Opinión

La hora del cambio institucional en Chile

Por Jorge Javier Romero Vadillo

El plebiscito del domingo 25 de octubre, en el que la ciudadanía chilena votó por echar abajo la Constitución dictada por los militares en 1980 y abrir un nuevo proceso constituyente, puede convertirse en un hito del cambio institucional en América Latina. Si las cosas marchan bien, la nueva Constitución chilena puede tener características únicas en la región, producto de la peculiar situación política que ha provocado la oportunidad de cambio.

Chile tiene singularidades que históricamente lo diferencian del resto de Latinoamérica. Mientras la mayoría de los países con los que compartimos origen y trayectoria institucional batallaron durante buena parte del siglo XIX por construir un Estado realmente digno de ese nombre, en aquel extremo del cono sur se desplegó tempranamente una organización con ventaja competitiva en la violencia con capacidad de controlar todo el territorio, con fuerza militar incluso para imponerse sobre sus vecinos, Perú y Bolivia, a los que derrotó y arrebató una buena cantidad de territorio en la malhadada Guerra del Pacífico entre 1879 y 1984.

Aquel Estado de matriz pretoriana dio paso muy pronto al primer régimen electoral auténticamente pluripartidista que se consolidó en Sudamérica, a partir de la década de 1890. Desde luego no era una democracia con voto universal, pero a diferencia del resto de los países de nuestra familia histórica, la pluralidad comenzó a arraigarse y sentó las bases para la transición gradual de una república oligárquica a una democrática. Mientras la inestabilidad política siguió siendo la característica dominante entre los países latinoamericanos, Chile logró una relativa estabilidad apenas interrumpida hasta el golpe militar de 1973, que ahogó en sangre al primer experimento de instauración del socialismo a través del voto en el mundo.

El golpe sanguinario de Augusto Pinochet frustró la expresión radical de la democracia chilena construida desde finales del siglo XIX y que ya antes, al final de la década de 1930, había vivido una experiencia de Frente Popular impulsado por la izquierda. El experimento encabezado por Salvador Allende, que sucumbió con el intervencionismo abierto del Gobierno de Richard Nixon, empeñado en la contención de la supuesta subversión comunista en la región, fue a su vez producto de la maduración en Chile de un sistema de partidos plural en el que las fuerzas de izquierda pudieron desarrollarse y arraigar en amplios sectores de la población. El golpe intentó truncar esa historia de pluralidad, pero esta ya se había institucionalizado en la cultura chilena y a pesar de lo brutal de la dictadura, empeñada en el exterminio de toda disidencia, la tradición partidista de la sociedad chilena logró sobrevivir y, desde dentro, se fue abriendo paso hasta derrotar a la dictadura con el arma del voto.

En su intento de instauración antidemocrática, el régimen militar dictó una Constitución que pretendía construir un marco institucional que garantizara el funcionamiento en el largo plazo del experimento social puesto en marcha para probar en la realidad las recetas de los economistas encabezados por Milton Friedman, que imaginaron una distopía en la que el libre mercado regulaba todos los proceso sociales, apoyado en un Estado convertido en mero garante de los derechos de propiedad, los contratos y la seguridad. Ningún piso básico de derechos sociales podía limitar el despliegue de la mano invisible. Nada de Estado de bienestar garantizado con impuestos: las leyes implacables de la oferta y la demanda y la racionalidad maximizadora del homo economicus regirían todo el entramado de relaciones de la sociedad, ya fuera el sistema de pensiones, la salud o la educación.

De acuerdo con aquella Constitución, el Estado sería un auténtico guardián de la libertad de mercado, a costa de cualquier solidaridad social basada en la exacción fiscal. El experimento prosperó, una vez que cualquier resistencia popular, cualquier demanda laboral, había sido reprimida y casi aniquilada. En los años en los que el proyecto neoliberal medró por el mundo, el experimento chileno fue visto cómo ejemplar, a pesar de estar cimentado en las muertes y desapariciones de miles de luchadores sociales y construido con la represión de cualquier demanda popular. Para afianzar el proyecto, la Constitución impuesta, aunque supuestamente ratificada en un referéndum controlado, colocaba a los militares como fuerza tutelar de todo el proyecto.

En 1988, el referéndum que permitiría la continuidad del dictador pudo ser ganado por la oposición, gracias a la pertinacia de los partidos chilenos que habían logrado sobrevivir en los intersticios del régimen represivo, pues contaban con un fuerte arraigo social que no pudo ser extirpado ni por aquel totalitarismo despiadado. A partir de entonces, los sucesivos gobiernos formados por una coalición amplia de socialistas y demócrata cristianos, se enfrentaron a la rigidez de la Constitución. Si bien la economía crecía y Chile se había logrado insertar en la economía globalizada no solo con sus exportaciones tradicionales de minerales y materias primas, sino como agroexportador eficiente, el primer impulso de reducción de la pobreza pronto dio paso a una creciente falta de movilidad social y a una exacerbada concentración del ingreso. El regreso de la derecha al poder, producto de la alternancia democrática, no hizo otra cosa que agravar el descontento.

Las protestas sociales se sucedieron, encabezadas sobre todo por los estudiantes que sufrían la inequidad de un sistema educativo esencialmente privado, con brechas enormes de calidad. La Constitución dictada, a pesar de su rigidez, logró ser parchada, pero no lo suficiente como para abrir paso a un amplio proceso de reforma social. Finalmente, el año pasado, la revuelta popular se generalizó con el pretexto de un aumento en el precio del metro. El Gobierno de derecha resultó rebasado y no tuvo otro remedio que poner a consulta la reforma constitucional.

Chile está ante una enorme oportunidad. Por primera vez en Latinoamérica puede surgir una Constitución producto de un amplio consenso social democrático. No será una constitución como la Bolivariana, de Venezuela, surgida de la hegemonía de un líder carismático, o como la de Ecuador o la de Bolivia, impulsadas desde un solo polo de la sociedad. La pluralidad política de Chile puede generar una Constitución negociada entre toda la pluralidad política, algo parecido a lo ocurrido en España en 1978.

El hecho de que se trate de una Constitución de amplio consenso llevará a que todas las fuerzas que se expresen en el constituyente tengan que ceder y ello puede evitar un texto maximalista, en el que se enlisten derechos que el Estado no tenga capacidad de satisfacer y la acaben convirtiendo en papel mojado, como ha ocurrido reiteradamente en América Latina con las Constituciones programáticas desde la mexicana de 1917. La necesidad de pactos puede producir un documento equilibrado, que siente las bases para la creación de un Estado social con posibilidades de concretarse en la realidad.

También se abre la posibilidad de que Chile sea el primer país de América Latina que supere el malhadado presidencialismo, copiado de los Estados Unidos, y que tantos males ha causado a nuestros arreglos políticos. Chile ya vivió una experiencia parlamentaria temprana, que no se consolidó, pero ahora cuenta con muchos mejores elementos para construir un régimen que genere incentivos para gobernar a partir de coaliciones políticas estables, con una buena colaboración democrática entre poderes. Un parlamentarismo moderno que sería la culminación de la temprana evolución política de aquel país.

Finalmente, 47 años después de la instauración dictatorial, Chile ha desechado la herencia de Pinochet y se dispone a enfrentar un futuro promisorio, sin maximalismos ni líderes providenciales.