Opinión

Una feminista del siglo XII

"Desde la eternidad fui fundada, desde el principio, antes que la tierra. Cuando no existían los abismos fui engendrada". Hildegard Von Bingen

En el siglo XII la gente solía estar en sí misma, los seres humanos no nos habíamos escapado aún de nuestro mundo interior. Hoy, en una sociedad ávida de reconocimiento, la existencia cobra sentido a partir del aparecer, de la admiración que podemos generar en los demás. Es una forma de retribuir algo a nuestro perenne vacío. Buscamos afuera la compensación a la ausencia profunda que nos aflige. En un mundo en el que dominan las redes sociales, nuestros seguidores y likes funcionan como el único espejo en el que podemos reflejar lo que creemos ser. Nos forjamos una identidad a través de la aceptación de una masa anónima que oprime una tecla sin más compromiso que calificar y descalificar.

Ávidos de una imagen de lo que quisiéramos ser, conferimos al entorno todo nuestro valor. La aparente libertad de la que nos creemos poseedores, el bienestar que ostentamos, son nuestras banderas hoy. Esas mismas banderas se han vuelto las de la lucha social, ¿somos tan diferentes que no nos podemos reconciliar?, ¿es necesario agruparnos por las apariencias en razas, preferencias o géneros para ser aceptados por los otros?, ¿ser mujer es un estigma que habrá que cargar eternamente?

La era contemporánea ha condicionado la existencia para ocupar un sitio siempre afuera olvidando lo más importante, una vida plena. En estas condiciones se vuelve complicado imaginarnos habitantes de otras épocas en las que hombres y mujeres desarrollaban roles sociales como un compromiso de vida al que se entregaban sin oponer resistencia. Sin importar su género, vivían para el desarrollo de una sociedad que se construía todos los días: la vida política para la elaboración de estrategias, el matrimonio para tejer alianzas, dios para afirmar la fe, ¿sería posible pensar que los hombres y mujeres del siglo XII adecuaban su existencia a un bien común congruente con sus anhelos?

Con una frágil condición física en contraste con una inteligencia fuera de lo normal, escritora, científica, teóloga, naturalista, compositora, mística y visionaria, Hildegard von Bingen (1098-1179) fue ofrecida a los nueve años por sus padres para la vida religiosa. Sin objetarlo, esta mujer, considerada santa de la iglesia alemana, construyó una de las fortalezas más ambiciosas para la contemplación. Su enorme y variado legado muestra el poder de una mente sagaz que se sobrepuso a cualquier impedimento o circunstancia para expresar la fuerza de su intimidad.

Monja por opción, libre a pesar de confinarse en una celda, su inteligencia traspasó los gruesos muros de su encierro y exploró en el conocimiento sin límites. Logró recorrer la Europa medieval compartiendo sus Scivia (visiones) a través de cantos y escritos con hombres y mujeres ilustres como Bernardo de Claraval, fundador de la orden de los Cister. Ella misma erigió y fue abadesa de Rupertsberg, una de las abadías más poderosas de Alemania en la Baja Edad Media. Sus 81 años de vida entregados a la fe, le confirieron la admiración de quienes veían en ella a un ser elevado más allá de su género. Hildegard Von Bingen era un ser excepcional que supo sobreponerse a las calamidades y a las contrariedades de su tiempo para sembrar una semilla que contribuyó a consolidar una religiosidad en expansión.

El periodo medieval suele ser considerado como un intermedio en el proceso de evolución del mundo. Entre el Imperio Romano y el Renacimiento, es calificado como oscuro, frío, desolado y pobre. No merece más que unos cuantos capítulos en los anales ilustrados de la Historia. El fin de la gloria romana que se ve azotada por los bárbaros, una serie de tribus incivilizadas y destructoras, casi bestias que se adueñaron del continente y depredaron todo a su paso. Las guerras intestinas y pandemias, combinadas con la vocación por la vida religiosa, son consideradas la ruina de Europa y su esplendor.

Pero si lo analizamos detenidamente, pocas veces en la historia el ser humano ha vivido un periodo de mayor luz que la era de la oscuridad. Cada hombre y mujer medieval pudo sentir, pensar y ejercer el poder de su fuero interno y horadar en terrenos inéditos que terminaron por ser el fundamento de la gran cultura que hoy admiramos.

El resultado se puede ver en los inigualables espacios de reclusión: monasterios, conventos, abadías, catedrales, iglesias, capillas, ermitas que se elevaban como un canto a dios. Verdaderos monumentos del saber en los que se crearon libros fantásticos. Narraciones de hazañas encarnadas por héroes, metáfora de la lucha del inconsciente, convertidos en batallas de dragones, hadas, hechiceros, los mismo que Salterios, Libros de Horas, Diarios de la vida conventual, pero también de ciencia, medicina, filosofía. En suma, el contenido de las grandes bibliotecas que fundamentaron la cultura de Europa y del mundo.

La belleza sublime en el trabajo de orfebrería, de la talla de madera, de los emplomados, de la joyería que hoy llenan los museos. El amor cortés, una educación impartida por mujeres precursoras del feminismo que transmitieron a los varones el respeto y reconocimiento a las mujeres y a los hombres. La dedicación al bordado y a las artes (erróneamente consideradas menores por estar a cargo de las mujeres), que son un deleite para los sentidos. La propagación de la fe a través del conocimiento dentro de universidades aún vigentes. En fin, la observación de la naturaleza, del cosmos y del alma que terminarían por fundar el tan popular periodo renacentista.

Cuando escuchamos Vision, parte del compendio musical que dejó Hildegard Von Bingen, redescubierto apenas a finales del XX, tenemos una prueba más del esplendor que significó la Edad Media. Los sonidos que lo mismo podríamos considerar monodias que mandalas, son voces que se propagan como rayos poderosos plasmados en los emplomados de colores vibrantes de una iglesia gótica. Geometrías que son fugas musicales sutiles que anteceden a la polifonía y que describen una mente brillante. También son la evocación de la pérdida del paraíso, la eterna caída de todos nosotros. En cada frase, en las ondulaciones infinitas de la voz, se cuela el tiempo de lo femenino, la intimidad frágil pero grandiosa de una mujer que supo nombrar el silencio y lo llenó de fe.

Escuchar su obra significa sumergirnos en nuestro interior y es la oportunidad religarnos con lo sagrado. Es también la manifestación del alma que escapa escurridiza, que se desborda, que deambula, que es libre y nunca será atrapada. Es la visión de una mujer que no se dejó gobernar por nadie, que experimentó el gozó, amó al mundo de los hombres y de las mujeres por igual y no se frustró por lo que no podía lograr y así lo logró todo.

Hoy que erróneamente creemos haberlo conquistado todo y hemos obtenido la ansiada libertad y el reconocimiento de los otros, tendríamos que recordar que el único acto posible de libertad es el instante. Los instantes acumulados por aquella monja alemana, fueron usados para crear. Las plantas, la música, las ideas, la fe, el espacio y el tiempo fueron sus instrumentos y con ellos desbordó sus límites en un infinito femenino, para todos.

Por Susan Crowley