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La forma utilizada para que no funcionen ni las organizaciones ni las instituciones es hacerlas crecer hasta convertirlas en nada. México, con el PRI como cabeza perpetuada en el poder, ha sido ejemplo para el mundo de eficiencia al respecto.

Lo mismo se puede decir de las leyes y de las compilaciones jurídicas. Las constituciones deben ser escuetas por lo que toca al articulado y empezar consignando la obligación de los gobernantes de propiciar la felicidad de los gobernados. Cuando crecen y crecen se convierten en trapos que no sirven ni para fregar lo que esconden sus reformas. La Constitución mexicana también da ejemplo de ello.

Los altos son necesarios. Sirven para reflexionar y en ocasiones ayudan a cambiar las cosas. Un alto hicimos el día que salimos a votar –quizá ya estaba decidida su llegada– pero en todo caso millones legitimamos la llegada de AMLO a la Presidencia de México. Los y las jóvenes en Chile y las mujeres en el mundo están diciendo ¡ya basta! de violencia patriarcal y de violencia de Estado, que también es patriarcal.

Y es diáfano a estas alturas que la ONU debió ser creada como un instrumento al servicio de los pueblos, y no de los países, con los candados para no convertirse en una instancia al servicio de los gobiernos y con un dueño, el imperio yanqui, que dicta las reglas. Si alguna salvación tiene la ONU su reflexión tendría que pasar por reconocer que se ha convertido en la justificante de la globalización de las empresas extractivistas que dominan al mundo y que al imperio yanqui, como cabeza visible, también tienen a su servicio.

El Derecho Internacional de los Derechos Humanos es una compilación enorme de leyes. Y la guerra que no iba a regresar, se afirmaba, luego de los millones de asesinados en la Segunda Guerra Mundial, cuando se firmó en París por los países partes su adhesión a la Declaración de Derechos Humanos está generalizada con una brutalidad que espanta, sin que la ONU haya ni siquiera expulsado al imperio yanqui que, mintiendo, la disemina por el mundo.

A tres cuartos de siglo de la Declaración de los Derechos Humanos que fue establecida en París el 10 de diciembre de 1948 como el conjunto de reglas a cumplir, por los países parte de las Naciones Unidas, los pueblos continuamos defendiendo los derechos inherentes al ser humano: el derecho a la vida, a la libertad, a no ser violadas, a no ser torturados… De la Declaración el segundo artículo: “Toda persona tiene los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición. Además, no se hará distinción alguna fundada en la condición política, jurídica o internacional del país o territorio de cuya jurisdicción dependa una persona, tanto si se trata de un país independiente, como de un territorio bajo administración fiduciaria, no autónomo o sometido a cualquier otra limitación de soberanía”.

A casi un siglo de distancia es claro que la ONU es un fracaso como defensora de los pueblos. Y ni qué decir de la OEA avaladora de crímenes monstruosos. Y lo mismo puede decirse de la CNDH nacida para contrarrestar la defensa obligada de los Derechos Humanos que por diversas organizaciones, vinculadas entonces a lo mejor de la Iglesia Católica, empezaban a darse.

A casi un siglo no se ha logrado ni siquiera el respeto cabal a las garantías individuales elementales a todas y cada una de las personas que conformamos la humanidad extendida en los varios continentes del planeta que habitamos. Un fracaso que salta a la vista.

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