Por Gabriel Guerra Castellanos
El inicio del último tramo de las campañas presidenciales en Estados Unidos está marcado por el primer debate entre los candidatos, y éste sucedió la noche del martes 29 de septiembre, queridos lectores que leen este texto la mañana siguiente. Y yo escribo estas líneas mientras lo veo, con el proverbial ojo al gato (del debate) y otro al garabato (de este artículo), así que tengo el privilegio de reseñarlo para ustedes al tiempo que intentaré explicarles por qué, en el fondo, los debates rara vez deciden quién será el ganador.
Empecemos por la reseña: imaginen ustedes un debate preparatoriano o una asamblea de condóminos en la que cada uno interrumpe al otro ininterrumpidamente, si es que eso es posible, para angustia e incomodidad del moderador del debate, Chris Wallace, uno de los mejores y más respetados periodistas de la televisión estadounidense, que más que conducir el debate parece ser Casco Azul de las fuerzas de paz de la ONU.
Más que fondo y sustancia, que suelen estar en el centro de estas discusiones, este debate se ha centrado en ataques personales en un espectáculo que parecería más apropiado para una pelea de box o de lucha libre: el rudo contra el técnico, o el bully contra el que trata de esquivarlo. En medio, como ya apunté, el moderador en la incómoda e imposible misión de contener la incesante metralla verbal del presidente de Estados Unidos.
La estrategia de Trump parece haber tomado por sorpresa a Biden, quien tal vez esperaba menos interrupciones y que poco a poco ha ido perdiendo el enfoque y la concentración. En la era de la noticia instantánea y los clips y memes de las redes, el enfoque de Trump –aunque detestable para muchos– resulta claramente más eficaz: intimida al moderador, no deja a Biden terminar una frase sin meterle el pie y sacarlo de balance. Biden responde con ironía y/o risas que no acaban de cuajar y que sirven de poco en este formato. Lo están vapuleando y el público no entiende de qué se ríe.
Con todo y lo increíble de su bronceado, Trump luce mejor que el extremadamente pálido Biden, cuya selección de traje y corbata sólo resalta lo grisáceo de su rostro y le dejan la mesa puesta a su contrincante para la segunda parte de la noche: el posdebate, en el que analistas y portavoces de ambas campañas se dedicarán a resaltar los aciertos de su candidato y los tropiezos del contrincante. Y curiosamente, por tratarse de dos candidatos que ya no son precisamente polluelos (Trump tiene 74, Biden 77 años), parte del posdebate tratará acerca de quién se ve más sano y más fuerte o todo lo contrario.
Pero los debates ya no pueden inclinar dramáticamente la balanza electoral, tienen más bien dos objetivos: motivar y entusiasmar a sus respectivas bases y militancias por un lado y tratar de convencer al pequeño segmento de indecisos, a estas alturas poco más del 10% del electorado. La probabilidad de lograr que partidarios convencidos de uno u otro candidato cambien su intención de voto es muy pequeña en una contienda tan polarizada como ésta, y más si añadimos el hecho de que ya está en marcha la votación previa (por correo y a distancia) y que en esta ocasión los votos anticipados pueden casi doblar los de 2016, que fueron casi 25 millones. Esos que ya están votando difícilmente se verán persuadidos por un debate con tan poco fondo y contenido como éste.
Independientemente del saldo final de anoche, que nos darán bien pronto las casas encuestadoras, el lamentable espectáculo otorgado por ambos candidatos y malamente controlado por el moderador, nos dice mucho acerca del lamentable estado de la discusión política en la que todavía se considera a sí misma la democracia más poderosa del mundo.
Veremos cuánto les dura.
Twitter: @gabrielguerrac