triunfaba y la simplicidad seductora del cha cha chá atraía a los bailadores. Bebo se afilió al mambo y no dejó de aventurarse por las sendas seguras de los géneros vernáculos, sin que ello disminuyera en solvencia y oficio.
Basta con escuchar un disco que resumen sus mejores momentos con Sabor de Cuba, Perlas cubanas, para descubrir sus versiones de Ay Mamá Inés y El manisero o de un estándar norteamericano como Nunca en domingo.
A México fue a parar Bebo en 1960, donde colaboró un tiempo con el chileno Lucho Gatica, a quien conocía de La Habana. Luego se instaló en Europa. Dejó atrás a su familia y fundó otra en Suecia. Nunca entendió los cambios que tuvieron lugar en su país natal. Pero ni en los días de ganarse la vida en restorantes y boites suecas dejó de pensar su música. Tanto fue así que a los 76 años de edad, reinició su carrera internacional con los mismos ímpetus de toda una vida.
Ese es el Bebo que comienza a cabalgar de nuevo, a los aires del jazz latino, discos como Bebo rides again, convocado por Paquito D’ Rivera, y películas como Calle 54 jalonado por el cineasta español Fernando Trueba y el melómano cubano Nat Chediak; su fabulosa unión al cantaor Diego el Cigala y el reencuentro con su hijo Chucho Valdés en el álbum Juntos para siempre. Un mismo Bebo, el de antes y después, el que está ahora mismo dando batalla.