Ricardo Andrade Jardí
Es ya una necedad negarse a ver la tempestad. La humanidad se encuentra frente a un histórico momento de definición. El capitalismo en su permanente crisis intenta -con cierto éxito- transformar su discurso de libre mercado, al del bienestar, para seguir su lógica de extracción, explotación y ganancia, con menores oposiciones sociales a sus despojos y con argumentos que pretenden defender lo indefendible con todo su desprecio hacia cualquier forma de vida.
Con el extractivismo se abren por todo el planeta los surcos del fascismo y la moderna esclavitud, al tiempo que desde las urbes parasitarias del poder, la moderación intelectual en todas sus vertientes (científica, social, artística, etc.) intenta salvar los privilegios de clase pequeño burgueses que, frente a las evidencias de la devastación ecosistémica, se convierten en complicidad criminal, en aras de mantener el ofertado estatus quo que la estratificación del pantano ofrece como sistema de competencias, para sujetar y alienar conciencias. Y desde la academia, el discurso progresista del privilegio de las pretendidas izquierdas electorales, se ensayan discursos a modo de justificación o de evangelio que pretenden autoconvencer de que aún dentro de la hidra de mercado se puede, todavía, construir una sociedad diferente, “más justa”, y busca justificar, consciente o inconscientemente, la complicidad del privilegio individual, posesionando la idea (mentira de suyo) de que hay un capitalismo “buena onda”; en el fondo saben que se están mintiendo, pero todo sea por no dejar -y menos permitirse la posibilidad cuántica de soñar otro mundo posible- el confort que les garantiza, por ahora, el pequeño privilegio de saberse reconocidos por el oficialismo, administrador de los intereses del capital. El pantano nos hace inmóviles de pensamiento y cada vez más acríticos de la realidad que nos somete. Las dádivas del capital académico abren el diapasón de “lo políticamente correcto” al tiempo que el extractivismo se disfraza de política social, para intentar desarticular toda resistencia, cuando menos urbano intelectual, contra la enajenación del territorio.
La estrategia del capital pretende hacernos pensar que la moral evangélica es algo así como un nuevo camino al socialismo y la legitimidad burguesa de la urna masificada por el hartazgo al genocidio neoliberal es una patente de corso para pasar por encima de las legítimas resistencias de los carenciados y los renegados de la historia, mientras que en las universidades y “centros de pensamiento sistémico” de la hamburcolatelecracia de mercado, hoy presumidos como los espacios del pensamiento progresista del siglo XXI, se escribe la nueva historia oficial que desprecia todo lo que no entre en sus parámetros de medición, impuestos otrora por el rostro neoliberal del extractivismo y desde ahí se ensayan los “nuevos principios” de la democracia burguesa disfrazada de bienestar social.
Pero la realidad canija se muestra como es y las y los defensores de vida y territorio siguen siendo los perseguidos y los asesinados por una política de Estado, que ya sea abiertamente neoliberal o disfrazada de revolución ciudadana o de trasformación histórica, cobija la impunidad del despojo para enajenar y continuar saqueando territorio a diestra y siniestra.
No hay cambio social posible que pueda ensayarse bajo las bases de la economía capitalista, los disfraces serán muchos, la hidra capitalista tiene mil cabezas, pero el extractivismo capitalista seguirá esclavizando a la humanidad y destruyendo la vida planetaria con todo su desprecio. No hay luz en el capitalismo, tan sólo eterna pesadilla.
El futuro será antipatriarcal y anticapitalista o no será nada; y mientras más pronto lo entendamos alguna posibilidad nos quedará para organizar las micropolíticas urgentes de resistencias masivas para construir otros mundos posibles, no hay tiempo que perder y, tal vez, sí un mundo nuevo que ganar...