Uuc-kib Espadas Ancona
Circula en redes un meme que reza, aproximadamente, “Un delincuente no debe tener derechos. Si él no respeta tus derechos ¿Por qué tú sí los de él?”. El fondo del letrero es el rostro de Obama, por lo que se insinúa que la frase es de éste. El cartelito evidentemente es falso. El otrora presidente de los EEUU jamás dijo cosa que se pareciera (y, dicho sea de paso, esto ya nos habla de la poca seriedad del anuncio).
En el debate sobre esta noción, se descubre una fuerte creencia de que el reconocimiento de los derechos de los delincuentes va en estricto detrimento de los derechos de las víctimas. Algo así como que los derechos son un conjunto específico y finito, una suerte de fondo, del cuál lo que se lleva uno se le quita al otro. En este sentido, se espera que el ejercicio de autoridad, encargado de impartir justicia, tenga como resultado, entre otras cosas, emparejar los derechos de la víctima y del delincuente. Si la víctima de asesinato ya no puede ver a sus hijos, que el asesino, en caso de que no se le pueda matar, no pueda tampoco nunca ver a los suyos, por ejemplo. Esto añade al criterio de penalización del delincuente, la suposición de un derecho a la venganza de las víctimas, o para las víctimas. Dejar las cosas parejas, ojo por ojo, diente por diente. Ese deseo de venganza, absolutamente natural en las víctimas del delito, es sin embargo totalmente inaceptable como norma social, al igual que muchos otros impulsos naturales.
Dentro de esta misma lógica, la defensa de los derechos humanos, y especialmente las facultades de vigilancia que tienen las comisiones dedicadas a esta labor, son instrumentos ilegítimos para dar derechos a quien no los merece, a costa de quien ilegalmente fue privado de ellos. En el debate común, como el de las redes sociales, hay además una caricaturización del debate, en donde quien defiende que los delincuentes tengan derechos es porque, al menos, no ha sido víctima del delito, o incluso es socio de algún bandido, o directamente un criminal. En consecuencia con esta visión, la perspectiva social, plasmada en el derecho constitucional e internacional, resulta decepcionante, anticlimática. No se espera que la autoridad restablezca cierto orden y encause sus acciones a objetivos de mediano plazo, sino que organice legítimas venganzas para la satisfacción emocional de víctimas y público en general.
Desde la derecha más franca, una de las propuestas específicas vinculadas a esta noción es que se debe dar derecho a los propietarios de matar a cualquier intruso en sus predios, sin límites ni averiguaciones. Así, por ejemplo, si en un fraccionamiento de casas idénticas el hijo adolescente y briago del vecino entra desapercibidamente al jardín de alguien, y éste sin más averiguación debe tener el derecho irrestricto de partirle la cabeza de un machetazo, entre otras cosas. Robar es robar, se argumenta, así que es peor entrar a una casa a robar limones, que participar del desfalco del FOBAPROA, que tuvo la cortesía de no pisar terrenos privados de nadie para cometerse.
Consideraciones semejantes se expresan todos los días en las redes, generando una creciente y aterradora convicción de que violar los derechos básicos, el de la vida, que se ha mencionado, o los de integridad física o sexual, deben ser la base de la impartición de justicia. De ahí la apología a la tortura o la recurrente violación de delincuentes sexuales en las cárceles.
Más allá del espíritu de macabra aventura que la realización de estas convicciones medievales exalta, la realidad es que su puesta en marcha no contribuiría en nada a la reducción del delito, como cientos de experiencias en el tiempo y el mundo han demostrado. La reconducción del delincuente, su muy realizable reintegración social, lejos de pasar por el recrudecimiento de penas, tendría que pasar por un auténtico proceso de readaptación, por otro lado totalmente ajeno a las prácticas judiciales y penales actuales. Esto exige reconocer que hay de delincuentes a delincuentes. No es lo mismo robar medio pollo en el mercado que quebrar una casa de bolsa. El daño a las víctimas es muy variable, evidentemente. Lejos de pensar en encarcelar a más gente, tendríamos que estar, como sociedad, construyendo opciones de inserción que no incluyan reclusión, fórmula que sólo ha llevado a convertir en auténticos criminales a delincuentes muy menores. Una política adecuada en esta materia tiene que reflejar distintos niveles delictivos en el tratamiento institucional que los infractores reciban, incluyendo correctivos, penalizaciones y, en casos en que la reinserción sea imposible, el confinamiento.
En cualquier caso, la repetición de las faltas del delincuente sobre sí mismo es un sin sentido para la construcción de una sociedad que conviva pacífica y racionalmente. No hay sistema judicial infalible, y brutalizar a los sentenciados por el mexicano es una idea muy poco sana, proclive a sobrepenalizar, cuando no directamente violentar inocentes. Vale la pena comparar la lógica con el microsistema familiar. A pocos padres se les ocurre el día de hoy -bien que aún a demasiados- que la enseñanza de la debida conducta de los hijos pase por repetir en ellos las faltas cometidas. Si pegas, te pego; si hieres, te hiero; si humillas, te humillo.
No es intensificando la espiral de la violencia que haremos de éste un mejor país.