Jaime García Chávez
Empiezan a surgir voces aisladas sobre un nuevo proyecto de democracia para México. En apariencia, se trataría de un despropósito, porque no pocos sostienen que vivimos un cambio de régimen y que la Cuatroté es la culminación de una larga y acompasada transición a la democracia en el país.
Desde luego se involucran en el debate los que con una visión realista reducen la democracia a un simple andamiaje procedimental para el cambio periódico de los gobernantes, a contrapelo de los que sostienen que democracia sin una franca participación en el reparto de la riqueza, simple y llanamente no es democracia. En medio de ambas visiones se encuentra una gama amplia de matices.
Pienso que, en efecto, repensar la democracia en México es una necesidad impostergable, a la luz de la proliferación de los populismos que han aprovechado, precisamente, los mecanismos de la propia democracia para derruirla, para abrirle cauces insospechados que poco tienen que ver con esa transformación que tanto ocupó a los políticos de avanzada del país, quienes propusieron desmantelar el viejo régimen autoritario para sustituirlo por otro en el que los ciudadanos fueran la pieza central.
La mexicana es la transición más larga del mundo contemporáneo y eso debe ser aleccionador, a la luz de las últimas reformas que más hablan de establecer una nueva hegemonía que mucho se facilita por la inexistencia de partidos políticos consistentes, ya que la elección del 2018 barrió casi por completo al PRI, al PAN y al PRD, sin ofrecer una alternativa fortalecedora de esta indispensable institución.
Tampoco se ve, en el curso que ha tomado Morena, no tan sólo en las cuestiones cercanas a la picaresca, como la rijosidad permanente y la emergencia de tribus y más tribus, sino porque no deja de ser un “movimiento”, con todo lo que eso significa, de posible quebranto en la ruta de construir instituciones fuertes que produzcan decisiones impostergables, sin que el país tenga que colocarse necesariamente en crisis recurrentes de confianza que producen confrontaciones estériles y perniciosas.
De antaño se ha asociado a los movimientos que producen tomas del poder con fenómenos totalitarios. Obviamente que hoy el gran desprestigio de los fascismos no permitiría su reproducción completa, pero sí algunos de los rasgos que lo caracterizaron, entre ellos la existencia de un liderazgo tan fuerte y poderoso que hace depender todo de un providencialismo que piensa que en la cabeza del jefe está todo y que basta seguir sus dictados –formales e informales– para no errar históricamente, en un proceso que se presume renovador y ensamblado a una secuela de revoluciones y reformas que ha dado cuerpo a una visión lineal de la historia mexicana a partir de la Independencia.
Repensar la democracia, entonces, resulta esencial en este momento y en la perspectiva inmediata. Cierto que faltan demócratas y hay ausencia de músculo para emprender una nueva ruta, pero es una tarea, a mi juicio, que no se debe postergar so pena de correr grandes riesgos en cuanto a la producción de trastornos de alta magnitud en la que sólo se involucre la continuación, a secas, de un nuevo equipo que encabeza el Estado hoy, con todos sus fanatismos, facciosidades, culto a la personalidad y uso de agencias informales empleadas para la toma de decisiones que siempre, en un estado democrático, deben estar dictados en la Constitución y en sus leyes secundarias. Pienso, por ejemplo, en el reciente “plebiscito” en Baja California y todo lo que anuncia detrás.
Hoy lo indispensable es un ejercicio riguroso de facultades expresas y limitadas, y la existencia de un Poder Judicial independiente y autónomo en el que los ciudadanos tengan plenos derechos, por una parte, y la capacidad, real y tangible, de ejercer la desobediencia civil contra políticas públicas inaceptables, o la promulgación, en los hechos, de mecanismos de decisión no contemplados en la ley.
Esto riñe con el dislate obsequioso, por poner otro ejemplo, de lo dicho hace unos días por Mario Delgado, el líder de la bancada morenista en la Cámara de Diputados y recién llegado a la izquierda, cuando afirmó que su partido “siempre debe de escuchar al Presidente de la República”, y que “aquellos quienes piensan que saben más que el mandatario (…), están cometiendo una traición histórica”.
No se da cuenta, o finge, que de ahí a llamar a López Obrador “benefactor de la patria”, “paladín de la democracia”, “primer médico de la república”, “maestro de la patria”, “protector de los obreros”, como le llamaban los lambiscones al dictador dominicano Leónidas Trujillo, hay sólo un paso.
Y en prevención de esto, repensar la democracia es una necesidad.
(SIN EMBARGO.MX)