En México llevamos años inmersos en una espiral de violencia e impunidad verdaderamente intolerable. Debemos reaccionar y de una vez por todas exigir, demandar a las autoridades competentes un mayor compromiso con la garantía efectiva de derechos tan básicos como la vida, la integridad física y el patrimonio.
Las voces de protesta que hemos atestiguado por parte de miles y miles de mujeres en los meses recientes no solamente deben ser escuchadas y atendidas para hacer frente a la plaga de feminicidios, acoso sexual, acoso laboral y acoso callejero que sufren todos los días. También esas protestas deben abrirnos los ojos hacia el sufrimiento de otras personas y grupos sociales que están padeciendo con mucha intensidad el dolor por la violación de sus más elementales derechos humanos.
Me refiero en concreto a las personas migrantes y a las familias de personas desaparecidas. Ya desde el 2011 un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos señalaba que los migrantes y sus familias son víctimas constantes de desapariciones forzadas, asesinatos, explotación sexual, secuestros y discriminación. Muchas veces esos actos atroces son perpetrados directamente por funcionarios públicos, quienes a su vez entregan a los migrantes a las bandas de la delincuencia organizada. Existen testimonios de migrantes que, estando secuestradas, presenciaron el asesinato de decenas de migrantes y lograron contar esas atrocidades. Nadie parece haber escuchado esas voces de alarma. Ninguna autoridad se sintió aludida, pese a la difusión de tragedias como la de los 72 migrantes asesinados en San Fernando, Tamaulipas, y muchas otras.
No menos grave es la situación de familiares de personas desaparecidas. Sabemos, con base en información oficial, que en México existen unas 60 mil personas desaparecidas. Sus familiares llevan demasiado tiempo exigiendo justicia y sufriendo de la negligencia gubernamental.
Lo peor de todo es que México podría haber evitado las tragedias del feminicidio, de la violación de derechos humanos de los migrantes y del desamparo de las familias de desaparecidos.
Lo podría haber hecho si hubiera atendido, por ejemplo, los mandatos de las sentencias Rosendo Radilla Pacheco contra México, y González y otras contra México, que hace más de una década dictó la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En ellas se le exigía al Estado hacer cosas tan básicas como crear un registro de muestras de ADN para identificar correctamente los restos humanos encontrados en fosas comunes. Eso hubiera ahorrado años y años de sufrimiento de las familias que sufren por no saber si sus seres queridos siguen o no con vida.
Lo mismo sucedió con el tema de los feminicidios. Cuando la Corte Interamericana conoció de los casos de mujeres muertas y desaparecidas en Ciudad Juárez, obligó al Estado a tomar medidas para su protección, tan obvias como mejorar el transporte público, poner buena iluminación en las calles, capacitar en derechos de las mujeres a los policías, ministerios públicos y jueces, entre muchas otras.
Han pasado más de 10 años de las sentencias de los casos Radilla Pacheco y Campo Algodonero. No solamente no las hemos podido cumplir, sino que estamos peor que nunca. Seguimos inmersos en una realidad decepcionante y las respuestas institucionales brillan por su ausencia. Lo poco que se ha hecho no ha funcionado, siendo realistas.
Es por eso que toda protesta está justificada. No podemos ni debemos callar ante una epidemia de asesinatos que se extiende por el país y que debería mantener a las autoridades sin poder dormir.
Y en esto la responsabilidad, dicho sea de paso, no solamente es del Gobierno Federal. Los gobiernos estatales y municipales también han sido negligentes. La respuesta debe venir de todos los niveles de autoridad. Y la tarea de la ciudadanía es movilizarse para recordárselos todos los días.
*Investigador del IIJ-UNAM