Por Ricardo Monreal
Al finalizar el siglo pasado, México experimentó cambios sustanciales en el escenario político, producto de décadas de lucha social, encaminadas a democratizar las altas esferas del poder público en beneficio de las mayorías.
La consecuencia inmediata fue el debilitamiento de la organización política que fungió como partido de Estado, dando pie a una verdadera pluralidad política y a una etapa de transición en nuestro país.
Con la llegada del año 2000 hubo un cambio de estafeta en la titularidad del Poder Ejecutivo federal, con lo que el otrora partido oficial abandonó Los Pinos después de setenta años ininterrumpidos de ejercicio del poder público, para albergar a un nuevo inquilino que enarbolaría el estandarte del cambio como propaganda electoral. Infortunadamente, para la inmensa mayoría esto sólo se tradujo en continuismo.
Y aunque el blanquiazul ganó las elecciones presidenciales del año 2000, su triunfo no gozó de la contundencia necesaria para garantizar una mayoría legislativa en ambas Cámaras del Congreso.
Sin embargo, esta singularidad abrió camino para el fortalecimiento del sistema democrático, al presentarse por primera vez en el país una contrapeso real entre los Poderes de la Unión, lo que se tradujo en el auténtico ejercicio de las facultades de fiscalización y rendición de cuentas del Congreso, y en el rechazo inédito de las propuestas de reformas constitucionales enviadas desde Palacio Nacional a las Cámaras de Diputados y Senadores.
De la misma manera que se presentó un cambio de administración a nivel federal, en los Estados se comenzaron a constituir más gobiernos de oposición por voluntad popular.
La pertenencia a partidos políticos distintos del que ocupaba la Presidencia devino en bloqueos constantes desde la Secretaría de Hacienda, respecto a la asignación de los recursos públicos para cada entidad, por lo que la necesidad de contar con un mayor presupuesto llevó a los gobernadores a buscar otras alternativas.
Hace 20 años, quien suscribe fue integrante fundador de la Conferencia Nacional del Gobernadores (Conago), cuyos propósitos principales eran establecer canales de diálogo permanente con el Gobierno Federal para que las entidades federativas contaran con mayores recursos; crear nuevas fórmulas de distribución de las participaciones federales, y promover el establecimiento de una Convención Nacional Hacendaria para abordar la realidad pluripartidista que había irrumpido con fuerza en los gobiernos estatales y municipales.
A esta iniciativa se sumaron mandatarios estatales del PRI y del PRD; entre ellos recuerdo al hoy Presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador (GDF), a José Murat Casab (Oaxaca), Arturo Montiel Rojas (Estado de México), Leonel Cota Montaño (Baja California Sur), Miguel Alemán Velasco (Veracruz), Alfonso Sánchez Anaya (Tlaxcala) y los aliancistas Antonio Echevarría Domínguez (Nayarit) y Pablo Salazar Mendiguchía (Chiapas).
Los gobernadores de Acción Nacional se negaron a sumarse a la Conago en un primer momento; sin embargo, comprendieron la utilidad práctica y la importancia política de una agrupación de mandatarios estatales, dado que la pluralidad política, traducida entre otros aspectos en la prevalencia de “gobiernos divididos”, sería la tendencia en los periodos subsiguientes en México.
Se les llamó “gobiernos divididos” porque el titular del Ejecutivo Federal era de un partido político distinto de los que dominaban el Congreso Federal y las legislaturas locales.
En un inicio, el secretario de Hacienda de la primera administración panista federal no era receptivo a las demandas de los gobernadores, no obstante las múltiples gestiones de quienes estábamos al frente de las administraciones estatales, a fin de generar los acercamientos pertinentes para cubrir las necesidades financieras o presupuestales de nuestras respectivas demarcaciones políticas.
Las respuestas por parte de la Secretaría a cargo de las arcas del Estado eran negativas. Se aducía insuficiencia presupuestaria. No obstante, los mandatarios estatales de oposición entendimos que si queríamos obtener recursos necesarios para la realización de proyectos, la prestación de servicios y el cumplimiento de las demandas ciudadanas al interior de nuestras demarcaciones políticas, los representantes políticos apostados en el Congreso podrían ser aliados estratégicos.
Efectivamente, obtuvimos más cabildeando en el seno de las comisiones legislativas, que lo que se pudo lograr en los diferentes acercamientos con los altos funcionarios de Palacio Nacional; el pluralismo político que había llegado a ambas Cámaras del Congreso de la Unión había abierto los senderos democráticos por los que correrían nuevas posibilidades para el fortalecimiento del federalismo en México.
Mediante el ejercicio de las facultades exclusivas de la Cámara de Diputados en materia presupuestal, en particular, y de la negociación parlamentaria, en general, los mandatarios estatales pudieron encontrar una arena propicia para elevar las demandas de sus representados y representadas.
Esto dio como resultado que en su momento se pudiera acceder a los excedentes petroleros, creando fondos especiales para Estados y municipios; asimismo, se abrió la posibilidad de reasignar participaciones y aportaciones de la Federación a los gobiernos locales.
En su mayor esplendor, la Conago, en concomitancia con el Poder Legislativo, elevaba propuestas a la Secretaría de Hacienda para la integración del Presupuesto de Egresos de la Federación, y ésta aceptaba las proposiciones hechas por las y los legisladores para poder sacar en tiempo y forma la aprobación del presupuesto anual.
Y aunque la organización y presión de la Conago representaron un triunfo para el fortalecimiento del ejercicio del gasto público, ello también contribuyó al surgimiento del “feuderalismo”, fenómeno que propició el aumento excesivo de la deuda pública en muchas entidades; el centralismo fiscal de los mandatarios hacia los alcaldes; la discrecionalidad en el ejercicio presupuestal estatal; la diversificación de hechos de corrupción y el abuso de poder. Todos, aspectos que al día de hoy mantienen a varios exgobernadores de aquella época bajo proceso o en prisión.
Hoy por hoy, no existe un gobierno dividido. El proyecto de la 4T vino a superar, por conducto de la incuestionable voluntad popular, ese estadio de la vida pública en nuestro país: el Ejecutivo y el Legislativo siguen un mismo programa de gobierno.
Evidentemente, estamos frente a un cambio de estrategia en la relación Federación-gobiernos locales. En este sentido, para la 4T el diálogo está por encima de la confrontación, y los acuerdos, por delante de la descalificación, lo que ayudará a evitar que las frustraciones de la oposición se lleven por canales poco institucionales y que los procesos electorales sean contaminados, en particular el del 2021.
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