Iván de la Nuez
Ha muerto, en Moscú, Eduard Limónov. Había nacido en Járkov, Ucrania, 1943, en una Unión Soviética bajo el mandato de Stalin. Aunque tenía 77 años, Limónov protagonizó tantas vidas que su biografía no puede medirse desde el orden cronológico que nos aplicamos los seres normales. Fue escritor, disidente, anti-disidente, activista, delincuente, guerrillero y presidiario. En sus andanzas se cruzaron Nueva York y París, Moscú y los Balcanes, los salones literarios y la cárcel. Se enfrentó al comunismo desde la contracultura y, al mismo tiempo, evidenció la paradoja de que el derrumbe del comunismo también se llevó por delante esa contracultura que lo erosionaba.
Como no podía ser de otra manera en un hombre hecho a sí mismo a martillazos, Limónov fue un nombre adoptado para plantarse en el mundo “a su manera”, bien ácida. Desde una infancia y adolescencia en la que ya demostró sus dotes como poeta y malhechor, Limónov muy pronto se hizo adicto a los extremos, fluctuando entre unas cuantas y contradictorias militancias, con esas vidas varias marcadas por la Segunda Guerra Mundial, el estalinismo, la guerra fría, el exilio, la caída del Muro de Berlín, la guerra de los Balcanes, la terapia de choque del poscomunismo, la cárcel y la oposición más reciente a la Rusia de los oligarcas. Bajo todas estas circunstancias, siempre actuó en primera línea, en ninguna se admitió como una víctima.
En el Moscú soviético se enroló en el underground. En Nueva York zigzagueó entre la extrema pobreza y sus encuentros homosexuales con negros, entre su labor como mayordomo de un millonario o la pérdida de Elena, su gran amor de esos tiempos. Todo ello mezclado con un afán de trascendencia y una autoimpuesta obligación de no morir en el olvido. De este cóctel Molotov dan cuenta sus libros de entonces: “Nosotros somos el héroe nacional”, “Historia de un servidor” o “El poeta ruso prefiere los negros grandes”.
Ignorado en Estados Unidos, donde triunfaban -para acentuar su rabia- estrellas rusas o ex soviéticas de la talla de Nabokov, Brodsky, Nureyev o Baryshnikov, Limónov finalmente consiguió el éxito en Francia, así que, sin pensarlo dos veces, se instaló en París. Allí se convirtió, por fin, en un personaje notorio. Y allí le dio forma a su idea de mezclar comunismo, fascismo y nacionalismo (nada de esto con moderación) o fraguó su implicación con Arkan y sus tigres en el conflicto de los Balcanes, donde llegó a combatir del lado serbio. (Su foto disparando un fusil acompañado de Radovan Karadzic en Sarajevo le dio la vuelta al mundo y no precisamente para bien). Todavía le quedó tiempo para sufrir por el suicidio de sus parejas, renovarlas siempre por muchachas más jóvenes o regresar a Rusia para involucrarse en la oposición a Putin desde el Partido Nacional Bolchevique, con el que llegó a aliarse con los liberales del ajedrecista Garri Kaspárov.
Cuando, a partir de 1989 comenzó el desplome del comunismo, muchos disidentes o críticos del sistema soviético se sintieron eufóricos. No fue el caso de Limónov, quien sintió que su singularidad también se venía abajo. Para los países del Este había llegado la hora del capitalismo, el Mercado o la democracia. Para él, en cambio, comenzaba el tiempo de lo que siempre había considerado la más terrible de todas las plagas: la normalidad. Ya no sería jamás un escritor disidente y maldito en Nueva York o París. Ahora, simplemente, sería uno más. Y ese status era insoportable para alguien que había sostenido una anomalía compulsiva desde su adolescencia.
Fiel a su idea de la literatura como deporte de riesgo, Limónov compartió panteón con Jean Genet o Reinaldo Arenas. Pero allí donde ellos exploraron la libertad, él añadió una afición totalitaria que le lanzó continuamente al extremismo político.
En su vida sólo hubo lugar para los aliados (pocos y menguantes) o los enemigos (muchos y crecientes). Fue el anti-Brodsky porque consideró que Brodsky le había quitado su lugar en la literatura. Fue el anti-Putin porque Putin le había usurpado su lugar en la política. Un contrahéroe con el encanto táctil y algo vintage del mundo de las armas, la máquina de escribir, el bodybuilding casero...
A la hora de su muerte contaba con una pequeña legión de admiradores jóvenes, a la vez que arrastraba el descrédito de algunas de sus decisiones extremas o de su muy lamentable caricatura de los mexicanos. A diferencia de otros intelectuales, habrá que reconocerle que puso el cuerpo por delante de cada una de sus ideas. Fue un martillo incansable y llegó a anticipar la marea rojiparda (mezcla de comunismo y fascismo) que hoy empieza a crecer en Europa. En cualquier caso, si ésta hubiera triunfado, lo más probable es que Limónov encontrara la manera de pasarse a la oposición. Era su naturaleza.