Humberto Musacchio
El Estado tiene responsabilidades que pasan de un gobierno a otro, independientemente del partido o la fuerza política que esté en el poder. Por citar un caso, al término de la Segunda Guerra Mundial las autoridades alemanas asumieron (hicieron suya) una grave responsabilidad por las atrocidades del nazismo y pagaron grandes indemnizaciones.
La desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa constituye un crimen del Estado mexicano, por comisión y por omisión. Lo primero, porque en la noche atroz participaron cuerpos policiacos, los que en su ámbito de actuación representan al Estado; por omisión, porque las fuerzas federales, militares y policiacas, atestiguaron los hechos y se limitaron a fotografiarlos o videograbarlos, pero se abstuvieron de intervenir pese a que estaba en sus manos impedir el secuestro. A lo anterior podemos agregar la indolencia mostrada por el gobierno de la República durante los primeros días después de los hechos y el afán de minimizar lo ocurrido y disfrazarlo con la llamada “verdad histórica”.
En buena hora, Alejandro Encinas salió a precisar que la desaparición de los 43 muchachos fue –es– un crimen de Estado, lo que no significa que el gobierno nacional de hoy haya sido el culpable de lo ocurrido. Tiene, eso sí, la obligación de aclarar todo lo necesario para conocer el paradero de aquellos jóvenes y castigar debidamente a los responsables, pues de otra manera se convertiría en cómplice de esos delincuentes.
Las responsabilidades del Estado están debidamente asentadas en la legislación mexicana. Por supuesto, la aplicación de la ley tiene criterios, maneras que permiten distinguir a un gobierno despótico de uno democrático. Frente a los movimientos sociales, Gustavo Díaz Ordaz ordenaba difamar, amenazar, perseguir, golpear y encarcelar a quienes protestaban, todo injusta e ilegalmente y, cada vez que le parecía útil, disponía asesinatos individuales o colectivos. A diferencia del Chacal de Tlatelolco, el actual presidente de la República prefiere, según ha dicho, “abrazos, no balazos”.
Lo cierto es que, más allá de lo que prefiera cada gobernante, las leyes señalan lo que se debe hacer para salvaguardar el orden y garantizar la integridad física y los bienes de los ciudadanos. No se ajusta al Estado de derecho el asesinato de personas por la fuerza pública, pero tampoco la inacción de la autoridad ante la comisión de delitos, especialmente cuando se cometen frente a sus ojos.
Por eso, es inadmisible la pasividad de la policía ante la actuación de los grupos de enmascarados que rompen el orden de las manifestaciones, desatan el vandalismo, dañan bienes nacionales y particulares, agreden a ciudadanos pacíficos, a las fuerzas del orden y a los propios manifestantes.
La respuesta que hasta ahora ha dado el actual gobierno es que no va a reprimir, pero cabe recordar que el cumplimiento de la ley no es al gusto de la autoridad. Se puede entender que no se desate la represión en medio de una multitud porque eso afectaría a personas ajenas al vandalismo. Pero permitir a la canalla fascista –no anarquista, por favor– los destrozos de bienes nacionales y la agresión a la fuerza pública, eso raya en la indolencia y genera responsabilidades graves.
Se puede entender que el gobierno esté realizando tareas de inteligencia, pues se requiere saber quién o quiénes pagan a los vándalos, pero cuando está por cumplirse un año de gobierno ya ni eso es excusa para que se siga permitiendo la actuación delictiva de esas pandillas, cuyos integrantes y líderes deben estar perfectamente ubicados por la policía.
Más allá de la destrucción y las agresiones a personas, lo que está en juego es la estabilidad del país y de su gobierno. Ni más ni menos.
OBSERVACION: Las autoridades de la República llevaron las cenizas de Valentín Campa a la Rotonda de las Personas Ilustres. Muy bien, pero es injustificable que se haya impedido el paso a no pocos compañeros del homenajeado, comunistas como él, mientras que en la ceremonia, con rostros falsamente compungidos, estaban presentes muchos ex miembros del PRI, el partido de los carceleros de Campa. El falso pretexto fue la seguridad del Presidente, quien todos los días está en medio de multitudes y corre mayores riesgos.