Ser activista por los animales y feminista, en un país como México, me ha dejado claro que el primer camino de la opresión son las palabras. Son el medio por el cual las personas y la sociedad en general se convencen a sí mismas de que actos moralmente cuestionables deben ser aceptados o pasados por alto. Es la manera en que se trivializa la crueldad.
Un hombre, que a todas luces es un adulto en sus treintas, apareció en la portada de un artículo aludido como alguien que obligaba a “su pareja” a “sostener relaciones sexuales con extraños”. ¿La “pareja” en cuestión? Una adolescente de 15 años.
Esto deja establecido que en nuestra sociedad es normal que un hombre adulto tenga una novia menor de edad y que utilizarla como mercancía no es violación ni trata de menores, sino una “relación sexual”. En redes se suscitó una de esas infructíferas discusiones en las que algunos tuvieron el atrevimiento de comentar que “para el amor no hay edad”.
Hay algo claramente mal en una sociedad que normaliza a adultos que ven como compañía sexual a personas en su niñez o adolescencia. Me estremece no llevar la cuenta de las veces que he escuchado la frase “a los 14 ya alcanzan el timbre” y esta fue recibida con risas.
Porque sí, el lenguaje importa. Es con él que creamos la narrativa de nuestra realidad y decidimos que manifestantes inconformes con los feminicidios son “locas y revoltosas”. O generamos las falsas posibilidades de que alguien que sufrió una agresión sexual “se lo haya buscado” por las prendas que llevaba puestas. El lenguaje es la manera en que revictimizamos a las víctimas.
Para uno de los grupos más oprimidos por la humanidad, los animales, también hemos creado una narrativa que justifica la violencia contra ellos y hacia otros seres humanos.
En Inglaterra le llaman “cow” -vaca- a una mujer insoportable. Es el equivalente a “bitch” -perra- en Estados Unidos. A los policías corruptos se les llama “cerdos” o “puercos”; también usamos esas palabras para humillar a las personas con cuerpos grandes, gente con poca higiene u hombres sexualmente agresivos. Matar a alguien como un “perro” significa darle una muerte indigna.
Establecemos que ser un animal es lo peor que una persona humana podría ser. Hace más de dos décadas comencé a rescatar canes. En ellos solo encontré nobleza y agradecimiento. La agresividad era su último recurso para lidiar con el entorno que los humanos habían creado. Misma agresividad que desaparecía cuando se topaban con cariño y compasión.
Hace 11 años comencé a convivir con animales usados como alimento. Los cerdos no huelen mal, son animales muy limpios, inteligentes y cariñosos. Son quienes los crían, hacinan y explotan los que crean el ambiente de suciedad. Las vacas son pacíficas y curiosas. ¿Por qué les atribuimos características negativas que sólo podrían venir de nuestra especie?
Los reducimos a trozos: patas, pescuezos, pechugas, alitas, pancita, tripa, buche… usamos nombres ridículos como “nana” para convertir en comida el útero de vacas y cerdas; o “criadillas” para los testículos de gallos, toros, corderos y terneros. Le llamamos “sacrificio” a su asesinato como si ellos ofrecieran su vida gustosos.
Incluso en situaciones más benignas pintamos una raya muy clara entre nosotros y los animales, como decir que somos “dueños de una mascota”. Esto deja a los animales no humanos en una posición en la que sólo son objetos sin más protección que la quien los posee quiera darles.
Nuestro lenguaje importa. Sobre todo porque a través de él creamos distinciones que generan discriminación y abuso. A través de las palabras nos convencemos de que algunos somos mejores que otros. Y aunque no las veamos hacerlo en el momento, con el tiempo, nuestras palabras matan.
Por Blanka Alfaro