Opinión

Jorge Gómez Barata

La trascendental innovación de “Un país dos sistemas” aplicada por China para la reincorporación al país de los enclaves capitalistas de Hong Kong y Macao, sin modificar su economía ni sus estilos de vida, hizo añicos dogmas y mitos acerca de una presunta homogeneidad económica y pureza ideológica del socialismo.

Con los “estados de bienestar” ocurrió al revés, en ellos el sistema es capitalista y la economía presenta perfiles socialistas. Tales circunstancias revelan que la funcionalidad del régimen político se asocia más al carácter del Estado que a la economía.

Porque lo puede todo, lo sabe todo y posee el don de la ubicuidad, el Estado, la creación humana que más se asemeja a Dios, está presente en todas las culturas y civilizaciones como elemento rector de las estructuras sociales. Esta entidad posee una plasticidad que le permite contraerse cuando su presencia y su fuerza no son imprescindible y, hacerse presente de modo opulento y decisivo cuando algún actor se desmarca y hace peligrar al sistema. Esas cualidades intrínsecas, lo hacen funcional tanto para el capitalismo como para el socialismo.

Los marxistas tienen razón cuando sostienen que el Estado responde a los intereses de la clase dominante, pero fallan cuando creen que es posible suprimir la diversidad social y pasan por alto que las clases dominantes no existen solas ni pueden realizar sus objetivos sin el resto de la sociedad. Entre los obreros y los capitalistas existen contradicciones insolubles, pero llegado a cierto punto, debido a la mediación del Estado, conviven en razonable armonía. “El Estado –escribió Federico Engels– impide que la sociedad se desangre en querellas estériles”.

Todos los países económicamente avanzados y políticamente estables cuentan con estados poderosos, democráticamente constituidos, que ejercen el poder por medio de leyes escritas mediante lo cual manifiestan capacidad para arbitrar entre los diferentes actores sociales. El Estado es el principal activo con que cuentan los países para implementar políticas de desarrollo.

Forjada en su tramo más actual al amparo del criterio, por cierto, liberal, de que “la revolución es fuente de derecho”, Cuba cuenta con una estructura estatal legítima y firmemente establecida, que bajo la nueva Constitución transita hacia el estado de derecho para forjar nuevas alianzas y lograr un contrato social que, especialmente en el plano de la economía, involucre a todos los actores sociales.

En lo adelante, la institucionalidad deberá ser el eje de los esfuerzos para fomentar una economía formada por el área estatal y el sector privado nacional y extranjero. En ese entendido, la función del Estado de orientación socialista no sería administrar ni planificar toda la economía, sino concentrarse en aquellas áreas estratégicas que naturalmente le conciernen y, sobre todo, trazar las políticas y crear el orden jurídico imprescindible para avanzar en el desarrollo y asegurar la equidad en la distribución de la riqueza social.

Para avanzar, Cuba no está llamada a modificar la naturaleza socialista de su Estado sino a perfilar su papel como conductor, utilizando sus capacidades para impulsar las reformas, identificar metas compartidas y forjar un nuevo contrato social, todo lo cual está a su alcance. Falta sólo el consenso y la determinación para realizarlo en la escala y en los tiempos necesarios. Allá nos vemos.