Epigmenio Ibarra
Leo en los periódicos sobre el último escándalo de corrupción de este régimen al que quedan apenas un poco menos de tres meses de vida. “Me atacan, dice Rosario Robles en el colmo del descaro, porque mi nombre vende”. No, señora –le respondo en Twitter–, se le señala como corrupta porque usted se vende al mejor postor y porque usted y sus cómplices se han enriquecido desviando dinero de los programas sociales. “Que me investiguen hasta por debajo de las piedras”, vuelve a declarar la funcionaria. Los medios trivializan el asunto, los columnistas que sirven al régimen tratan de vender la idea de una vulgar vendetta política y a mí los 220 caracteres me quedan cortos y me siento frente a la máquina a escribir con rabia.
Los muros de la Casa Blanca, ese “proyecto matrimonial” de Enrique Peña Nieto, están manchados de sangre. Otro tanto sucede con los muros de las muchas casas, departamentos, ranchos y haciendas de Javier Duarte o con los muros de las propiedades mal habidas de cualquiera de los integrantes de esa legión de gobernantes, funcionarios como Rosario Robles, jefes militares y policíacos, jueces y fiscales que, por décadas, se han enriquecido gracias al saqueo sistemático e impune de las arcas nacionales.
Manchados de sangre inocente están también los muros de las mansiones de los traficantes de influencias y de los empresarios deshonestos cuyas fortunas se han multiplicado exponencialmente gracias a las concesiones obtenidas ilegalmente, a los contratos conseguidos a punta de sobornos, al saqueo de los bienes nacionales. Sus yates, sus aviones privados, sus flotillas de automóviles de lujo, sus casas de playa, sus viajes por el mundo se han pagado con sangre.
Miente Peña Nieto, la corrupción no es parte esencial de nuestra cultura. La corrupción no es una gracejada, un delito menor, menos todavía un “valor”, una virtud –porque el que no tranza no avanza– que hay que admirar y emular. La corrupción mata. La corrupción engendra al crimen organizado, aceita sus armas, paga a los sicarios, aprieta el gatillo. La corrupción hace al policía desviar la mirada, al aduanero cerrar los ojos y dejar pasar las armas, al militar disparar contra inocentes, al juez liberar a los culpables, al empresario tranzar con los capos, al presidente mandar a su esposa a mentir a la nación en cadena nacional.
Y si la corrupción mata, los corruptos más que simples ladrones son asesinos y además reos de traición a la patria y merecen por tanto que caiga sobre ellos, con severidad ejemplar, todo el peso de la ley.
Electos para servir al pueblo, designados para administrar los bienes nacionales, quienes se corrompen y roban al erario dejan al país sin hospitales, sin escuelas, sin servicios y condenan a la población, principalmente a los más desvalidos, a la miseria y muchas veces a la muerte. Se convierten así, hay que decirlo con todas sus letras, en verdugos de la propia gente a la que deberían servir.
Y verdugos son también los contratistas que usan materiales de segunda para levantar hospitales y los que los dejan sin las camas, los medicamentos y el equipo necesario. O los que incumplen las normas elementales de seguridad para construir edificios habitacionales, escuelas o carreteras. Verdugos son, tanto los que contaminan ríos y depredan el ambiente como los que, aprovechando información privilegiada, especulan en el mercado financiero o venden por una fortuna empresas que les fueron concesionadas por unos cuantos pesos y que han convertido en chatarra. Se llenan los bolsillos de plata, de mucha plata, es cierto, y hay quien se los celebra, pero se manchan las manos con sangre inocente.
Por asesinos –dejemos a un lado los eufemismos– hemos sido gobernados durante décadas. Asesinos que se atreven incluso a lanzar cruzadas contra el crimen, que condenan la violencia, que se disfrazan de generales como Felipe Calderón y desatan una guerra gracias a la cual jefes militares y policiacos, funcionarios civiles, proveedores de armamento y de pertrechos se han enriquecido haciendo negocio con la muerte. Asesinos de maneras suaves, de facha impoluta y retórica reformista, que, por supuesto, no se reconocen como tales y que son capaces de decir a sus cómplices: “No te preocupes Rosario”, y que consideran sus crímenes como simples errores de percepción.
Criminal y suicida, al mismo tiempo, sería de nuestra parte considerar la corrupción destino ineludible. Quien eso piensa, quien eso cree, quien tolera la corrupción porque “no hay de otra” o “porque todos los políticos son iguales”, sube por su propio pie al cadalso, se ciñe la soga y activa la trampa bajo sus pies. De esa resignación suicida, de la trivialización de un crimen atroz (porque eso es la corrupción), se nutre la impunidad que también mata y a la que hay que poner fin de manera inmediata y radical.
Estoy harto, indignado y muy encabronado. Así me tienen la Casa Blanca, la Estafa Maestra, Odebrecht, el cinismo de Rosario Robles. También estoy esperanzado porque ya se van, y decidido a hacer todo para que nunca vuelvan. Las cosas en México van a cambiar; vamos a hacer que cambien. No clamo venganza: quiero justicia y para los corruptos exijo castigo. Castigo, en el sentido que Platón lo plantea en el Diálogo entre Sócrates y Protágoras: “El que castiga con razón, castiga, no por las faltas pasadas, porque ya no es posible que lo que ya ha sucedido deje de suceder, sino por las faltas que pueden sobrevenir, para que el culpable no reincida y sirva de ejemplo a los demás su castigo”. Justicia es lo que busco, lo que buscamos millones de mexicanas y mexicanos, y un futuro libre de esa corrupción que tanta sangre nos ha costado.
TW: @epigmenioibarra
(SIN EMBARGO.MX)