Humberto Musacchio
El Instituto Nacional Electoral, antes IFE, es un aparato paquidérmico, derrochador y con múltiples ineficiencias y duplicidades pese a su enorme presupuesto y los ingresos faraónicos de sus ejecutivos. Ni hablar. Le falta mucho para que su funcionamiento resulte satisfactorio, aceptable para todos los actores políticos y, muy especialmente, para los ciudadanos que lo pagamos con nuestros impuestos.
Todo eso es constatable, pero no hay que olvidar que el IFE, hoy INE, es resultado de una larguísima batalla para arrebatarle al PRI el monopolio comicial. En 1994, poco antes de su muerte, José Francisco Ruiz Massieu se reunió con algunos periodistas. Uno de éstos comentó que el Partido Comunista había obtenido un millón de votos en las elecciones presidenciales de 1976, cuando el candidato de la hoz y el martillo fue Valentín Campa.
La respuesta de Ruiz Massieu fue contundente: “¡No, no, no, nadie sabe cuántos votos tuvo cada candidato! Es más, ni siquiera sabemos cuántos ciudadanos votaron realmente. Todo lo arreglábamos nosotros”. Por supuesto, ese nosotros eran los priístas, quienes decidían por todos quiénes eran los ganadores.
Ese control absoluto se mantuvo después de la reforma de Reyes Heroles, cuando se concedió registro a varios partidos que de esta manera pudieron tomar parte en las elecciones a partir de 1979. Sin embargo, eso no significó el advenimiento de la democracia, pues todo el aparato electoral se mantuvo en manos del gobierno y el PRI, lo que en la práctica condenó a la nueva oposición a la marginalidad.
Fue hasta el primero de enero de 1994 cuando las cosas cambiaron. El salinismo se solazaba en sus éxitos y celebraba la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá. Pero estalló la rebelión zapatista en Chiapas, luego asesinaron a Luis Donaldo Colosio, candidato presidencial del PRI, y el gobierno tuvo que aceptar la “ciudadanización” de los órganos electorales, idea que impulsó con toda decisión Jorge Carpizo, en ese tiempo secretario de Gobernación.
Aquellas autoridades ciudadanas duraron unos cuantos meses, pues los partidos optaron por despedirlas para acomodar a su gente mediante un reparto donde los priístas siempre se despacharon con la cuchara grande. Pese a todo se avanzó, pues la vieja Comisión Federal Electoral se convirtió en el IFE y con sus asegunes, pero aquello fue abriendo paso a los triunfos de la oposición.
El IFE se encargó de organizar las elecciones federales cada tres años en forma más o menos aceptable o deficiente, según se vea. Eso significaba que entre unos y otros comicios, el Instituto era una gigantesca y totalmente prescindible oficina burocrática. Tan prescindible, que, en algunos países, organismos semejantes entran en receso al término de una elección y quedan en él apenas una docena de personas. Aquí no. Muchos miles de funcionarios y empleados continuaron en sus escritorios inventándose ocupaciones, haciendo como que trabajaban, pues había que justificar la existencia del albo paquidermo (y seguir cobrando).
Hoy el INE tiene nuevas y crecidas responsabilidades, pues debe atender algunas elecciones estatales. Por un pasado poco edificante y lesivo al actual grupo en el poder, el Instituto y sus dirigentes no le resultan gratos al gobierno federal que al parecer se propone sustituirlo o, por lo menos, cambiar a los integrantes del consejo. Hay suficientes indicios de que se cocina en la penumbra del poder –el que puede, diría Reyes Heroles– la enésima reforma electoral de las últimas décadas, pues todo ha de acomodarse al proyecto político de la llamada Cuarta Transformación.
Por supuesto, hay muchas cosas que ajustar, modificar o eliminar del actual Instituto Federal Electoral, pero sería irresponsable cambiarlo todo, pues en un cuarto de siglo ha acumulado una experiencia invaluable. Lo procedente, en todo caso, sería subsanar deficiencias, prevenir errores y reducir el gasto para lograr un funcionamiento adecuado y una cabal imparcialidad del árbitro electoral.
Estamos en los inicios de un nuevo régimen, es cierto, pero tirar todo al caño resultará altamente costoso. Nuestras instituciones son producto de la historia y del esfuerzo de los mexicanos. Conviene no olvidarlo.
