María Teresa Jardí
Es diáfano que México fue el país elegido para convertirse en laboratorio del imperio yanqui o de los consorcios globales que se perfilaban como los amos del planeta, teniendo como cabeza visible al de turno que en el país vecino gobierna. Echeverría y López Portillo jugaron el papel que se les indicó y se les permitió robar, a cambio de corromper, en el caso de López Portillo a la policía, que, sin ser científica, no llenaba las cárceles de los que nada debían. Y el mandato fue escalando a lo de llenar de pobres los penales porque se necesitaban para impulsar la conversión de los injustamente encerrados, para ser usados al salir, comandados por policías, en vendedores de drogas al menudeo iniciando con Salinas y profundizando con Zedillo la conversión de México en un país de adictos. Laboratorio que desde la sacada del Ejército a la calle por Felipe Calderón se perfilaba para ser punta de lanza del regreso de las dictaduras del siglo XXI en América Latina. Lo escribí en el pasado cuando se fue aclarando la cosa y hoy lo repito.
Y con el relevo neoliberal con Fox como cabeza del cambio, que no fue, se inició la barbarie que hoy obliga a las jóvenes a salir a la calle a gritar que no las maten y a parar el país en demostración que las mujeres son la base de la funcionalidad de las familias y de los trabajos y que son las jóvenes las que exigiendo no ser asesinadas, exigen también el fin de la limpia de los periodistas y de indígenas y de hombres pobres que también se comete aquí con una barbarie que espanta hasta al demonio, si existe.
El coronavirus vino a cambiar las cosas y probablemente sea el principio del fin del capitalismo y no porque los muertos por ese mal sean significativos. El virus lo que ha destapado, a manera de que nadie nunca más pueda cerrar los ojos, es a los muertos del capitalismo y esos son los que se levantan diciendo, con las mujeres y los pueblos originarios, no a la colonización.
Con datos de la OMS, mueren 310,000 personas cada día por hambre. Lo que es igual a decir que fallecen por falta de comida 12,900 personas cada hora. Y que se dan 214 muertos por falta de alimentos cada minuto de cada día. Y esto es lo que tendría que ser alarmante. El virus había matado en 20 días, lo que cada 30 segundos mata la inequidad del capitalismo, según se informa en la nota informativa de la que tomo las cifras, la que añade que el tema es que el hambre mata a los pobres y el virus también puede matar a los ricos.
Pero en el entendido de que México fue convertido en el laboratorio para imponer las reglas de juego decididas por el depredador país vecino y, sin dar un voto de confianza a los anteriores, no deja de ser alarmante en lo que se han convertido, al menos desde López Portillo, claramente todos los titulares del Poder Ejecutivo. Es posible que los mexicanos que han ido llegando se hayan encontrado sin posibilidad de salirse del libreto asignado de manera clara desde Echeverría, luego de la masacre del 2 de octubre del 68 porque de alguna manera les dan algo que les mata neuronas.
Sólo así se entiende la inclusión y el poder otorgado al conservador, ese sí, al fascista Alfonso Romo, asesor que fue de Pinochet, convertido en el poder tras el trono, de quien probablemente será el primero y el último Presidente votado por millones de ciudadanos, sin entender que lo imperdonable no tiene perdón y que serán condenados severamente los de la 4T que han validado las falsas consultas sobre el mal llamado Tren Maya y no están escuchando el no al proyecto depredador que significan los polos de desarrollo aunque los llamen de otra manera. Los que se empeñan en seguir encarcelando indígenas que se oponen a la entrega de los territorios a las depredadoras empresas mineras o a la entrega del agua en Mexicali a las cerveceras. Sí, de alguna forma de envenenamiento asesino de neuronas habla la cosa.