El Instituto Nacional Electoral, antes IFE, es un aparato paquidérmico, derrochador y con múltiples ineficiencias y duplicidades pese a su enorme presupuesto y los ingresos faraónicos de sus ejecutivos. Ni hablar. Le falta mucho para que su funcionamiento resulte satisfactorio, aceptable para todos los actores políticos y, muy especialmente, para los ciudadanos que lo pagamos con nuestros impuestos.
Todo eso es constatable, pero no hay que olvidar que el IFE, hoy INE, es resultado de una larguísima batalla para arrebatarle al PRI el monopolio comicial. En 1994, poco antes de su muerte, José Francisco Ruiz Massieu se reunió con algunos periodistas. Uno de éstos comentó que el Partido Comunista había obtenido un millón de votos en las elecciones presidenciales de 1976, cuando el candidato de la hoz y el martillo fue Valentín Campa.
La respuesta de Ruiz Massieu fue contundente: “¡No, no, no, nadie sabe cuántos votos tuvo cada candidato! Es más, ni siquiera sabemos cuántos ciudadanos votaron realmente. Todo lo arreglábamos nosotros”. Por supuesto, ese nosotros eran los priístas, quienes decidían por todos quiénes eran los ganadores.
Ese control absoluto se mantuvo después de la reforma de Reyes Heroles, cuando se concedió registro a varios partidos que de esta manera pudieron tomar parte en las elecciones a partir de 1979. Sin embargo, eso no significó el advenimiento de la democracia, pues todo el aparato electoral se mantuvo en manos del gobierno y el PRI, lo que en la práctica condenó a la nueva oposición a la marginalidad.
Fue hasta el primero de enero de 1994 cuando las cosas cambiaron. El salinismo se solazaba en sus éxitos y celebraba la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá. Pero estalló la rebelión zapatista en Chiapas, luego asesinaron a Luis Donaldo Colosio, candidato presidencial del PRI, y el gobierno tuvo que aceptar la “ciudadanización” de los órganos electorales, idea que impulsó con toda decisión Jorge Carpizo, en ese tiempo secretario de Gobernación.
Aquellas autoridades ciudadanas duraron unos cuantos meses, pues los partidos optaron por despedirlas para acomodar a su gente mediante un reparto donde los priístas siempre se despacharon con la cuchara grande. Pese a todo se avanzó, pues la vieja Comisión Federal Electoral se convirtió en el IFE y con sus asegunes, pero aquello fue abriendo paso a los triunfos de la oposición.
El IFE se encargó de organizar las elecciones federales cada tres años en forma más o menos aceptable o deficiente, según se vea. Eso significaba que entre unos y otros comicios, el Instituto era una gigantesca y totalmente prescindible oficina burocrática. Tan prescindible, que, en algunos países, organismos semejantes entran en receso al término de una elección y quedan en él apenas una docena de personas. Aquí no. Muchos miles de funcionarios y empleados continuaron en sus escritorios inventándose ocupaciones, haciendo como que trabajaban, pues había que justificar la existencia del albo paquidermo (y seguir cobrando).
Hoy el INE tiene nuevas y crecidas responsabilidades, pues debe atender algunas elecciones estatales. Por un pasado poco edificante y lesivo al actual grupo en el poder, el Instituto y sus dirigentes no le resultan gratos al gobierno federal que al parecer se propone sustituirlo o, por lo menos, cambiar a los integrantes del consejo. Hay suficientes indicios de que se cocina en la penumbra del poder –el que puede, diría Reyes Heroles– la enésima reforma electoral de las últimas décadas, pues todo ha de acomodarse al proyecto político de la llamada Cuarta Transformación.
Por supuesto, hay muchas cosas que ajustar, modificar o eliminar del actual Instituto Federal Electoral, pero sería irresponsable cambiarlo todo, pues en un cuarto de siglo ha acumulado una experiencia invaluable. Lo procedente, en todo caso, sería subsanar deficiencias, prevenir errores y reducir el gasto para lograr un funcionamiento adecuado y una cabal imparcialidad del árbitro electoral.
Estamos en los inicios de un nuevo régimen, es cierto, pero tirar todo al caño resultará altamente costoso. Nuestras instituciones son producto de la historia y del esfuerzo de los mexicanos. Conviene no olvidarlo.